El día antes de la tragedia fuimos a comer a un restaurante de comida típica. Noelia y Javier pidieron legumbres, Edmundo carne asada con papas fritas y yo pescado a la plancha con arroz y ensalada. Tres botellas de buen merlot regaron nuestro almuerzo.
La conversación, como siempre, fue fluida y entretenida. Edmundo nos trajo algunos regalos de su viaje a Egipto y nos describió su entrada a las mezquitas, a los museos y a las pirámides. Al principio hablaba con mucho entusiasmo, pero después empezó a bajar la voz y a hacer su relato con cierto conformismo, como si mientras hablara se diera cuenta de que su viaje resultó tal y como lo había planeado, pero nada más. El gran periplo de Edmundo se había convertido, tristemente, en una mera formalidad. Eso sí nos mostró gran cantidad de fotos. En todas ellas, por cierto, aparecía él en primer plano.
Javier, por su parte, estaba construyéndose una casa en un pueblito afuera de la ciudad. Nos dejó invitados para cuando estuviera lista. Eso sería, por lo bajo, en un par de meses. Los detalles, confesó, son más lentos de terminar de lo que creía. Noelia nos contó de su visita a su ciudad natal y nos habló del reencuentro con su familia, lo conservadores que son sus padres y de la gran casa que tenían allá, un solar con árboles frutales y muchas plantas. Hablamos, cómo no, de lo cara que está la vida y de cómo sobrevivir al incipiente colapso mundial. Antes de la despedida prometimos reunirnos el próximo mes en mi casa.
Esos iban a ser los últimos momentos alegres que pasaríamos juntos.
Al otro día Noelia me envió un mensaje y quedamos de ir a tomarnos un café a un boliche en el centro. Como de costumbre llegó media hora más tarde de lo acordado. Venía compungida. Se sentó y lo primero que dijo fue que no quería café. Llamó al mozo y pidió un ron doble. Se lo tomó de golpe, y apenas apoyó el vaso vacío en la mesa pidió otro. Le pregunté qué le sucedía. Se demoró un poco jugando con la servilleta, luego me dijo que no sabía bien lo que le pasaba. Sólo tenía rabia de vivir, de hacer como que le gustaba la vida.
—He pensado mucho pero no encuentro respuestas —reflexionó Noelia—. Yo creía que tenía mi vida en regla, todo bajo control y sin grandes dificultades. Pero estoy perdiendo el entusiasmo, no tengo ganas de levantarme en la mañana ¿Para qué? Me preguntó cada vez que pienso en esto ¿Te das cuenta lo estúpido que es? —y continuó—. Ahora está la visita a mi casa, que, como sabes, la deseaba mucho ¿Y qué ocurre? Nada ¿Entiendes? Me subo al bus, llego, hablo con mis hermanos y mis padres sobre sus vidas y vuelvo. Eso es todo ¿Qué se supone que debo sentir?
—Noelia —le repliqué—, yo creo que tienes una buena vida. Eres profesional, tienes un buen trabajo, estas soltera, libre y sin hijos. Quizá te hace falta una relación estable, o un viaje.
— ¿A Egipto? —me preguntó con sarcasmo.
—No, no sé, por decir algo —me defendí, avergonzado.
—Tal vez es lo otro —me dijo—, eso de no tener hijos.
Llegó el segundo vaso de ron y se lo bebió igual que el anterior y sonrió, melancólica.
—Puedes tenerlos si quieres —le repliqué.
—No, no puedo —me confesó—. Soy estéril.
Noelia me miró fijo a los ojos y noté su aflicción. Otras veces habíamos tocado el tema de los hijos, pero nunca llegamos a profundizar o verlo como una necesidad. Es más, estábamos en la postura de que mientras menos hijos, mejor. Todo eso de que había que reducir la población mundial porque el ser humano iba a acabar con la naturaleza y el futuro se veía negro. Le pregunté que cuándo se había enterado y si estaba segura. Hacía más de seis meses, y sí, estaba segura, dos médicos lo habían confirmado. Se me ocurrió insinuar la adopción.
—Mejor hablemos de otra cosa —me dijo. Ya te conté mi trauma y estoy más tranquila. Sé que hay solución y buscaré la forma.
Iba a preguntarle si su familia lo sabía, pero así como estaba no era bueno insistir en el tema. Entonces hablamos de sus proyectos profesionales, de sus compañeros de trabajo. Le conté algunas cosas mías, de mis lecturas, y nos reímos al recordar las exageraciones de Edmundo. Con los dos vasos de ron en el cuerpo y después de hablar un par de horas Noelia se calmó y se fue más tranquila. O al menos aparentó eso. La vi subir al vagón, agitar la mano y despedirse con una gran sonrisa.
