Las almas repudian todo encierro
Luis Alberto Spinetta, Cantata de puentes amarillos
Fui consciente de las jaulas un día en que el cielo se llenó de nubes y quise ver formas en ellas: un camello, un ejército, una sonrisa, un dragón. Aquella tarde mi memoria empezó a funcionar: aprendí a jugar al fútbol y a ver el enorme muro de piedras que rodeaba mi ciudad. En él pintamos el arco con tizas y nos divertíamos en el parque que tenía a sus pies, bajo el cielo ámbar que anunciaba la llegada de la noche. Al cansarnos, nos acostábamos en el pasto para contar hasta el cielo cada piedra apilada en el muro. Cuando nos rendíamos, por falta de luz y velocidad para contar, el ámbar de los faroles dejaba en la penumbra a la cima de las rocas. Solo después de muchas semanas, cuando al fin dominé el sistema decimal, pude decir “Son cien piedras de altura”. Tuve que usar un telescopio de juguete que me compró papá para ver la cima justo antes del ocaso. Mi amiga, al oírme, sorprendida porque pude lograr la tan ansiada hazaña, me dijo “Vaya, eso es muy alto… ¿te imaginas subir hasta allá arriba y ver todo el mundo?”. Esa pregunta me persiguió el resto de mi vida. Por aquellos días tuve el sueño recurrente de ver cómo me montaba sobre la joroba del camello, mientras sonreía el cielo y me agarraba de las patas del dragón para caer sobre el gran ejército que marchaba bajo mis pies. “Subir hasta las nubes, ¿eh?”. Y así mi búsqueda empezó: tenía que llegar a lo más alto.
Nos gustaba buscar las lagartijas que corrían impacientes entre las grietas curvas del gran muro gris. Los besos de las rocas se prolongaban en él como las ramas de los árboles o las venas. Entre esos laberintos vivían nuestras víctimas de la pirotecnia y mutilación de colas. Las rocas eran casi infinitas, habían tantas de ellas como gente en la ciudad: tenían forma de trapecios, triángulos, pentágonos y más polígonos irregulares, con diferentes ángulos y proporciones. Decía mi mamá que había varias que tienen más de diez ángulos, pero son raras de hallar. Cada una medía entre 3 o 4 metros de altura, a veces más pequeñas, a veces más grandes. Estos muros formaban un enorme cuadrado que protegía a toda la ciudad de las bestias y los bárbaros que habitaban fuera de la civilización. En cada esquina de la muralla, protegían las entradas unos guardias. Les decían “los jinetes celestes” porque iban montados sobre sus corceles blancos con monturas turquesas.
Poco nos interesaban las noticias y enseñanzas que ellos nos contaban. Preferíamos jugar. Nuestros padres, en cambio, nos obligaban a ir con ellos para oír religiosamente esos discursos. La palabra de los jinetes los guiaba por el camino que debían recorrer para triunfar en la ciudad. Bajo el portón de barrotes, con la altura de 7 hombres, los profetas cantaban sus aforismos y reglas para el éxito personal, la trascendencia y la seguridad; según mis profesores del colegio, ellos lo sabían todo. Cuando apareció la pelusa en mi rostro y empezó a interesarme su discurso, grabé con mi antiguo teléfono uno de sus sermones. Siempre oí las mismas ideas, solo cambiaban las metáforas:
«Lunes, 17 de junio del dos mil (ininteligible: ruido blanco). Caminarás entre las abejas, miles y miles de ellas. Todas duermen en las colmenas cuando la jornada termine una vez cumplidas las metas. Construyamos más panales. Con más fuerzas habrá más miel. Endulzará el concreto, las bocinas, las filas y filas de autos y buses, y el espíritu de tormenta seca que se posa sobre las carreteras y nos abriga del sol. Se harán cada vez más dulces el banco, el mercado y el conflicto. La dulzura será de aquellos que menos duerman. Los que más entreguen sus manos. Lo antes posible. Sé diligente. De 8 a 6 puedes trabajar. Entre las corazas de lata viajarás. De 7 a 10 podrás estudiar. Parecerá duro y repetitivo. Pero todo lo justifica el futuro. Vive por el mañana. Eres el rey Midas y somos homúnculos gemelos de la alquimia. Lo que tocamos puede ser oro. Todos podemos lo mismo. Será dorado el periódico y el bisturí, el saber y el circo, la justicia y el poder, la vida y la muerte. No verás la esencia de todo ello. Pero con su riqueza sobrevivirás y obtendrás la paz que te mereces. El tipo de cambio subió 0.1 punto porcentual… Vender más. Fin del comunicado.»
