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Inicio / Cuenteros Locales / vaya_vaya_las_palabras / El arte que pocos, poquísimos adultos pueden aprender

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Cuando yo era chico y veía a mi papá, me parecía estar viendo a una especie de súper héroe que podía contra todo y contra todos. Nadie le daba los treinta y ocho años que en realidad tenía. Y aunque le faltaran algunos estudios, yo igual lo admiraba por ser inteligente a su manera, por ser hábil y fuerte, por estar lleno de rulos como Maradona y además por correr tan rápido que nadie lo podía alcanzar. Más de una vez lo vi pegarse un martillazo en el dedo, hacerse un corte con el serrucho, pincharse con la punta de un clavo, sin siquiera quejarse. ¡Asombroso...!, pensaba yo. Y cada cosa que él hacía, yo también quería hacerla. Pero un día me enteré de que había solamente una cosa que papá no sabía hacer. Papá no sabía andar en bicicleta; mientras que yo sí sabía, y mi hermanita de seis años también.

¿Para qué quería él aprender esa única habilidad que le faltaba? A mi modo de ver, ni falta le hacía una bicicleta. Si él corría como el viento... Pero papá se puso firme, y cuando papá se ponía firme... Fue la primera vez que estuve preocupado con respecto a él, y se lo dije. Con el asunto de la bicicleta, yo quería preguntarle si tendría el tiempo necesario para llevarme a jugar al fútbol, como todos los fines de semana. Papá se sonrió y me dijo que "obvio, nene"; y a pesar de que él siempre cumplía sus promesas, tuve una sensación agrigulce. Por un lado estaba contento con seguir yendo a jugar a la pelota, pero por el otro lado me quedé decepcionado, porque nuestro equipo de fútbol ya no era el mismo sin su arquero titular: es decir papá. Hasta ese entonces lo mandábamos siempre al arco, que era un puesto muy aburrido que ni mis amigos ni yo queríamos ocupar. Sin embargo ahora sí teníamos que ocuparnos de eso, mientras veíamos a papá dejar su puesto vacante para irse a la callecita solitaria de al lado, donde intentaba aprender poquito a poco el arte de andar en bicicleta.

A veces éramos muchos los que íbamos a la canchita de fútbol. Esos fines de semana eran muy especiales para mí, ya que tenía la oportunidad de lucir mis habilidades futbolísticas adelante de la gente, entre ellos algunos tíos, tías y también mis primas y mi hermanita (mamá a veces se quedaba en casa). Una tarde encontramos que la canchita estaba ocupada por chicos de un barrio aledaño y tuvimos que esperar a un costado. Yo no estaba de buen humor. Pero a papá no le afectó en nada. Muy campante lo vi agarrar la bici y ponerse a practicar al costado de la canchita. Él se divertía demostrándonos que ya era capaz de hacer tramos cortos sin apoyar los pies en el suelo. Lo hacía con precausión porque al costado había una hilera de eucaliptos gigantes.

Hasta que a alguien (creo que fue mi tío) se le ocurrió la brillante idea de que papá tomara más envión. Me ofrecí yo a darle ese envión, imaginando que de esa manera favorecía su aprendizaje. Pero le di tanto envión que papá no se lo esperó. Fue la primera vez que lo vi asustado. Se asustó tanto que perdió dominio de la situación, permitiendo que la bici se desviara por sí misma en dirección a la hilera de eucaliptos. Aunque le gritábamos que apretara el freno y apoyara los pies en el suelo, al final papá no supo hacerlo bien y entonces lo vi estrellarse a gran velocidad contra un tronco gigante, que lo hizo salir despedido hacia un costado en medio de una gran polvareda.

Por suerte no sufrió daños mayores, solamente raspones. Pero su accidente no dejó de ser un blooper que le causó mucha gracia a toda la familia, incluso a los chicos que ocupaban en ese momento la canchita de fútbol. Desde esa vez papá abandonó la bicicleta para siempre. Yo también me olvidé enseguida de su blooper. La canchita de fútbol se desocupó y entonces me dediqué solamente a jugar, a exibirme, a demostrarle a mis amigos y parientes lo habilidoso que podía ser con una pelota de fútbol. Ni siquiera después, cuando ví en el patio de casa la bicileta con su rueda delantera un poco torcida, me pregunté por qué papá se dio tan fácilmente por vencido.

A veces yo veía la televisión y entendía poco acerca de que el país atravesaba otra mala época (otra de tantas), y aunque escuchaba que mamá y papá tenían ganas de hacerle ampliaciones y reparaciones a nuestra casa, evidentemente el dinero nos faltaba. Con dinero y sin dinero yo nunca dejé de ser feliz. Los fines de semana papá se levantaba temprano, mucho más temprano que todos. Desde mi cama lo escuchaba haciendo cosas en el patio. Ya a esa hora mi deseo era que por la tarde papá dispusiera de tiempo libre para llevarme a la canchita. Así yo sería más feliz todavía. Cosa que hubiera sido imposible si había el dinero suficiente para comprar ladrillos, hierros y materiales, ocupándose papá todo el día en ellos y hasta muy entrada la noche levantando una pared aquí, otra pared allá, y después revocándola o pintándola. En realidad yo podía ir sin papá a la canchita, pero no hubiera sido lo mismo.