Estaba oscureciendo cuando me llamaron por teléfono. Una mujer con voz clara y frases neutrales me dio la noticia. Fue horrible. Luego de terminar la comunicación me quedé un rato tratando de asimilar esa funesta palabra. Suicidio. No lo podía creer. Fui al baño a mojarme la cara. Cuando recuperé un poco la serenidad les avisé a Edmundo y a Javier. Traté de ser preciso y conciso, no quería y no tenía ganas de hablar de más. Cada uno debía internalizar esta tragedia a su manera, porque no se puede compartir la experiencia de perder (no de esa manera) a una amiga.
—Noelia se mató —les dije. Podía sentir la incredulidad al otro lado del teléfono. Luego el denso silencio, y después las exclamaciones.
— ¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?!
—No sé, nadie sabe —respondí, ofuscado. Además, no había mucho que hacer. Por supuesto nos reuniríamos y trataríamos de entender juntos esta desgracia, aunque aliviar el golpe era imposible.
En las cámaras se la ve que baja en la estación 5, se sienta en las sillas plásticas y se queda diez minutos reflexionando. Todo el tiempo se mira las manos. Luego saca un libro de su bolso, lee un par de páginas, lo cierra, camina lentamente hasta el borde del andén y se lanza bajo las ruedas del tren. Noelia dispuso ese terrible final con el arrojo que la caracterizaba.
Edmundo, Javier y yo nos juntamos en la playa el día siguiente. El viento sacudía nuestras ropas y pasaba frío y doloroso por las mejillas. La playa estaba desierta y las extensas y blandas ondulaciones se diluían en la penumbra de la tarde. Se distinguían tenues las siluetas de los cerros que flanquean el golfo. Las gaviotas, cormoranes y pelícanos se afanaban en la pesca y hundían la cabeza o se clavaban como flechas en las aguas verde oscuras mar adentro. Estuvimos un buen rato en silencio contemplando la magnificencia del paisaje. Al reunirnos allí sabíamos que estábamos obligados hablar, a discutir, a confesar eso que, al mismo tiempo, temíamos. Pero ninguno quería iniciar la conversación.
Me saqué los zapatos, arremangué mis pantalones y me dirigí al agua. La sensación tibia de la arena y el cosquilleo en mis plantas eran muy agradables. Sin embargo, a medida que me acercaba al mar se me iban helando los pies. Anduve unos pasos sobre la espuma. La frescura y salinidad del aire entraban por cada uno de mis poros. A mi espalda las voces de Edmundo y Javier se mesclaban con el seseante y monótono sonido de las olas. No podía distinguir bien lo que decían, pero las palabras sonaban cada vez más fuertes y terminantes. Seguro estaban reprochándose la ceguera, la falta de empatía, o la incapacidad de cambiar los hechos.
Me acerqué y les dije que había estado con Noelia justo antes de que se matara. Quedaron absortos y me miraron con extrañeza. Edmundo se enfureció, me agarró de los hombros y me empezó a hacer preguntas acusatorias. Por qué no les avisé antes, qué me dijo ella, qué le dije yo, cómo no la retuve. Lo que insinuaba, en el fondo, era que yo había tenido la oportunidad de cambiar los hechos, y no lo hice.
— ¿Me quieres hacer responsable? —inquirí, molesto, y me deshice de sus manos.
— ¡Estuviste con ella minutos antes de que suicidara! —gritó lleno de rabia e impotencia. No tenía réplica para eso, y callé. Javier estaba con las manos en los bolsillos y miraba la arena.
—Todos tenemos la culpa —dijo Javier en voz baja—, sus padres, nosotros, todos. Es lo más triste. Al final no hay explicación razonable para esto —Se sentó y empezó a llorar como un niño. En ese momento sentí unas ganas enormes de encender un cigarro y fumarlo de cara al viento.
El funeral fue en el Cementerio Parque del Recuerdo. Había un calor abrasador y ni un asomo de brisa para aplacarlo. La ropa se pegaba a la piel y la gente se movía aún con más lentitud de lo acostumbrado. La ruta a seguir con el féretro era de unos cien metros desde la entrada, por una calle central que se internaba al cementerio, primero recta, luego serpenteante por entre las tumbas. El carro con el ataúd lo transportaban los hermanos de Noelia y probablemente unos primos. Sus padres, vestidos de negro de pies a cabeza, iban detrás. La madre caminaba con una mano puesta sobre el cajón, y con la otra sostenía un pañuelo que de vez en cuando se llevaba a los ojos para secarse las lágrimas. Lloraba silenciosa e intermitentemente. Su esposo iba con las manos cruzadas adelante y la cabeza gacha. También a veces sacaba su pañuelo para secarse el sudor de la frente. Edmundo se había alejado del grupo unos metros a la derecha. A Javier lo perdí de vista cuando iniciamos la caminata, pero seguro venía más atrás. El silencio de la caravana era abrumador. Sólo se oían los pasos sobre el cemento.
Justo detrás de mí una pareja empezó una plática. Al parecer eran compañeros de trabajo de Noelia. Susurraban, pero como nadie hablaba igual los oí. La mujer decía que Noelia siempre había sido una persona depresiva, que a veces llegaba al trabajo y no hablaba con nadie, ni siquiera en el almuerzo, y costaba mucho entablar con ella una charla agradable.
