Juliano encabezaba la silenciosa marcha caminando con andar rápido y seguro; sigiloso miraba algo desconfiado hacia ambos lados del estrecho pasaje. Detrás de él (con paso errático), Marcoleta trataba de mantener el ritmo de la marcha.
_ ¡Cuidado!_ Grité al percatarme que aquella pesada camioneta nos embestía a exceso de velocidad, empujé a mis dos amigos cayendo a un lado del polvoriento sendero.
_ ¡Mueran rockeros hijos de puta!_ Clamarían desde adentro del vehículo.
_ ¡Ese conchasumadre casi nos mata!_ Dijo mi hermano cuando lo ayudaba a levantarse.
A doscientos metros más adelante, la observamos deteniéndose frente a un semáforo. Las carcajadas del conductor podían escucharse a la distancia. Marcoleta recogería un madero desde un basural cercano, comenzando a correr en dirección del imbécil.
La luz roja cambió, pero el vehículo se negó a moverse. Con Juliano correríamos al escuchar los reiterados fogonazos del motor negándose a encender.
Cuando estábamos cerca, pude ver a Marcoleta sobre el techo golpeando con locura inusitada los vidrios. La cúpula principal reventó en mil pedazos, pero se resistió a desprenderse.
Juliano se encargó de las luces, mientras yo destruía sendos focos neblineros instalados a cada costado de las puertas.
Adentro el conductor abrazaba a su pareja que no paraba de llorar y gritar que los íbamos a matar.
Al décimo séptimo intento el motor encendió, y ambos salieron disparados a pesar que la nueva luz roja del semáforo se los impedía.
Los vimos huir dejando atrás vidrio molido, los espejos retrovisores y laterales, las luces neblineras, hasta el parachoques delantero.
_ Nada como la justicia poética_ Dijo Juliano sudando y riendo.
_ Estás palizas me dan sed_ Arremetió Marcoleta_ ¿Quién quiere una cerveza bien fría?
_ Si nos apuramos encontramos el bar de Antonio abierto_ Arremetí_ Allí siempre hay buena cerveza artesanal.