Cuando era necesario, papá tenía ese algo mágico. Meses antes de su blooper con la bicleta, de un día para el otro la reparó casi a nueva solamente porque yo tenía ganas de volver a usarla. Salir a andar en bicicleta se había puesto otra vez de moda entre mis amigos, y yo quería participar. No sé de dónde sacó la plata, pero de repente la bici tenía pedales, manubrio, frenos, cubiertas, todo, hasta un par de banderines que flameaban con el viento. Creo que algunos de mis amigos me la envidiaban. Recién cuando dejé de usarla (la moda de andar en bici mermó enseguida) papá sintió que él también quería aprender a andar. Recién entonces me enteré de que no sabía. Cuando mis amigos lo vieron haciendo sus primeros intentos, un poco se sorprendieron. Tal vez porque sus papás sí sabían manejar una bici. Pero papá no daba el oído a esas cosas, él se divertía a su manera, ocupando el tiempo libre que rara vez tenía para sí mismo, aprendiendo algo nuevo al costado de la canchita.

Los fines de semana, y gracias a las charlas de sobremesa, yo me enteraba de que la vida de papá había sido muy difícil desde el principio. Él no hablaba mucho de eso, pero resultó que allá en el campo las cosas eran diferentes a las de acá, en la ciudad. Casi siempre era mi tía (hermana de papá) la encargada de revelarnos algún detalle nuevo sobre su infancia. Cuando la conversación giraba en torno a eso, papá casi no participaba. Entonces mis tíos nos miraban a mi hermanita y a mí, y nos decían que los chicos de la ciudad teníamos suerte, porque nadie nos despertaba antes de que el gallo cantara, para mandarnos a juntar leña y darle de comer a los animales. Con mi hermanita nos mirábamos y decíamos: "¿leña? ¿animales? ¿gallo?". Pero nos olvidábamos rápido de esas palabras. En las sobremesas mi tío era un especialista en contar historias de espanto y anécdotas de humor, que a mi me encantaban.

De lunes a viernes, la vida era distinta en casa. Mamá ponía el reloj a las siete de la mañana, para llevarnos al colegio a mi y a mi hermana. Pero a veces yo escuchaba sonar el reloj mucho antes, a las cinco de la mañana. Y en seguida a papá poniéndose la ropa de trabajo en su habitación, casi en silencio para que mamá pudiera seguir durmiendo. Por lo general, a esa hora hacia muchísimo frío y bien tapado con mis frasadas (si el sueño no me vencía de nuevo), tenía que aguzar los oídos para adivinar los movimientos de papá en la cocina, mientras se preparaba el desayuno. A la madrugada él era tan silencioso que apenitas abría la canilla del sanitario, seguramente para no despertarnos. Después lo escuchaba irse a la fábrica. Yo seguía durmiendo, igual que mi hermanita.

Al regresar del colegio, mamá nos tenía preparado el almuerzo (ya de adultos, mi hermana y yo nunca pudimos igualar sus milanesas con puré y jugo de limón, tan ricas). Yo terminaba de comer rápido, casi atragantándome. Después me iba a jugar al patio o a andar en bicicleta durante toda la hora de la siesta. Siempre jugaba solo, sin comprender por qué mis amigos nunca estaban disponibles a esa hora. Hasta que de nuevo mamá me llamaba adentro para hacer los deberes del colegio. Y aunque no me gustara, también me tenía preparado algún trabajito extra, como por ejemplo picar finito tres dientes de ajo o un poco de perejil. Solamente con la mirada, mamá me hacía entender que ella era una mujer severa. Pero a veces se relajaba y se ponía a tejer alguna bufanda o pullover grueso. Yo sabía que estaba tejiendo para papá, y mientras oía las agujas tintinear entre sus manos, mamá me contaba algunas cosas de la vida, y también de papá. De esa manera, desenredándole a mamá el ovillo de lana o a veces ayudándole a lavar los platos con la esponja patito, poco a poco fuí armando el rompecabezas de la vida, especialmente la de papá. Aunque su historia casi nunca estaba contada en primera persona, pude imaginármelo llegando tan joven a Buenos Aires con su bolsito, para vivir primero en la casa de parientes, durmiendo en un sillón, después aceptando un empleo de peón de albañilería porque en ese momento otra cosa no había (con razón tenía las manos tan callosas). Después la economía del país colapsó (para variar) pero sin esperárselo papá resultó beneficiado. Igual que a él, el "cordobazo" le permitió a muchos argentinos comprar su parcela de terreno y edificar su casa. Pero en este país el dinero nunca fue suficiente. Cuando papá hizo el blooper con la bicicleta, después de tantos años nuestra casa aún seguía en contrucción. Y a veces, si había dinero para los materiales, yo también ayudaba a construir.

