Girasoles para Diana
Cada mañana, antes de abordar el autobús, Julián compraba para su amada Diana los girasoles que le llevaría al hospital. En gratitud a su asiduidad, la vendedora que lo surtía le guardaba las flores más olorosas de su mesa, que él recibía con satisfacción y gratitud.
Al llegar al cuarto de Diana, la enfermera sustituía estas flores por las del día anterior, mientras la buena mujer observaba, con la mirada ausente, la escena desde la cama. Parecía que ignoraba todo lo que ocurría en su derredor. El hombre preguntaba a la enfermera:
— ¿Cómo durmió anoche? ¿Habló algo?
Ella siempre negaba con la cabeza, mientras Julián se sentaba al lado de su cónyuge y con devoción le tomaba una mano y la mantenía entre las suyas. En más de una ocasión le inquirió a la enfermera:
—¿Tú crees que me reconoce?
Su respuesta lo alentó:
—¡Claro! Hay un destello de luz en sus ojos cuando llega con las flores cada mañana. Creo que un día no muy lejano sabremos lo que piensa.
Y ese día no tardó en llegar. Aquél jueves lluvioso entró Julián con las flores amarillas en las manos y se sorprendió al encontrar a Diana sentada en la cama con cara de preocupación. Ella preguntó:
—¿Te mojaste?
Regocijado, él la abrazó con ternura, y le entregó las flores, diciéndole: “Me dilaté porque tuve que esperar a la marchanta de los girasoles. Cada día en los últimos meses, te he traído unos como estos”.
—Lo sé. —respondió ella, haciendo un esfuerzo–. No quería irme sin agradecértelo y pedirte que siempre quiero tener alguno al alcance de mi mano.
—Así será. Te lo prometo. –dijo el hombre, sonriente.
Cuando Julián volvió al día siguiente se enteró de la triste noticia de que su amada Diana había fallecido en horas de la madrugada. La encontraron con un girasol en su mano, sobre su pecho.
Luego del velatorio y consecuente entierro, en su tumba nunca faltó un florero con girasoles, sus flores favoritas, con los que el marido cumplía la promesa de amor y dedicación que le brindó en los últimos meses de vida.
Alberto Vasquez. |