Travesía Bajo la Lluvia
Ya es de noche y Silvia no aparece. Los nervios me consumen, siento que me voy a desintegrar. Me invitó a su casa. Sus tíos adoptivos están de viaje, así que, por primera vez, estaríamos solos.
A mis padres les dije que me quedaría en casa de un compañero. Los nervios no son porque pasaré la noche con ella, desnudos en sábanas blancas, sino porque ella vive al otro lado del río y la única opción es cruzarlo en bote a remo. Ir en bus por el puente y luego caminar por la ribera hasta su casa tomaría un par de horas.
Los botes funcionan como taxis colectivos. Son tres o cuatro que cruzan de lado a lado, cada uno con capacidad para unas diez personas, cinco a cada lado mirándose de frente. El remero se sienta en dirección contraria al avance del bote. Ya es raro y sospechoso. Silvia me convenció de que no era peligroso, que no se recuerda ningún accidente.
Permanezco de pie en una esquina de la plaza, sobre una capa de hojas amarillas y resbaladizas, que en otoño no son nada agradables. Las hojas flotan al ritmo del viento. La lluvia ya está anunciada.
La mayoría de mis compañeros se retiraron a jugar pool, su pasatiempo preferido para escapar de la lluvia. No aprendí a jugar porque prefería alternar con compañeras que usaban minifaldas. No sé si es una ventaja, pero uno elige ser romántico. Mientras mis compañeros se juntan a escuchar rock, yo escucho a Camilo Sesto. A veces a Sandro.
Ahí viene Silvia, con sus amigas y su bolsón lleno de libros colgando del hombro, caminando un poco de lado, como si le pesara, y su chaqueta azul abierta. Qué valiente, con este frío inclemente. Yo me abrigaba con mi Montgomery azul marino forrado; me gusta porque se abrocha con botones de madera, y el gorro también está forrado, con tela escocesa.
Pero no se despidió de inmediato de sus compañeras. Hablaron de lo que pudieron hablar en toda la tarde. Si le digo que quizás olvidó a qué íbamos, es probable que se enoje, como si estas demoras las hiciera a propósito para no mostrarse interesada.
Ya la lluvia torrencial está a metros. El viento azota mi rostro preocupado porque las primeras gotas son las que mojan.
Por fin. Se despidió, cruzó la calle y se acercó. Mi semblante era serio, siempre serio. Ella sonriendo, siempre sonriendo. Me besó. Me volvió a besar. Besos cortos. Muchos besos. ¿Cuántos fueron? Ya no importaba que hubiese estado esperando desde las seis, ni que no estuviera jugando pool. Ella me secaba con su palma las primeras gotas en mi rostro, esas gotas que mojan. ¿Nos vamos?
De la mano caminamos por la costanera hacia el lugar donde está el improvisado muelle donde atracan los botes para cruzar el río, mientras continuaba hablando. Con la lluvia que aún no era torrencial, apenas se divisaban allá lejos las luces de la otra orilla. ¿Y si caminamos y cruzamos el río por el puente? Insistía.
—Ah, tienes miedo. Cruzar el río en bote para mí es rutina. Lo hago todos los días, de ida y vuelta. Y tú también lo has hecho.
—Mentira —Nunca lo había cruzado de noche, menos por la parte más ancha, menos lloviendo.
Llegamos. Abajo, en el río, uno de los botes estaba por salir y tenía solo un puesto libre. La miré por si se decidía a subir sola, pero fue inútil. Así que esperamos el próximo. Que sea lo que Dios quiera.
La luz del farol mostraba el inicio de la escalera de piedra, pero bajando era oscura y resbalosa. Se pisaba a ciegas hasta llegar al nivel del agua.
Al bote se sube de un salto. Ella subió primero y, sin sentarse, mientras el bote se balanceaba, me invitó a subir. Estiró su mano y ya no había nada que hacer. Salté, y sin saber cómo, quedé sentado en nuestro lugar reservado. Ella se acomodó a mi lado, quedando muy juntitos. Los otros pasajeros subieron cajas de manzana, los típicos sacos de carbón, uno que otro señor gordo que balanceaba la embarcación, señoras que también iban de vuelta a sus casas, y hasta un perro, que con sus cuatro patas fue el único que pasó a la parte delantera sin temor a caerse. Listo. El que quedó sentado en la parte posterior soltó la amarra y empujó. Ya estábamos a la deriva. Totalmente oscuro. Miraba alrededor y el agua era una inmensa mancha negra, sin límite.
Silvia me hablaba durante el trayecto. A veces reía, seguramente me contaba alguna anécdota, pero yo solo asentía. No quitaba la vista a las luces de la otra orilla, donde debíamos llegar, que parecían no acercarse, al contrario, se alejaban. Las señoras sentadas frente a nosotros no cesaban de hablar y siempre nos miraban. Las luces que usaba como referencia poco a poco ya no se divisaban por la niebla. Asustado, miraba a las señoras y, mientras ellas siguieran hablando como si nada, es porque nada había que temer.
De pronto sentimos un ruido de motor intenso. Miramos a todos lados, asustados, sin ver nada. Noté preocupado al remero, que de inmediato fijó los remos en el agua, frenando el avance. Las señoras dejaron de hablar y se abrazaron. Algo pasaba. Silvia se apretó a mí.
Lo que vivimos en ese momento fue aterrador. Una gran mole, de varios metros de altura, pasó cerca de nosotros, rozándonos. Era un carguero que traía a rastra un lanchón cargado.
Mientras pasaba al lado nuestro, levantó una ola en el aire que cayó sobre nosotros, azotándonos. El agua se metió por entre la ropa y corría por mi espalda. Miré a Silvia. Me abrazó fuertemente mientras gritaba y gritaba. Yo, asustado, la apreté hacia mí y, entregado, lloré. Y lloré. Cerré los ojos mientras el bote se balanceaba sorteando las gigantescas olas que producía el paso del remolcador.
Pensamos que venía la calma, pero a continuación pasó el lanchón que remolcaba y, de nuevo, nos cayó otra gigantesca ola. Fue horrible.
Ya pasó. Las señoras del frente increparon al remero: —¡Tenga más cuidado, casi nos choca el vaporcito! —El viejo alegó que no ve, que rema de espaldas y tiró un par de tarros que quedaron flotando en medio del bote para sacar el agua. “¡Achiquen!”, nos dijo y siguió remando. Nuestros pies estaban sumergidos. El nivel del agua dentro del bote era el mismo del río. Esa imagen me calmó. La embarcación ya no se hundiría. Ya no podía entrar más agua. Cuando bajé los brazos para recoger uno de los tarros, dos chorros de agua cayeron por las mangas. Miré a Silvia y ella hizo lo mismo. Sus brazos eran dos grifos abiertos. Luego, por entre su chaqueta, que aún permanecía abierta, estrujó su chaleco. Me miró. Su pelo lucía tristemente empapado. Para solidarizar, me puse el gorro de mi abrigo y el agua almacenada cayó sobre mí, como volcadas desde una olla. Reímos, nos abrazamos. Así quedamos mientras la lluvia, que ahora sí, era intensa. El remero alegaba porque, con agua, el bote era más pesado. El gordo y una de las señoras botaban agua, mientras la otra le decía que remara, que no hablara. Que todo era su culpa.
Nos resfriamos. Pasamos la noche abrazados, cada uno con un guatero. Con pijamas, chaleco y gorro de lana.
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