Seis escaleras bajé
buscando la séptima.
No era yo quién
decidía los pasos,
era el caminar
cansado que lastima.
Era una comodidad
legítima inquietante.


Eran los letreros luminosos
alzados a la vista,
que iluminaban
los oscuros peldaños
de un extraño
viaje subterráneo.


Inmerso en una multitud
que nunca sonreía,
bajaban a borbotones
desangrando la vida.
Un ordenado cauce
de gente que camina
apresurados sin mirar,
que yo ya ni veía.


Me senté a descansar
y lloré en el invertido
reflejo del ascenso,
sobre la poza de lágrimas
amargamente sonreía,
sobre el último escalón
de pisadas sin sentido.
Me faltaron sueños
de futuro compartido
Me faltaban abrazos.


Tres interminables escaleras
tuve que subir.
Arrastrando la angustia
de quedarme solo.
Con el temor que a la luz
se me quemara el rostro.
Con el temor
de exponer mi alma,
buscando a tientas
la perdida calma.


Cabeza gacha,
mirándome los pies
después de cuarenta
escalones,
el siete apareció
escondido entre
los peldaños del tres.
Cincuenta campanazos
cerraron el ciclo
y levanté los ojos
hasta el cielo infinito.


De rodillas caí
ya no lloraba por mí,
lloraba por la multitud
que caminaba
hacia el reflejo.
Los números invertidos
proyectados a lo lejos
descontaban los días,
se robaban los momentos.