Por supuesto que el tópico de su nueva obra era ridículo. Mejor dicho, no es que fuera ridículo por naturaleza, sino que se había vuelto cursi a causa de los nuevos tiempos.
¿Me explico?
—No, no te explicas nada— dijo ella, bien seria.
—Debía decírtelo, aunque me hiere —cargo de nuevo, alejando la vista de su presencia.
En realidad, su obra poética era impecable en el aspecto técnico. Con honestidad, me sentía un enano a su lado. Su composiciones se acoplaban a las estrictas normas de la poesía, con una versificación que maridaba el canto y articulado vocablo al homérico respeto de la exigencia métrica. Su preciso y estudiado ritmo gozaba de gran lirismo. Su estilo, entonces, producía una fuerza inusual en sus escritos.
Pero padecía de un grande y terrible problema. Se empeñaba con el color azul. Azul aquí, azul allá, azul en la tierra, azul en los cielos, azul en la sopa, azul en la copa. Aunque lo sabía, se negaba a aceptarlo. Era como una alcohólica literaria que, sabiendo que obraba mal, se convencía de que lo hacía bien, justificándose con los más ridículos pretextos. Con la erudición de su talento, sostenía que la poesía era todo "azul", es decir, en su forma de decirlo, puro "romanticismo". Pero no lo formulaba como lo hacen los entendidos, donde prima, ante todo, la libertad de expresión. Su psiquis creadora —una fuente inagotable de líneas y acentos—, componía versos que comenzaban bien, pero que acababan en un recital cursi, sentimentaloide e impostado. Parecían planeados para presumir de tener un aire de perfección y belleza que en realidad no tenían y, en cambio, generaban una sensación de repulsa.
Furiosa, se levanta de la silla, con la manos en la cabeza, que zarandea para soltar a dos manos su cabello negro, liso y brilloso. Me ve a los ojos y apoya su lindo trasero en el escritorio. Su mirada es mezquina. Sé que me odia. Sus labios se retuercen.
—Escúchame bien —sentenció con dureza, proyectando un aura que llegaba a mis ojos como la figura de una ancianita adorable, soñadora—: El azul es lo más cercano a la verdad.
Me alcé de hombros.
—Entiendes que el "amor" nunca pasará de moda. Es un tema eterno. Diario. Cotidiano. Tú —siguió señalándome con el dedo— te equivocas rotundamente.
Me callé. Aquello la desnudaba por completo y exponía a flor de piel su dolencia. La cuestión era evidente: el signo. En semiótica dirían que se trata sobre la interpretación del signo. Me dije que tampoco iba a darle cátedra de filosofía literaria, porque cualquier esfuerzo, en esa etapa de su vida, sería inútil.
—Cómo quieras —le contesté impávido—. No me acuses luego de que no te lo advertí. Escribes fabulosamente, lo sabemos. Pero tienes un verdadero problema. Sí, el "azul".
—Es tu opinión —dijo, ahora segura de sí misma—. La respeto. Mas no la comparto.
Quise utilizar una analogía maltrecha que le ayudara a visionar.
—Escucha, ¿recuerdas los años 90’s y 2000’s y aquella explosión de remakes de los 80’s? Algo así es tu azul.
—Sí, por supuesto. ¡Cómo no! Fueron los mejores años de mi vida. ¿Qué hay de malo con ellos? Oye, te pasas...
—No, no me refiero al aspecto personal. Digo, hablo de su estética. ¿Captas cuán pronto cayó en el anacronismo y de cómo en su desesperada acción por salvarse se vieron obligados a beber de las letras nacidas de los genios del boom latinoamericano literario?
—Qué va. No seas exagerado.
—Pero lo hicieron. Eso los mantuvo vivos, y a nosotros también. "Los Enanitos Verdes", "Faisanes", "Héroes del Silencio", etc, etc. ¿Te ríes, eh?
—Tienes una imaginación que asusta.
—El punto es que ahora eso es algo muerto en el sentido de que no se debe replicar más. Durante décadas ha sido tan repetitivo, que se le ha exprimido la esencia misma de su significado, haciéndolo caducar. Aunque tu melancolía (de forma inconsciente) quiera resucitarlo con tu color azul, no lo revivirá. Lo siento.
“Tienes que dejarlo ir”.
Fijó los ojos en la pantalla del ordenador. Leyó generosamente lo que había escrito:
“Mujer feraz de sien azulada, que tejes al hombre con sexo de arenilla alambricada, corazón poroso de liza, que en tus entrañas la mies adriza. Hay secretos de mujer no tamizados por las coladas, como canto adormecido en el tiempo, despertando a la luz de las amigas veladas.”
Un airecillo recorrió el pasillo de la habitación. Abrazó a la computadora y la aventó contra el suelo, con todas sus partes, cables incluidos. La agarró a puntapiés.
No hice movimiento alguno. Tampoco moví un tan solo dedo. En mi interior, gozaba del espectáculo, pero estaba algo atemorizado de su empoderamiento.
Sin pronunciar palabra, salió de la habitación y volvió con unas latas de pintura en cuyo interior ondulaban sendos líquidos sintéticos y multicolores. Las abrió.
—Tienes razón —me dijo—. Lo que he escrito es una mierda. ¡Ya no más de la poetiza azul!
El piso fue el primero. Con sus propias manos, comenzó a esparcirla a lo largo y ancho del habitáculo, a grandes chorros, creando con ella símbolos que reflejaban una nueva realidad de las cosas, completamente fieles a su expresión, a veces inexplicables e incomprensibles. Con tonos diferenciados que le atribuían significantes precisos, su flujo creativo cimentaba una excepcional belleza holística sobre el lienzo virgen de la autenticidad. Siguió con la paredes, con el pasillo y por último con todo el edificio. Nadie la detuvo. Los torrentes de pintura también golpeaban mi propia cara.
En el frontón del edificio podían leerse escritas con extraños caracteres, que nadie conocía pero que todos entendían, las siguientes palabras:
“El genio sin el poder de la verdad, la rectitud de la justicia y la fidelidad de sí mismo, no amará ni trascenderá jamás”.
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