—Ella —decía la mujer— era de las personas que hacen esos comentarios breves que no dan espacio para seguir conversando. Una vez —seguía a media voz—, le pregunté si encontraba guapo a Alberto, nuestro jefe ¿y sabes lo que me contestó?
—No, qué te contestó —dijo mecánicamente el hombre.
—Que eso era un asunto personal. No lo dijo de mala forma, de hecho me sonrió, pero ¿cómo puedes seguir hablando con alguien después de que te dice eso? No se puede.
—Claro, claro.
—Con esto no quiero insinuar que haya sido una mala persona —siguió la mujer—, por ningún motivo, sólo digo que había ciertas señales especiales —enfatizó la última palabra— en su comportamiento. Yo me di cuenta hace tiempo, pero no quise decírselo a nadie para no hacerle mala fama, pero de que era rara, lo era.
—Sí —confirma el hombre—, hay que ser bastante anormal para tirarse al metro.
Di la vuelta para ver quién estaba diciendo todo eso. Era una mujer alta, gruesa y de cabello rubio artificial. El tipo que la acompañaba era más bajo y más gordo. Como me detuve y les bloquee el paso ellos tuvieron que frenar. Me miraron sorprendidos, luego él, sin decirme palabra, pasó por mi lado. La mujer hizo lo mismo, pero por el otro. Dos personas más me hicieron el quite, mirándome con enojo por haberme parado en medio e interrumpir. Entonces me salí del grupo y me puse a un costado en el césped y cerca de las placas recordatorias. Unos cuantos metros más allá había un gran toldo de lona blanca y un atril con un micrófono. Allí se detuvo la caravana. La gente se reunió bajo el cobertizo y alrededor del carro con el ataúd y empezó la ceremonia. Sólo pensar que iban a hacer discursos me revolvió el estómago, y decidí evadirme y caminar por entre las tumbas. Cada dos pasos me topaba con un cuadrado de mármol con el nombre y año de nacimiento y muerte del difunto tallados en la superficie. La mayoría tenía flores frescas y estaban adornados con fotos, globos o girasoles de papel brillante. Se notaba que por entre las placas pasaban la cortadora de pasto sin cuidar los arreglos de los deudos, porque había maceteros volcados y flores cortadas a la mitad. Seguí recorriendo el parque. Las lápidas, todas iguales en tamaño, se multiplicaban. De vez en cuando aparecían algunas cubiertas de lodo, hojas y flores resecas. Frente a una de estas me hinqué, tomé una ramita y empecé a quitarle la suciedad. Quería ver quién estaba ahí. Era un niño de 8 años. De pronto, totalmente desolado y sin poder contenerme, lloré y gemí como nunca lo había hecho en mi vida.
Pasaron varios minutos, y cuando me levanté, ya más tranquilo, para ver cómo iba la ceremonia, el grupo se disgregaba. La pareja que había hablado de la anormalidad de Noelia fue la más apurada en largarse. Al rato sólo quedaron los familiares más cercanos, y, por supuesto, los padres, que se distinguían a lo lejos porque eran los únicos que vestían completamente de negro. A la madre le habían traído una silla plegable y estaba sentada muy cerca del ataúd. Lloraba desconsoladamente. Su marido estaba a su lado sobándole la espalda, su hija al otro costado la tenía de la mano y le daba unas palmaditas suaves. Me sentí obligado a ir y decirle algo y caminé hacia allá. Mientras me aproximaba se me ablandaba el estómago y un escalofrío me recorría la espalda. Quise volverme, pero ya no podía porque estaba demasiado cerca y se habrían dado cuenta de mi arrepentimiento. Y seguí, cada vez con menos claridad sobre lo que iba a decir. Cuando llegué primero saludé al hermano de Noelia, un tipo moreno, robusto, de unos cincuenta años, con el cabello bien corto y la barba y el bigote modelados. Luego le tendí la mano a su hermana, como de cuarenta. No se parecía mucho a Noelia, era más baja y tenía la cara redonda, además, los lentes oscuros ocultaban sus ojos. El padre me miró y casi sin ganas me respondió el saludo. La madre ni siquiera se dio cuenta de mi llegada.
—Disculpe —le dije, medio confundido —, yo soy… fui amigo de Noelia, y sólo quería decirle que lamento mucho… Noelia era una gran persona.
La madre me miró con sus ojos hinchados y rojos.
—Muchas gracias joven —dijo con la voz ronca y alterada por la emoción.
Eso era todo. Nada más se podía decir.
No le vi el sentido a quedarme, me despedí y marché hacia la salida. Javier y Edmundo no estaban por ninguna parte.
Afuera del parque los floristas me ofrecían sus arreglos. Sentí ese inconfundible olor mezcla de humedad y flores remojadas y pasé lo más rápido que pude, sin poder sacarme de la cabeza la foto que había encima del ataúd, Noelia sonriente y fresca, como esa tarde cuando hicimos el amor y prometimos no contarlo a nadie, nunca.
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