Me zarandeaste tan fuerte que se cayeron de mi piel las escamas que la protegían, la coraza que encubría mi ser melancólico pero real se fracturó sin remedio. La fantasía que creé basado en tu presencia se esfumó por entre el agujero del país de las maravillas. Mi regreso a la realidad de la existencia baldía fue por decir lo poco, fatal.

Mirarme desnudo, vulnerable y trémulo a la intemperie de los días eternamente nubados causó tanto estupor en mi espíritu que quise vestirme de muerte. El dilema. No me decidía entre el viaje pacífico o agónico; es que, siendo sincero, he merecido tanto el cielo como el infierno.

Del infierno no tengo miedo, me ha sido dado a cuentagotas desde que fui lanzado a la existencia. Al cielo sí que le temo, pues he aprendido, con los pocos atisbos que de él he tenido que a toda alegría le sigue el dolor, a los golpes sé que entre más grande la dicha más grande será la pena. Ya no deseo felicidad alguna, solo ruego poder cargar con el peso de mis dolores en paz. Solo pido tranquilidad.

Una botella de ron que nunca se agote, música que amenice mi soledad, papel y lápiz para escribir y la compañía inquieta de mis canes serían más que suficiente para contemplar, cual espectador desinteresado, el derrumbe de mi espíritu.