Un jueves, de fecha que ya no recuerdo, un muchacho interrumpió el discurso protocolar. La congregación completa le lanzó un enjambre de miradas de indignación. El impertinente les estaba haciendo perder el tiempo. “¿Cómo puedes saber que basta con no dormir para llegar al paraíso? ¡Mis papás trabajan de sol a sol y en diez años no hemos conseguido nada!”. El jinete le respondió con los mismos discursos, pero el chico ya no lo oía, a pesar de que la boca se movía. La sorpresa fue mayor cuando el pórtico se abrió de en par en par. Sin dudarlo un segundo, el muchacho corrió y salió. Nadie lo detuvo.
Hablé de ese episodio con el grupo de estudios que frecuentaba por aquel entonces. Mi amigo Takeshi, revolviéndose los rulos, me miró con sus grandes ojos cafés y me dijo: “Dicen que afuera hay escaleras para subir el muro, en la facultad de mi hermano están locos por salir”. Recuerdo hasta hoy la ráfaga de curiosidad, deseo y emoción que esa respuesta me produjo. Había regresado aquel sueño de las nubes. “¿Y no saben cómo hacerlo?”, pregunté. “Sí, saben. Pero no todos están preparados para dejar de oír al guardia y abrir la reja”. “¿Preparados? Ese chico solo les dijo que sus consejos eran basura”. “Exacto. Eso tienes que demostrar”.
En ese momento, llegó la camioneta del papá de Takeshi y se ofreció a llevarme a casa para seguir con la charla en el camino. Padre e hijo no se llevaban de lo mejor, pero a mi amigo nunca le faltó nada. El señor era dueño de una distribuidora de leche. Él era natal; su esposa, de Japón. Takeshi me contó que su padre era un monstruo. “No le temo a los de afuera, le temo a él… a trabajar para alguien como él”. Entendía su preocupación. Mis papás sufrían mucho porque sus jefes eran explotadores. Llegaban muy tarde de trabajar y el dinero apenas nos alcanzaba para la comida y el alquiler. “Oye, ¿y si nos vamos? Quizá si nos quejamos de esta situación abriremos el portón”. Mirando al cielo con las manos en los bolsillos, dije inmediatamente “Vamos”.
Takeshi, Akira, su hermano, y yo hicimos las mochilas: guardamos ropa y comida. El sol ardía en todo su esplendor. El jinete dormitaba las consciencias del pueblo con su voz de trueno. Primero fue Akira: “Es falso que todos podamos lo mismo. Mi hermano estudia por nuestro dinero y su amigo por su inteligencia. ¡El mundo es injusto y no todos obtienen lo que se merecen!”. Cuando la reja se abrió, salió. Intentamos ir tras él, pero el jinete no nos dejó entrar. Esa fue la última vez que lo vi en muchos años. Takeshi le siguió: “La explotación obrera es un cáncer. Ellos trabajan mucho más que papá y ganan mucho menos. ¡Es una locura!”. Cuando él salió, esperé a mi turno. Supe que debía decir lo mío antes de partir: “La vida que este lugar ofrece no es para un obrero. Apenas le alcanza el dinero para subsistir. ¡Eso no es vivir, es solo sufrir!”. Entonces, un frío recorrió todo mi cuerpo. El desvanecer de un espejismo y la pasma congelaron mis ojos al ver que el jinete se desvanecía, se hacía polvo y volaba hacia la salida que se iba abriendo. Seguí las cenizas, con fuego en los pies y la sangre hirviendo. La luz escarlata del final del túnel me mostraba la libertad. Cada vez estaba más cerca de la cumbre.
