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La pequeña y desapercibida estatua de Isabel Fernandez de Tejada



En la Plaza de la Ilusión hay una pequeña estatua de una hermosa y joven mujer, echa de bronce entera, pasa los días desapercibida a los ojos de los transeúntes y de los que visitan la plaza los sábados, domingos y festivos, quienes felices disfrutan sus flores, arbustos y sus añosos olivos.

Ha estado ahí por muchísimos años, incluso antes de que la plaza en si lo fuera. Otrora el hermoso parque de una lujosa mansión, fue diseñado por un paisajista francés que vino hacer fortuna al nuevo mundo aludiendo diplomas que así lo acreditaban, cuando apenas sí sabía distinguir una planta de la otra, pero como era de “las europas”, bastó con esto para que el eximio criollo que se encargaría del parque, quedase sin trabajo en favor del venido de Francia, todo un honor, para los dueños de la monumental estancia.

Una vez terminado el parque, no sin dificultades y largas demoras debido a la pésima calidad de los trabajadores —indios borrachos, flojos promiscuos, sin iniciativa y condenados a la mediocridad —según se quejó en infames excusas el paisajista, fue que se inauguró el parque de la familia Fernandez de Tejada, quienes en esplendorosa fiesta presentaron en sociedad a su hermosísima hija; la inigualable, envidiada por todas y pretendida hasta por los que no tenían chance alguna, la virginal y maravillosa Isabel; un sol en vida, un ángel terrenal hecha entera de azúcar glaseada, a la que rondaban sus pretendientes como hormigas, y a los que aplastaba con su indiferencia, ella, la más preciada de las maravillas.

En esa misma velada, un complaciente joven de alcurnia engalanada, embobado en ella fijó su ideario en conquistarla y millonario como era, volcó su desplante material y a punta de regalos fastuosos, logró que la fría indiferencia de esa sirena empiernada, mutase plácida su gélido temple al ver la preciosa estatutuilla que puso a sus pies tras meses de arduo cortejo; replica en miniatura de Isabel, fue mandada a instalar por el joven de los millones, en el novísimo y hermoso parque, de los bien hacendados progenitores.

El joven, que no contaba con más gracia que su fortuna, frondosa como el follaje de un roble, le fue heredada tras la muerte de su padre quién triste y en amarga sospecha que su mujer lo encuernaba, se vengó dejando a la bella viuda en indiferencia monetaria, mas su hijo en bestial complacencia, le asignó una suntuosa mesada que le permitió prolongar los lujos, las fiestas y sus indispensables clases de equitación, pues mantenía en secreto ahí, un romance de larga data con su maestro, y si bien pretendía ser de él su ama, se le deslizó sin tapujos y a destajo, en su amplia y acicalada cama.

El día de la boda fue como el inicio de un paseo en bote por un apacible y ancho rio. Un dineral se gastó en los más vanidosos, mínimos y superfluos detalles y el joven, con el corazón hinchado de falso orgullo, le dijo al oído mientras el obispo los bendecía —sonríe cielo mío, no te preocupes por nada, ya verás que todo en tu vida irá por buen camino —e Isabel feliz como jamás alguien la vio, le entregó al joven dichosa su destino.

Tres hijos en cuatro años contaba la pareja, el todavía joven marido ensanchó la frente e Isabel, ya no tan hermosa su contextura. La madre, que ya dejaba ver su avanzada edad, hizo aumentar su mesada para retener a su maestro e Isabel, celosa de su suegra la superó en caprichos mientras los gastos, como las olas que azotan el malecón, fueron carcomiendo más rápido que lento, la cada vez más desgastada ilusión.

La verdad se aproximó en silencio y atacó rápido como una serpiente, embobada en una realidad que se caía a pedazos, Isabel, ya casi sin contar con su belleza, ni con el batallón de criadas, ni la escopeta de billetes de su marido, le echó miradas inquisidoras y este asolado divisó perplejo, como se encabronaba el agua, del antes apacible rio.

El astuto maestro fue el primero en abandonar el bote —y es que ya no hay caballos para la excusa —le dijo cerrándole un ojo a la viuda que en total desesperación, corrió al socorro de su hijo —Todo va estar bien —le dijo indolente en su regazo e Isabel, al ver que el caudal los llevaba a una cascada, tomo sus joyas espejos e hijos, y huyó donde sus padres desesperada.

El joven no lo podía creer, de ser un millonario felizmente casado con la más hermosa mujer, quedó solo en compañía de su madre, con poco pelo y escasos recursos que le servirían a cualquier persona inteligente para emprender una buena empresa, pues nuestro joven y su madre sin amante, cayeron sin retorno, en la depresión más abismante.

La estatua en tanto, seguía intacta en el parque de los Fernandez de Tejada, perpetua y a su vez hermosa como lo fue Isabel, esta, enzarzada en desdicha la mandó a tapizar con hiedras para olvidar lo bella que fue y lo feliz que pudo haber sido si es que el ollón de oro de su marido, hubiese sido tan grande, como ella lo hubiese querido.

Y así quedó la estatua oculta en eterna belleza hasta que un día, muchísimos años después, un jardinero municipal la descubrió y presentó nuevamente en sociedad. "Gran descubrimiento en la Plaza de la Ilusión" anunció el matinal y el alcalde anunciando su restauración, mandó poner una placa dorada y la plaza con esto se puso de moda. Acudieron a ella hermosas madres primerizas, quienes rodeando la pequeña estatua de Isabel y en devoción a su belleza, veían dichosas sus hijos crecer, pero como todo lo que viene va y lo efímero desata la indiferencia, la estatua quedó nuevamente oculta a los ojos de los peatones, y es que en realidad no representa nada, salvo a la una vez muy hermosa, Isabel Fernandez de Tejada.



Texto agregado el 16-10-2021, y leído por 314 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
17-10-2021 Muy bien redactado, con un guiño de ironía, de ágil lectura y estilo prropio de la época. Te felicito Yvette27
17-10-2021 Me gusta el lenguaje! La parte de cómo llegan al bote no la entendí Gnomono
 
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