Lo más extraño (por no decir bizarro) que sucedía en mi casa, era que algún compañero de trabajo de papá llegara de visita. De a poco fuí conociéndolos a casi todos. Había mucho de común entre ellos, gente rústica y de pronvincia en su gran mayoría, que había llegado a la ciudad en busca de una vida mejor. Algunos no me simpatizaban (a mamá tampoco) porque hablaban a los gritos. Pero cada uno tenía su propio e ingenioso sobrenombre, puesto por sus otros compañeros. A papá le decían de una manera que no recuerdo. Venían de visita siempre por la mañana, como si estuvieran acostumbradísimos a despertarse tan temprano. Eso también me molestaba, porque más de una vez me despertaron sus vozarrones desde la cocina-comedor. A veces papá se asomaba a mi habitación y me pedía que me levantara, no más para hacerme saludar a tal o cuál compañero. Yo refunfuñaba por dentro. Realmente me costaba esfuerzo desperezarme en la cama para ir al sanitario, donde me cepillaba los dientes y lavaba la cara casi en cámara lenta, con la esperanza de que la visita se despidiera lo más rápido posible. Igual que sus compañeros de trabajo, mis vecinos también eran amigables con papá. La única diferencia era que ellos se habían enterado de su blooper con la bicicleta. Conmigo, en cambio, eran menos amigables, pero la culpa era mía. De niño yo me escondía de la gente, y en ese aspecto era tan distinto a papá, que era sociable y saludaba a todo el mundo.

Después de ser estrellada contra el eucalipto, la bici no pudo usarse durante un tiempo. Mamá dijo que no había plata para reparación alguna. Durante la sobremesa, mis tíos también opinaron, claro, asegurando que el deber de todo hijo era apoyar a sus padres en cualquier situación, sin andar exigiéndoles imposibles. ¡Que opinaran! A mi qué me importaba. Si ellos decían eso era porque no entendían a los chicos, porque según mi manera de ver las cosas, un chico no podía ser un chico si le faltaba su bicicleta. Solamente papá no decía nada, aunque me parecía que su mirada lo decía todo. Entonces una tarde, fiel a su estilo, lo vi aparecer de sorpresa con una llanta nueva. Yo pegué un salto altísimo de alegría, a pesar de que mamá nos miraba con una cara... Lo ayudé a arreglar la bici, aunque me pareció que él solo la arregló en un periquete (me gustaba usar la palabra "periquete", me parecía divertida). Cuando terminó, yo me puse a probar la bici requete contento por todo el patio. Al rato me di cuenta de que papá ya había ordenado su caja de herramientas y se había metido en casa, a calentar la pavita para tomarse unos mates.

Más tarde, cuando empezaba a caer la noche, era yo el que estaba adentro de casa y papá afuera, haciendo cosas en el patio. Por la ventana veía pasar su sombra. Me parecieron raros sus movimientos y entonces me asomé, tapándome con la cortina para que papá no advirtiera mi presencia. Así esperé un poco, hasta que mi presentimiento estuvo justificado. Lo vi quedarse parado al lado de la bicicleta, mirándola. Probó si las ruedas estaban bien infladas. Después miró para todos lados. Pero no podía verme espiándolo desde la ventana. Cuando se creyó que estaba solo, se subió al asiento de la bici y en ese preciso momento yo presentí de nuevo algo. Algo que me transmitía el gesto de papá, su sonrisa antes de empezar a pedalear, y también después, al darse cuenta de que jamás podría, nuna jamás podría aprender el arte de andar en bicicleta. Pero su sonrisa, ahora que lo escribo me doy cuenta de que fue su sonrisa la que hizo un click en mi pecho, en ese latido del corazón que empezó a cambiar una manera de ver la vida.

Texto agregado el 07-10-2021, y leído por 824 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
23-01-2022 Que buen relato has descrito, tienes una profundidad y una simpleza que encantan, aprecias mucho la vida en familia, eso denotan tus letras. spirits
29-10-2021 Cuanta ternura y evocación hay en este relato. Es muy hermoso. Saludos, Sheisan
23-10-2021 Enternece tu historia, nostalgias, vivencias que traen recuerdos a veces buenos y a veces distinto a lo que hubiésemos querido que fuese, sin duda la vida tiene sus misterios ... Celebro tu escrito. Un abrazo Shou
16-10-2021 Un relato tiernísimo, en tu estilo prolijo que va entregando postales de recuerdos entrañables. Un padre singular, un sabelotodo que sin embargo no puede con ese desafío de equilibrarse en dos ruedas. Pero eso no tiene importancia, y tú lo aceptas, pues ese padre lleno de energía y empeño, llenó sus días construyendo y sobre todo, inculcando casi sin palabras un ejemplo de vida, digno de ser imjtado. Un gran abrazo. guidos
12-10-2021 Encantadora y enternecedora historia cargada de nostalgia. Me encantò leerla!!! Mayte2
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