En la entrada me esperaban Takeshi y un señor moreno y calvo. Su mirada era rígida y su ceño, fruncido. Su voz estaba imbuida de un convencimiento firme y receloso. “Te estaba esperando”, me dijo. Elevó su guardia y nos pidió que le siguiéramos. Era alto y en su uniforme caqui relucían los galones de seis barras doradas, que lo identificaban como coronel. En todo el camino habló de la historia de los muros, de cómo se había erigido el sistema de opresión contra el que luchábamos y cómo estos se construían en todas las ciudades de nuestra civilización. El cielo era del color de los labios de mamá cuando se maquillaba, de un escarlata oscuro. Nos embelesó ver por primera vez un cielo tan nítido. En nuestro muro la luz del cielo era un nicho, en ese lugar se abría como un campo de rosas. “Es el atardecer. Este lugar previene el ocaso del capital. Nosotros somos las manos del cambio”.
Mientras oíamos el relato sobre la deshumanización del capital y las lecciones de dialéctica, conocíamos los barrios obreros. Este era conformado por edificios llenos de quintas y sus ventanitas los hacían ver como palomares. En las puertas estaban sus moradores, a veces con un cigarro, a veces con una cerveza. Todos tenían cicatrices en la cara, el rostro quemado y vestían monos manchados con grasa de máquina. El enojo que se dibujaba en sus miradas me hizo recordar cuando Takeshi hablaba de su papá. Poco después vimos las fábricas y los talleres donde se procesaban la ropa, la comida y los muebles. También había una imprenta, que distinta a otras industrias, estaba custodiada por guardias armados. El coronel nos pidió que sigamos avanzando porque tenía una oferta para hacernos y que no podríamos rechazar. Casi llegando al centro, vi unas plazas donde se congregaban en ágoras los jóvenes y obreros para educarse sobre la economía y la política del otro lado del muro. Estas impresiones nos llenaron de entusiasmo, pues era como si todo lo que estábamos pensando en ese momento de nuestras vidas fuera tomando carne y forma. Entonces, el coronel nos dijo “Ahora que saben buena parte de la historia. ¿Van a luchar con nosotros por este cambio?”. Takeshi no dudó un segundo y aceptó. Yo, en cambio, tuve que preguntar por el mayor peso que cargaba mi espíritu: “¿Es cierto que hay una escalera para subir al muro aquí?”. El coronel sonrió, como si mi duda le hubiera causado una gran satisfacción. “Así es, pero para llegar a lo más alto del muro, deberás llegar a lo más alto del partido. ¿Qué tanto podrás escalar?”.
Al final del camino, llegamos al cuartel general del partido. Era una fortaleza gigantesca de ladrillos rojos resguardad por un gran ejército en la entrada que solicitaban la credencial de membresía del partido. El coronel intercedió por nosotros diciéndoles que pronto seríamos cadetes de la Revolución, y nos dejaron pasar. El palacio del partido era suntuoso y amplio. En los pasillos se posaban estatuas de los intelectuales que habían cimentado las ideas de libertad y comunidad. Las salas estaban llenas de hombres torvos, con largas barbas y cabelleras frondosas como las copas de los árboles, que discutían sobre el mejor método para destruir el muro. Nuestro objetivo era liberar a la gente que vivía bajo el yugo de los jinetes. Eso decía el cartel de la entrada al salón principal. En este recinto, de exclusivo acceso, se sentaban los siete líderes de la revolución sobre siete tronos y cada uno se hacía llamar como un día de la semana. Al inicio pensé que estaban en igualdad de condiciones, pero al instante noté que Domingo era, por su portento, carácter e iniciativa, el líder de facto. Mirándome, con gravidez y firmeza, nos dijo “¿Están listos para dar su vida por la Revolución?”. Takeshi y yo aceptamos sin chistar. “Gracias por acompañarme hasta aquí. Toda la vida pensé que no podría eliminar la maldad del mundo en que vivíamos. Ahora esta esperanza es mi vida entera”, me expresó mi amigo. Sonreí y le di la mano “Hasta la muerte, camarada”. Así comenzó mi ascenso por la liberación del pueblo que había abandonado.
