Este es un texto bastante antiguo. Creo que lo puse también por aquí a finales del año pasado, pero a lo mejor es oportuno para estos días de culto a los muertos.
“Nadie sabe, nadie supo, la terrible y triste historia de Juan, el lavador de tanques…”
Cuando gruñeron por enésima vez sus tripas, Juan comprendió que se moría de hambre. Durante horas interminables había estado lavando el interior de aquellos inmensos tanques metálicos que contenían sosa, que al golpe del cepillo sobre sus paredes, resonaban como campanas fúnebres presagiando lo peor, a lo mejor una tragedia. No le gustaba abismarse en pensamientos negativos, así que mientras trabajaba, entonó por lo bajito algunas canciones rítmicas para darse ánimos. Cansado, fastidiado del trajín del día, cuando terminó la jornada de trabajo se dirigió sin más a su casa. Comer y dormir algunas horas, representaban una necesidad primordial.
La casa estaba a oscuras. Con mano insegura buscó sus llaves y entró. Encendió el interruptor de la luz. A la primera mirada, descubrió el féretro que descansaba mustio sobre el mármol rosado de la barra de la cocina. Se quedó sorprendido, estático; se estremeció, porque aquel ataúd probablemente no estaba vacío, debía tener su muerto dentro. El objeto macabro estaba ahí, en la oscuridad, solitario, como si no importara su insólita permanencia en aquel lugar. ¿Por qué diablos estaba aquel artefacto en su casa? ¿quién lo había traído?... Extrañado, caminó algunos pasos hacia la caja y miró al interior. Ahí estaba el muerto, mejor dicho, el esqueleto del muerto, porque el difunto no era ya, sino un conjunto de puros huesos mondos y lirondos. De inmediato se acordó del cuento de Pushkin, “El fabricante de ataúdes”; esto se le asemejaba un tanto.
Las tripas le gruñeron de nuevo demandando alimento, en el refri con seguridad habría algo para cenar. Entonces se le ocurrió una descabellada idea: los caníbales comían carne humana, ¿y huesos, también?... Si por pura curiosidad le diera rienda suelta a sus instintos animales, salvajes, necrofílicos, aunque fuera solo por experimentar; total, quizás no le costaría demasiado esfuerzo darle una buena repasada a aquellos huesitos tan tentadores.
Todos dormían. No se cuestionó más nada. La oportunidad estaba ahí. Tampoco era momento para dudas. Con mano ávida, temblorosa, la extendió hasta tocar los huesos de la pierna, ¿Sería un sacrilegio, comérselos?... Lentamente los llevó a la boca y masticó. El sabor era el esperado: ligeramente terroso, pero dulce, muy dulce. Se remontó a su niñez, allá en el pueblo perdido donde había nacido, donde todo era más fácil y él, aún no perdía la inocencia.
Masticó con lentitud, saboreando el bocado; luego, se dedicó con fruición, con glotonería creciente a seguir arrancando partes del esqueleto y el ataúd mismo, para comerlos.
Fue un festín gozoso y asquerosamente insólito, porque acabó tragándose además del esqueleto, el ataúd completo con todo y tapa, el cual también era de esa masa oscura, casi negra y olorosa, que llaman chocolate…
“Ja, ja, ja, ja, ja…ja, ja, ja, ja…”
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