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Según mi madre, ellos eran búlgaros. Se trataba de tres extranjeros que se establecieron en uno de los locales comerciales de los edificios que todavía sobreviven en las cercanías de nuestra casa. Corrían los años sesenta y ya se comenzaba a vivir la efervescencia del mundial de Fútbol que se realizaría en Chile. Poco a poco, nos fuimos acostumbrando a esa extraña jerigonza que articulaban y que imitaba el agua corriente y tan familiar de nuestro idioma. Se trataba de un matrimonio que había armado una sociedad con un amigo común para levantar ese emporio en el cual se expendían los alimentos de mayor consumo diario, léase la leche que blanqueaba dentro de las botellas de vidrio y el ecuménico pan que luego se repartiría en las mesas, entre los muchos otros productos de uso ordinario. La gente comenzó a frecuentarlos atraídos por las ofertas y porque atendían con mucha gentileza, si bien la risa no abundaba en sus labios. Yo presumía que esa seriedad suya pudo deberse a lo dura que debía haber sido su existencia trashumante y las dificultades para desembarazarse de sus costumbres para adoptar un idioma y modos de vida que les debían resultar extrañísimos.

La gente comenzó a estimarlos por todas esas características suyas y fueron bautizados como “los gringuitos”. El esposo, un tipo altísimo y fornido, de cabello negro y bigotones frondosos, atendía con presteza a los clientes junto a su esposa, rubia y muy buenamoza, parecida a las estrellas de cine que llenaban las portadas de la revista Ecran. Entre ellos, se hilaban diálogos misteriosos que yo traducía a mi manera. Intuía que el esposo le declaraba su amor a ella y la mujer le reprochaba cualquier cosa, luego, recomponían su relación que yo intuía por los mohines de su boca en donde su extraño idioma fluía como un manantial que tendía a dulcificarse. Si bien, nunca vi un gesto de ternura entre ellos, podía adivinar esa pasión soterrada que descendía por sus venas presumiblemente eslavas.




El socio, por su parte, era un tipo silencioso que realizaba su trabajo sin intercambiar palabra. Es posible que sólo se encargara de las finanzas del negocio, ya que atendía a algún cliente sólo de vez en cuando. Era un hombre más menudo que su amigo y que se distinguía por su cabello entrecano y sus ojos grises e inquisidores. Podría intuirse que algo le incomodaba, siendo por supuesto, algo indescifrable para quienes concurríamos en busca de lo necesario para la subsistencia. De todos modos, al negocio le iba bastante bien y nuevos clientes se sumaban cada día, acaso obnubilados por la presencia exótica de estos extranjeros emprendedores.

Transcurrió un año e incluso un poco más antes que se desencadenara la tragedia. Una mañana, en que mi madre había ido, como de costumbre, a comprar el pan y la leche para el desayuno, regresó con el espanto dibujado en su rostro.
-¡Mataron al gringuito!-dijo, y nosotros saltamos de nuestras camas, para enterarnos de la noticia. Estábamos de vacaciones y disfrutábamos de dicha holganza.
Por lo que pudo deducir de esos relatos entrecortados e imprecisos de la gente que se agolpaba en las afueras del local, tradujo que la noche anterior se había originado una fuerte discusión entre los socios y los dimes y diretes alcanzaron tal nivel de violencia, que el socio silencioso sacó un revólver y le descerrajó varios disparos a su interlocutor.

Después nos enteramos que fueron diferencias monetarias las causantes de este brutal hecho de sangre. Todo lo demás lo supusimos, incluido el brutal desgarro de la gringuita, destrozada de dolor por esa repentina orfandad en suelo ajeno y ese asesino debatiéndose entre la culpa y la desolación tras los barrotes de la cárcel.

Todo fue tan trágico y a la vez tan irreal. Hasta entonces, para mí las balas sólo herían la epidermis de los actores que contemplábamos entusiasmados en las pantallas del cine. Por lo mismo, nos agobiaba ese sentimiento extrañísimo que parecía nacer muy hondo dentro del pecho para escaparse de a poco entre suspiros. Y al pasar frente a aquel local y verlo completamente cerrado sólo nos embargaba una pena húmeda. Recuerdo haber leído la impactante noticia en el diario Clarín, un pasquín de índole popular que publicaba las noticias con un dejo de picardía. No habían transcurrido dos días, cuando en esas mismas páginas nos enteramos del suicidio del hechor, atormentado por la culpa, por la soledad y acaso por un arrepentimiento tardío.

Tampoco tuvimos noticias de la gringuita, pero es casi seguro que ella debió haber regresado a su país para intentar recomenzar una nueva existencia con la que trataría de disimular las cicatrices de lo vivido en nuestro país. Aunque intuyo que su corazón no pudo desembarazarse de este fatal recuerdo y acaso fueron tantas las lágrimas vertidas que después fue incapaz de llorar en todo el resto de su vida.














Texto agregado el 24-10-2021, y leído por 136 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
01-11-2021 Tremenda historia que suena a verídica y que has sabido trasmitir con matices de novela. Te felicito por esta condición tuya de mantener nuestro interés con detalles tan significantes de una época que muchos hemos tenido la oportunidad de ver nacer, mezclada con la tragedia de esta gente, de la que queda a nuestro criterio suponer el verdadero motivo del drama. Saludos!! Clorinda
28-10-2021 Historias de inmigrantes.Mas allá de la tragedia de los protagonistas, tengo que destacar los detalles de la época , la leche en botella de vidrio, al igual que los primeros yogurt ,me llevaron a mi infancia, en un viaje en el tiempo a través de e tus personajes. Jaeltete
25-10-2021 una pena muy grande causa el final de tu cuento yosoyasi
25-10-2021 Un relato muy interesante, trágico y escrito con el ritmo adecuado para disfrutarlo a plenitud. Una lástima la muerte del "gringuito" y el destino de los otros protagonistas. Saludos, amigo. maparo55
25-10-2021 Cuantas historias de vida se entetejen. Para continuar y sucederse sin paracer tener fin. Un gusto volver a leerte querido amigo a la distancia...de mis escritores pregeridos de esta hermosa pagina. annablaum
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