Varios años pasaron desde que me integré al partido. Aprendí a no temerle a la muerte, a la inseguridad, al hambre y la decepción. La velocidad a la que ascendí sorprendió a muchos dirigentes, pero cada galón traía consigo un nuevo aire de desgracias. Cuando fui teniente, tuve que combatir en el muro contra uno de los jinetes y sus mercenarios. Takeshi y yo combatimos con ferocidad, pero el azar de la guerra suele actuar con injusticia. Solo recuerdo la mirada azul del soldado que se alzó con parsimonia, apuntó el cañón de su rifle y, con una frívola sonrisa, apretó el gatillo. Takeshi, que había derrotado a 10 soldados y tenía tres heridas de bala que ignoró hasta el final, murió frente a mis ojos por el disparo que recibió en el cuello. Mis lágrimas mezcladas con sangre caían sobre los rulos que siempre se revolvía cuando cavilaba dubitativo. Esa duda desapareció para siempre por la verdad última a la que Takeshi se sometía. Desde entonces, dejé crecer mi cabello e hice el juramento de proteger las causas por las que él entregó su vida.
Después de esa guerra ascendí a capitán y comencé a escribir una bitácora que perdí tiempo después. Siempre fui breve. Algunos aforismos que marcaron esta etapa de mi vida decían más o menos esto:
«Misión para ascender a mayor: Hoy recaudé impuestos a una familia numerosa. La señora me recordó a mamá cuando hacía las cuentas para pagar los servicios. ¿Esto es una misión por la Revolución o una injusticia disfrazada de buenas intenciones? No lo sé. Debo defender la memoria de Takeshi.
Misión para ascender a comandante: Al fin obtuve permiso para subir las escaleras. La burocracia del partido evita que se termine la obra. Varios obreros murieron esperando en las alturas. ¿Takeshi hubiera querido ver esto?
Misión para ascender a coronel: Supervisando las finanzas, vi que estamos arruinados. Sin embargo, los altos cargos gozamos de grandes privilegios. Si asciendo, podré revisar las bases teóricas del partido en las bibliotecas. Los disidentes mueren en cárceles frías. Defenderé la verdadera voluntad de Takeshi.»
Las bibliotecas eran muy apreciadas por el partido, pues eran los palacios del conocimiento, tanto en metáfora como en arquitectura. La ciudad contaba con seis de ellas en cada uno de sus extremos para que la cultura esté al alcance de todos por igual. Los anaqueles parecían infinitos y seguirlos te llevaba a bóvedas fantasmales, cubiertas por el polvo y telarañas del olvido. Los bibliotecarios decían que eran libros muy viejos y que sus ideas ya estaban resumidas en los tomos más actualizados. En secreto me infiltré y comencé a leer a los ilustrados de la Revolución francesa: Montesquieu, Rousseau, Diderot y D’alambert. Tenía la barba poblada y revolvía mis rulos mientras leía sobre la libertad de conciencia. Mis experiencias en el Ejército Revolucionario fortalecían mis nuevas ideas. Así, empecé a explorar los anaqueles de polvo del resto de bibliotecas para buscar respuestas más claras. Encontré historias e ideas ya conocidas, incluso había crónicas que narraban otras versiones de grandes eventos culturales. Los mismos protagonistas perdían o ganaban las mismas guerras; uno de los Viernes del siglo XIX era tratado como loco por unos y como visionario por otros; hubo un Lunes ejecutado por organizar orgías, según unos, o por rebelarse contra la Revolución, según otros; y así, entre las bifurcaciones documentales, me encaminé a la nebulosa de la incertidumbre.
