Aquel butanero era demasiado guapo para ser butanero. Pero iba con la indumenta naranja del oficio y simulaba, siempre, haberse equivocado. En cuanto le abrían la puerta, hacía la traba con el pie izquierdo y ya estaba expedito y franco el hogar para sus fines delictuales. Algunas veces incluso se tiraba a la inquilina. Pero él lo que perseguía era hacerse con las joyas de la señora de la casa.
Valencia era entonces ya una ciudad tan grande que daba para ello.
Pronto al comisario Buendía se le empezaron a acumular los casos. La misma manera de proceder, el mismo modus operandi- como decía el criminólogo. El comisario Buendía procedía de la escuela de criminología. Había acabado en la policía pero más como esteta del delito que guardia de la porra. Y ahora estaba al frente del caso, posiblemente, de su vida. Tenía sobre el gran mapa los puntos de actuación del butanero de los diamantes- como habían dado en llamarlo en la comisaría. Siempre en puntos distantes uno de otro y con intervalos regulares de unos quince días.
Todas las señoras coincidían en que se trataba de un hombre muy apuesto y aunque habían hecho un retrato robot del menda, en los archivos de la policía no había nadie que coincidiera con tales rasgos genéticos. Huellas no dejaba, por llevar ad hoc unos guantes, como fuera propio del oficio. La policía calculaba alrededor del doble de las actuaciones que constaban, por considerar que muchas no denunciaban por haber tenido que ver en la cama con aquel galán del gas butano.

Habían dado ya por cerrado el caso, pues había cesado aquella actividad repentinamente; cuando a la sargenta Dolores Segovia se le ocurrió poner un anuncio en la prensa, en el apartado de servicios sexuales. "Tú eres mi butanero preferido. Éntrame la bombona. Discreción absoluta. Recibo a domicilio". Y daba un número de teléfono. No sé qué le hacía pensar que tal anuncio funcionaría como anzuelo. Pero el caso fue que llamaron varios. Se concertaba la cita, y desde el visor del fono tres de las víctimas estaban ojo avizor por ver si aparecía el ladrón de perlas. Si no coincidía, se daba cualquier excusa y zanjada la cuestión.
Estuvo el comisario Buendía un par de semanas y desautorizó el operativo.
Pasó un tiempo sin que se volvieran a repetir los casos. Pero un buen día- como el comisario de apellido, que no de nombre- se presentó en comisaría una de las víctimas, diciendo que se había cruzado, en un paso de cebra del centro de la ciudad, con el ladrón de perlas. No había duda: era él- decía. Y había observado que entraba en un determinado restaurante de la zona.
Si era de costumbres fijas, una pista era. Allí se trasladó todo el operativo y efectivamente lo era- lo de animal de costumbres. Pero no había huellas, sólo impresiones visuales que desdibuja el tiempo. Cómo saber que era él- se preguntó el comisario. Si lo sabíamos a ciencia cierta, lo restante era ya un camino menos difícil. La sargento Segovia, nuevamente, tuvo una idea. Era cuestión de décimas de segundo, de agudeza visual y de perspicacia.

- De postre tenemos flan, pudin, tarta de la casa, arroz con leche. Y fruta: manzana, sandía. O acaso prefiere usted una naranja.
Aquello, dicho con la entonación adecuada, podía dar algo de luz sobre lo que estábamos buscando. Si reaccionaba mínimamente, por poco que fuera, podíamos estar ante el autor de los robos.
Y efectivamente, reaccionó a aquella entonación irónica.
Finalmente no se pudo probar nada pues tenía importantes coartadas. Lo que no quiere decir que se hubiera terminado el caso, pues siguieron las pesquisas.
De resultas de todo aquel trajín, una señora quedó embarazada. Se solicitaron las actuaciones correspondientes y de acuerdo con los análisis, con un noventa y nueve por ciento de certeza, el hombre de la naranja era el autor de aquellos días.