Cuando a Bucosquillo- había quien lo escribía Bukosquillo- se le ocurrió aquel título (el puente letal, la estatua siniestra y el parque de la locura) no supo cómo completarlo, por muy sugerente-sugestivo que resultara. Se lo había gastado todo en el título. Un título, por otra parte, bastante potente. Pero a ver cómo le daba desarrollo. Y, ya no tanto, desarrollo, sino, inclusive, concordancia-coherencia.
Bien pensado, se podía uno imaginar una estatua siniestra en un parque que albergara un puente. Un puente letal, para más señas. El mundo estaba lleno de ellos. Cuando dijo, ya está: los jardincillos de la ciudad de provincias donde me he criado. Tenían puente y estatuas. La gente los llamaba jardinillos, y estaban tan mal iluminados y ajados por el tiempo, que no era extraño que infundieran locura.
Ya lo han adivinado, Bokusquillo era un remedo de Bukowski- el gran Charles Bukowski- pero en español, y concretamente de la Mancha.
Una lágrima, entonces, surcó su mejilla izquierda: aquellos jardinillos eran su infancia. Y aquí encontró la coherencia: aquella estampa alegre de su primera niñez se había transformado en letalidad y locura siniestra.
Emprendió un largo viaje, por tanto. Algo le decía que allí- en aquel parque con puente y estatua- encontraría algo. Quizá, nada más y nada menos, que a sí mismo. Y llegó de noche. Nada más dejar el equipaje en el primer hotel que encontró, se dirigió presto al parque. Las estatuas no eran tan idílicas como las recordaba, y el puente- rematado con una glorieta como las que emplean las bandas de música en los parques- apenas daba para un chapuzón. Quizá- pensó-, si te tiras de cabeza...(por lo que a letalidad se refiere). Aquel parque estaba completamente abandonado. Es decir: la gente lo circundaba antes que atravesarlo. Y ahí encontró su letalidad en forma de locura. Ayudaba bastante que estuviera, no ya mal, sino desiluminado. Los frondosos setos de otro tiempo, secos y puntiagudos, con, no ya ramas, sino palos. Alguien debería hacer algo- pensó-, y subió la escalera que conducía al puente de la glorieta. Sólo faltaba la estatua siniestra. Y la encontró, y con ella parte de su infancia. Un niño de rizados cabellos de mármol al lado de un delfín- con un pitorro, por el que ya no salía agua como en otro tiempo, por la punta de su boca- cuya visión, sin embargo, le hizo, extrañamente, estremecerse un poco.
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