Por encargo de Martes, fui a buscar un libro de estrategias de guerra. Entre los tomos de balística y guerrillas, encontré un libro misterioso, lleno de telarañas y bastante apolillado. Era como un lunar entre los encuadernados renovados. Lo tomé y noté que su índice era de otro mundo: había nacido de un hijo de la reacción revolucionaria. Estaba lleno de notas de uno de los Jueves que fue ejecutado por crímenes contra el partido. A pesar de ser uno de los máximos líderes en la historia, se nos prohibía investigar sobre él. En sus escritos destruía la rigidez de nuestras doctrinas: era como recibir un mazazo en la cabeza. Era implacable: cantaba sobre la esclavitud romántica a la que nos sometimos en el partido. Sobre cómo el amor a nuestras ideas nos hizo tolerar la miseria, el yugo y la opresión en nombre de la libertad. Recordé los rostros quemados, las miradas iracundas, las lágrimas hambrientas y todas las vidas que vi apagarse en el muro, entre ellas la de Takeshi. Fue como un relámpago que incendió un bosque.
Cuando salí de la biblioteca, me espíritu se quebró totalmente. Sobre ella se alzaba, mucho más grande que el muro de piedras del que salí años atrás, una jaula dorada. Esta cubría todas nuestras fronteras y era conectada por cada biblioteca del partido: la jaula era hexagonal. Recordé los campos de concentración en los que relegaban a “los locos”. Recordé sus testimonios absurdos sobre una jaula gigante que cercaba el mismísimo infierno. Para los miembros del partido eran disparates. Nadie era capaz de verla y hoy, por fin, la había descubierto. Volví a sentir el encierro del muro gris, pero esta vez brillaba por su peligrosidad. Conversar con alguien de mi visión sería un suicidio. ¿Pero qué podía hacer? ¿Morir o escapar? Cualquiera me llevaba a mi libertad. Con el corazón en la garganta, habían desaparecido todas las justificaciones que me mantenían en ese lugar.
Trémulo de preocupación y ansiedad, regresé a la biblioteca a meditar. ¿Cómo salir? Nunca antes lo había intentado. Lo pensé por muchas semanas. Me recordó aquella vez que demoré en contar las rocas del muro. Pensaba en que los dirigentes del partido empezaban a preocuparse por mi encierro entre los libros. En mi cabeza veía miles de escenarios en los que era capturado y fusilado por el Partido. Asimismo, comencé a ver en los libros las estrellas y el universo, el eros y el tánatos la ciencia y la poesía, las leyendas y la historia. Bajé mucho de peso y adopté una tristísima figura. Entonces, cuando las ilusiones poéticas ya habían nublado casi por completo mi juicio, un hombre ciego, vestido de toga, con un tomo de La República entre sus manos, tocó mi hombro. “Este ya no es tu lugar. Pronto te hallarán y serás asesinado por revisionista”, me dijo. “No puedo hacer más, estoy encerrado en el deber”, le respondí. “¿Disculpa? No te oí bien”, contestó, desde su escritorio, el bibliotecario. “No hablo con usted, disculpe”. “¿Entonces con quién habla? No me diga que ya enloqueció, sería una pena ver a uno más, en especial tú”. Mis razonamientos habían adquirido tal velocidad que resolví el misterio en un instante: si el bibliotecario no veía al hombre que tenía a mi lado, solo yo lo podía ver. Recordé el momento en que dejé de ver al jinete. “Así es, nosotros somos los guardianes de este recinto. Pero no impedimos la deserción, más bien la alentamos. Si me oyes y me ves es porque tu espíritu ya no encaja en esta tierra imperfecta”. Diciendo esto, el hombre me extendió la mano y me invitó a acompañarlo. Miré al suelo, la montaña de libros leídos sobre mi mesa y sin más, lo acompañé. Entre el polvo y las arañas, un par de libreros, llenos de tomos apolillados de Aristóteles, Gayo, Virgilio, Santo Tomás, Descartes y muchos más, se abrieron lentamente y mostraban un túnel oscuro repleto de muchos más volúmenes viejos. ¿Había llegado el momento de mi descenso? Estaba por descubrirlo.
