La casa de mis padres queda en La Reina, es una casa isla, luego que los vecinos de aquellos tiempos, añosos veteranos sucumbieran a la maleta de billetes, vendieron la tierra con sus sembradíos, hicieron equipaje las baratas, los pájaros se fueron a los limoneros de mi jardín y las hormigas premunidas de coraje emigraron caminando por un agujero hacia el patio del lado, no lo hicieron nada mal los gatos, las hojas de los paltos que con el empujón del viento tapizaron el prado descansado, las voces de las visitas ajenas también se mudaron a los recuerdos, a las memorias y las sonrisas, todo quedó pelado, sobre los perales, naranjales, limoneros cactus y azaleas, sepultaron el verdor de aquellos años, le pusieron una loza de cemento y todo quedó en nada, ahí no pasó nada, no se habló más de las quintas, de las tardes mecidas, del sol filtrándose en las rendijas de los ramales, del pasto mojado, de las auroras, la neblina mañanera posarse en la caparazón de las cucarachas, de los atardeceres tumbados en las hamacas compartidas, de aquellos asientos de madera desclavijados acercarse al ocaso mientras con una melodía de jazz profundo se perdía el tiempo; aquello era campo, era paz, vicio, alegría boreal, era la quinta de Don Guillermo y de tantos, de muchas vidas que ya no están.
Hoy queda la casa de mis padres, queda el abeto, el cementerio de los perros, las casa más vieja que ellos, las mismas baratas con bastón, el gato producto de un incesto, el portón de cedro, el auto venido a menos, la tierra bostezando mientras un choroy les grita a lo lejos, y uno de ellos, el más viejo de mis viejos, no escucha, ve la sombra de los que transitan muertos porque llega la hora en que casa, piel, césped, árboles, flores y piedras van ahuyentando el tiempo, se van acoplando al espacio que antes estuvo repleto de algarabía y fiestas, hoy la casa de mis padres espera una nueva maleta repleta de dinero.
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