Los Creyentes
Este domingo, como todos los anteriores, los habitantes del pueblo se levantan temprano, visten sus cuerpos con sobrias ropas, salen de sus casas y se dirigen a la capilla, probablemente, la construcción de menor tamaño de la localidad, pero la que les reporta la mayor grandeza, según explican. Las familias, poco a poco, se reúnen en la calle principal, caminando muy ordenada y pausadamente, con las cabezas gachas, los niños de la mano de los padres, todos guardando un silencio sepulcral, seguro ensayan ya en sus cabezas las decenas de oraciones que repetirán, un verso a la vez, a continuación del cura, como es la costumbre que, dicho sea de paso, resulta muy similar a la que gobierna el divertido, aunque hoy poco frecuente, juego infantil conocido como Simón dice, en el cual todos ejecutan la orden sin detenerse siquiera a pensar en su conveniencia y, peor aún, sin entrar a debatir sobre la integridad moral de su emisor, la tarea es mucho más simple que aquélla, tan sólo se trata de hacer lo que dice Simón, nada más.
Al cabo de algunos minutos, llega el instante, como supongo imaginabas, en que los habitantes del pueblo hacen su ingreso a la capilla. Con la misma calma y solemnidad, van tomando asiento sin pronunciar palabra alguna, cada etapa ejecutándose con el más riguroso respeto, sólo se escucha el rumor de la gente disgregándose y acomodándose entre las extensas y peculiares bancas de madera. Algunos se saludan con fingida amabilidad, asintiendo ligeramente con la cabeza a la distancia y sonriendo, ocultando el real desinterés por la vida ajena, reprochable conducta que nos demuestra que existen dos tipos de sonrisas, las que se sienten de verdad y las que se esbozan en los labios.
El cura entra por una puerta de la pared del fondo de la capilla y los feligreses se ponen de pie como estudiantes tras la llegada del profesor. En ese momento, unos alaridos ensordecedores, gritados desde afuera, cortan el aire, de acuerdo al refrán, como con una navaja y provocan que todos volteen sus cabezas hacia atrás. Un viejo, conocido en la comunidad por su pobreza, sus cotidianas borracheras y por habérsele extraviado la vida, entra luciendo sin orgullo sus harapos y agitando su taza con una mano, haciendo tintinear la única moneda que yace en su interior, exclamando, Una ayudita, por favor, una ayudita, con esa voz desesperada que arranca no de la garganta, sino desde las profundidades inexploradas del alma. La incomodidad y los rostros malhumorados se propagan rápidamente entre la multitud, los padres cubren los ojos de sus hijos y alguien observa a otro alguien, ordenándole, con la inigualable precisión de los mandatos otorgados con la mirada, que acabase con tal deplorable espectáculo. El otro alguien obedece, coge al viejo por los brazos y lo saca fuera de la capilla, imprimiendo una fuerza que limita muy de cerca con la violencia. Los gritos se esfuman, el santuario vuelve a llenarse del silencio que amerita, la misa al fin puede comenzar, que Dios nos perdone este bochorno. El cura empieza, Simón dice que.
j.o.o.
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