Al otro lado no me esperaba nadie. Un portón cuadrado con dos estatuas de dragones medievales me daba la bienvenida. El cielo tenía el profundo azul de los ojos del soldado que mató a Takeshi. En medio de la ciudad, una torre se alzaba gloriosa y brillante. “Esas son por lo menos 700 rocas”, pensé. Bajo su sombra, los cines, discotecas y bares eran cubiertos por un halo de neón. Los parques eran nítidos arco iris llenos de flores; las pistas estaban colmadas de autos modernos y buses repletos. Las sonrisas se dibujaban en los rostros de la gente que iba bien vestida. A pesar de que llegué como pordiosero, nadie se conmiseró. Solo un policía que transitaba por ahí me preguntó si era extranjero. Respondí que fui miembro del Partido Revolucionario y entré por el portón de los dragones. Sorprendido, como si hubiera hallado un tesoro, me pidió que le acompañe. Subí a su patrulla y conversamos todo el camino. Me preguntaba mucho de historia y filosofía (situación extraña al tratarse de un oficial), por lo que pude contestarle con naturalidad y buen juicio después de todas las lecturas en las que me había sumido. Su mirada no dejaba de llenarse de aprobación. El resto pareció un sueño: llegamos a la Torre de los Sabios.
Dos hombres de traje negro cuidaban la enorme puerta abierta. Afuera de ella había varias personas sentadas en bancas, afilando cuchillos, conversando, bebiendo, tejiendo, durmiendo y demás. Los ojos impacientes de esa multitud se alimentaban de la demencia y la ansiedad. Mi acompañante comentó que estaban esperando a entrar, aunque la torre y sus bondades eran de goce público, por alguna razón no podían pasar. Cuando llegué ante los hombres de negro, me observaron extrañados por mis harapos y dijeron “La justicia yace aquí. La entrada cuesta la palabra”. No supe qué responder ante tal verso y me limité a asentir “Está bien”. “Puede pasar”, respondieron. Atrás de mí, el murmullo de fascinación y extrañeza de la multitud sonaba como el arrullo de un río. Me volví para verlos y noté que se habían paralizado. El oficial me disipó de la distracción al darme un audífono para aprender de la “Ciudad de la estabilidad”. Así, empecé a oír una introducción musical, que me invitaba al sopor y la comodidad para luego empezar la guía. La grabación calzó perfectamente con cada piso que fui visitando en el ascensor, hasta el final:
«BIENVENIDO A LA TORRE DE LOS SABIOS DE LA CIUDAD DE LA ESTABILIDAD. Nuestra divisa es Seguridad, Identidad y Democracia. La torre que usted está visitando aloja a quienes muestran interés por el bien común de nuestra comunidad. La gestión, las leyes y las finanzas son pensadas aquí, bajo los últimos modelos de gobernanza, perfectos para asegurar el progreso social y económico. Todos pueden entrar mediante una simple solicitud a nuestros guardias. Sin embargo, no todos pueden oírlos por su testarudez y egoísmo. Así suelen ser las personas que viven afuera de la torre: desinteresadas de la política, con el único anhelo de trabajar y pagarse una muerte tranquila y sin emoción. Ellos entregan su fuerza y nosotros les damos la seguridad que buscan.
