Al fin la lluvia decantó en las calles. Desde la altura, observo en ellas el reflejo de las luces; simulan ante mis ojos un hermoso cielo estrellado... y a él voy. Mi nombre es Roberto Fernández, tengo 34 años y esta noche he decidido terminar con mi vida.
Doy una bocanada a lo que se convertirá en mi último cigarrillo. Indiferente, dejo caer sus cenizas al abismo. Desde aquí todo se ve y se escucha tan distante; no así el dolor, ese se aferra a mi piel como un parásito. Me succiona poco a poco arrebatándome las ganas de reír, de amar, de todo.
La oscuridad me rodea, es el momento. Mi cigarro de despedida se ha acabado. De pronto, entre las sombras, una pequeña figura se desplaza rengueando. Es un felino de colores difusos. Feo, tan feo, como las palabras de odio y desamor que con tanto desprecio ella me gritó; afiladas dagas que dejaron heridas profundas en mi mente y mi corazón...el maullido del infeliz animal me saca del triste recuerdo. Al verlo de cerca observo que al muy miserable le falta una oreja. Estoy en su camino, si decide pasar no hay espacio, yo ocupo todo el angosto borde de la cornisa; si insiste en su afán, tendrá que pasar por sobre mis pies.
Lo miro con detenimiento, pero él no se amedrenta. Sigue avanzando directo hacia mí. Tiene raspones y cicatrices que cubren todo su pelaje. Se ve roñoso, encima le falta un colmillo. Con lentitud, se posa sobre mis zapatos, luego restriega su tibio cuerpo contra mis piernas y así, dulcemente y de la nada, me regala una de sus siete vidas.
M.D |