Cuando quedamos ya quince en el pueblo empezamos a pensar muy seriamente en la muerte. Veíamos una estrecha relación entre la escasez de población y la llamada ultraterrena. Eso sí, éramos unos auténticos personajes. Valíamos por muchos cada cual. Pero unos personajes que veían la guadaña cerca. Y ya no había potenciales víctimas con que alimentar las calderas del propio espíritu. Nos estábamos, por tanto, empezando a fagocitar. Los grupos que se formaban eran auténticas trampas: telas de araña que se tendían con tal misión. Una especie de partida de ajedrez cuyo premio era la perduración.
Un premio que obtuve yo. Los fui enterrando uno a uno, y justo cuando empecé a saborear el triunfo me di cuenta de que eran ellos los que me habían ganado la partida.
Era tan difícil sacudirse la soledad como el barro de las albarcas. Los meses de invierno, con lluvia sobre lluvia, nubes bajas y humedad, hacían de Aldeanueva del Páramo un lugar inhóspito. El veintiuno de Octubre de aquel año, entre el párroco de la cabecera, su sacristán y un médico que vino a certificar la defunción y a llevar el féretro de paso, acabamos de enterrar a la señora Encarnación Ruipérez- mi prima Encarnación. Los hoyos los cavé- los dos- yo mismo aquel verano. Así adelantaba faena- pensé. Y no hizo falta que transcurriera mucho tiempo para ser útiles.
- Si muero yo antes- me dijo mi prima-, me dejas el de al lado del tapial que se está más a resguardo.
Nos estuvimos riendo un rato. Ya era lo único que nos quedaba en aquel proceso de sustracción que era la vida: la risa. Fue la última novia que tuve y sentí mucho su partida. Era muy ocurrente. A veces, en la cama, me decía: no sé cómo puedes estar tan tranquilo pegando la hebra después de haber yacido en pecado conmigo. Cuánto la iba a echar en falta. Y por ello no me fui a una residencia de ancianos- que me dijera el médico, justo al terminar el cura el responso. No sé por qué pensé que le agradaría que fuera por las tardes a sentarme allí a su lado. Había una bonita vista, divisándose el alzado de nuestra montaña. Detrás de la montaña, se terminaba el mundo. Muy pocas veces había ido uno mucho más lejos. Para nosotros era la última frontera; un mundo desconocido. Y, con todo, no me consideraba- al menos a mí mismo- poco instruido. Sabía leer y escribir. Qué se necesitaba más, aparte de un libro. La biblioteca ambulante paraba por allí cada quince días, y a “descambiar”- como decíamos-, el libro. Pero eso fue hasta que quedamos quince en el pueblo.
Yo creo que no me empecé a morir por no encontrar tiempo para ello. Si quería comer tenía que estar ojo avizor con la escopeta y el huerto. Amasaba también pan en un horno de piedra que hubiera sido propiedad del Ausencio. Aún duré cinco veranos más yo sólo en el pueblo. Un día apareció por allí el médico- también en otoño, a principios. Y me hizo un reconocimiento general.
- Si no te vienes conmigo, no traspasas este invierno. Cómo se te ocurre fumar todavía, con noventa y dos años- exclamó, más que otra cosa.
Tampoco es que fumara mucho. Tenía una cachimba y le pegaba una fumada por la tarde mientras departía en el cementerio con mi prima.
Por ello sentí mucho dejar todo aquello.
- Déjeme que me despida, le dije al médico. Si no tiene inconveniente, viene dentro de quince días, que estará todo listo.
Y le dije que no. Que no me iba de allí. Lo pensé bien durante aquel plazo. Y llevaba razón: aquel invierno se hizo especialmente duro. Todos lo eran. Hice acopio de leña y de víveres bastantes como para no tener que salir en un tiempo. Y me fui despidiendo de la vida, lentamente, junto al fuego.