» La Torre cuenta con siete niveles de decisión. Lo dispuesto por un nivel inferior sube al siguiente para ser revisado por la instancia superior. En el último piso, los interventores decidirán y cambiarán la norma que crean conveniente.
» Este es el primer nivel, aquí los estudiosos observan directamente a los salvajes y emiten un informe con sus recomendaciones. Suelen alojarse estudiantes universitarios y profesores, para gastarse en discusiones teóricas muy meticulosas. (Las ventanas estaban cubiertas por libros. Casi todos usaban gafas gruesas.)
» Este es el segundo nivel, aquí se gesta la moral y los valores que la sociedad debería seguir. Se debate si las políticas deben ser de derecha o de izquierda. Suelen suscitarse conflictos intensos e irreconciliables, pero la ley establece que deben lograr un consenso. (Nadie debatía, al menos con palabras. Casi todos usaban el celular con un hálito de furia.)
» Este es el tercer nivel, aquí se sintetizan los hechos y los valores con frases sencillas de digerir. Este nivel tiene una gran cantidad de imprentas, pues también se encargan de editar la prensa para mantener informada a la población. Los periodistas suelen ser menos conflictivos, dependiendo de cómo se lleven con los niveles superiores. (¡No había nadie!)
» Este es el cuarto nivel y aloja a los que empezaron su acción política. Aquí debaten los dirigentes sindicales, los militantes de los partidos y representantes de ciertos vecindarios. Su función es escoger a los candidatos que deberán subir al siguiente nivel y revisar qué información debía considerarse para hacer normas. (Me empezó a preocupar por qué no había nadie aquí también.)
» Este es el quinto nivel, el de los legisladores. Con toda la información procesada, se idea la dirección de la salud, la educación, la economía, el trabajo, la seguridad, etc. La creatividad aquí es la clave. (Vi gente durmiendo y otros distraídos. Nadie hablaba.)
» Este es el sexto nivel, el de los jueces. Aquí revisan las leyes y las aprueban. También se encargan de resolver los problemas en la comunidad. El orden es la prioridad. (Montañas de papel gobernaban un infinito correr de funcionarios y asistentes. El caos era evidente.)
» Finalmente, llegamos al séptimo nivel. Aquí se alojan los interventores. Ellos son los encargados de cambiar el mundo con las decisiones tomadas niveles abajo. El tablón que se erige sobre el centro está colmado de reglas qué modificar. Aquí se resguarda que la estructura social sea coherente y que las leyes hagan del mundo un lugar perfecto.»
El último nivel estaba copado de gente. Los salones vibraban por la intensidad de las fiestas y banquetes. Quizá aquí estarían los periodistas y militantes políticos. Cavilaba sobre ello, revolviendo mi cabellera, cuando el policía se despidió y recibió unos billetes de un hombre gordo y calvo. “Ya me contaron que vienes del infierno, eh. Imagino que eres muy inteligente” dijo. Me dio una llave con un número y me pidió que vaya a tomar un baño a esa habitación y me vista como “persona”. Al cumplir ese mandato, una jovencita me esperaba afuera de la habitación para acariciar mi melena y llevarme a un salón de belleza. Me cortaron el cabello, rasuraron mi barba y me pusieron perfume. Al salir de ese trajín, que tomó horas, el hombre gordo me miró extrañado después de mi metamorfosis, como si me reconociera. Después de un largo silencio, dijo “Eres tú, ¿verdad? ¿Fernando? ¡Soy yo, Akira!”.
Había perdido la cuenta de los años que pasé sin oír mi nombre y ver a Akira. Le conté a lo sucedido con Takeshi, pero no reaccionó como esperaba. “Vaya, qué lástima” dijo sin parpadear ni cambiar la expresión de su mirada. Ni una congoja, ni una lágrima. Inmediatamente, me comentó los negocios y proyectos que los interventores “de verdad” defendían. Traté de escucharlo, a pesar de mi sorpresa por su indolencia. Con él, otros seis sujetos se encargaban de tomar las decisiones económicas del país. El concejo estaba en el punto más alto de la torre. Ahí estaba la sala de conferencias. Desde ese lugar se dirigían las cadenas empresariales más poderosas. Los miembros del concejo, todos sin excepción, eran los dueños o administradores de las grandes compañías: agua, luz, alimentación o medicinas. “Nosotros mantenemos este mundo en total perfección, como verás. Quiero que nos acompañes, Fernando. Soy el único de los interventores que no viene del infierno revolucionario, por eso te traje.”, me dijo afuera de la puerta de la sala de los gobernantes. Abrió la puerta y vi una escena que rayaba entre lo absurdo y lo imaginario.
Los seis interventores borrachos de euforia golpeaban sus cabezas contra la pared una y otra vez. Los informes con los sellos de los niveles inferiores tapizaban el suelo embarrado de ron, whisky y cerveza. La sala, llena de pizarras y pantallas que detallaban los tipos de cambio y otros datos que servían para gobernar, estaba cubierta por un vaho al que solo le faltaba una chispa para estallar. Akira se les unió después de aspirar un poco de la cocaína que se amontonaba entre los registros contables y libros de economía apilados en la mesa de conferencias. “¡Ya verás lo divertido que es gobernar! Apuesto que serás muy útil, Fernando” dijo golpeando con placer su frente contra la pared.
Observé en silencio cómo la sangre se imprimía en la pared que golpeaban. Mi confusión ante esos dementes se asemejaba a la que sentía cuando me acostaba en el pasto de los parques a contar las piedras del muro. De pronto, una extraña ambición, que había abandonado con el pasar de los años, me llevó hacia la terraza, cuya puerta me llamaba al final de la habitación. Ante mis ojos vi abrirse el cielo, de un intenso amarillo, y bajo mis pies, el mundo entero. A mi lado descansaba un telescopio oxidado que tenía la inscripción “Basta un punto de apoyo para ver el infinito”. Sin más, tomé el catalejo y lo que vi no podría ser descrito con palabras tal y como fue. El lenguaje es sucesivo, mi visión fue simultánea. Vi el gobierno de la demencia: un sicario llevaba el pan, manchado de sangre, a sus hijos; una mujer hacía el amor bajo la marca de lo prohibido; multitudes peleaban por entrar a comprar a un centro comercial; un pirómano incendiaba una casa por la noche, los niños se calcinaban; una orgía celebrada en secreto por políticos y empresarios, mientras la hambruna aniquilaba comunidades enteras; un muchacho vacío, con el cuerpo alterado por cirugías, sonriendo con la mirada blanca; espectáculos que obtenían aplausos a cambio del sufrimiento de una muchacha; una intervención médica no realizada porque el paciente no podía pagar por salvar su vida; marchas que enarbolaban banderas de todos los colores, separadas por grupúsculos, atomizados como un rompecabezas; varios obreros bebiendo sobre la carretera que no podían terminar hasta recibir la orden; un vagabundo acomodando la sala: la mesa, la repisa y el sillón… bajo el puente y la carretera; un hombre lloraba dentro de un cubículo.
A mis espaldas, los gobernantes del mundo perfecto bailaban sin tregua y se golpeaban más la cabeza contra la pared. “¿Van a morir?”, me preguntaba mientras la desolación acababa conmigo. ¿La meta no fue suficiente? ¿No debería sentir la plenitud del éxito tras haber conseguido, sin consciencia, la cumbre que tanto soñé? Alcé la cabeza y en silencio caí de rodillas cerca de la cornisa de la torre: una enorme jaula de hielo se alzaba imponente sobre la ciudad. Mi corazón se hizo polvo. El abismo bajo mis pies se veía tan dulce como el vuelo de un ave al salir del encierro. Ya no quería ver las jaulas nunca más.
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