Nadie me obligó a sentir esa tristeza (ni siquiera ella), esa soledad, desilusión, incluso esa inesperada taquicardia y hasta una buena dosis de desesperación. Era incapaz de creérmelo. Después de todo, mis intenciones eran buenas, siempre habían sido buenas, y para no desentonar ese día, quería volver a visitarla en su trabajo solamente para saber cómo se encontraba de salud, de dinero, de ¿amor? Porque tal vez ella necesitaba que alguien le brindara ese poquito de ayuda que hoy en día nos hace tanta falta. Nadie puede ganar el dinero suficiente en un pequeño negocio donde intentan reparar teléfonos celulares. Y mucho menos una joven mujer. Para colmo hacía casi tres semanas que no tenía noticias suyas y mi cabeza empezaba a llenarse de preguntas. ¿Se le habrá ido la tos? ¿Su jefe le pagará el salario puntualmente? En una mañana soleada y hermosa, otoñal hasta la satisfacción, me resultó agradable zigzaguear por algunas callecitas tranquilas de Liniers mientras mis pensamientos se dejaban llevar y de a poco iba acercándome al local donde ella estaría ocupando su asiento de siempre, casi al borde de la vereda. En veces anteriores la había encontrado charlando animadamente con una compañera de trabajo, con la única que había pegado buena onda. Pero esta vez me alarmé porque ella no estaba y en su asiento había otro empleado, una persona que yo nunca había visto. A su compañera de trabajo la encontré en el fondo del local y al verme se hizo la distraída.
Sin perder un segundo pregunté qué había ocurrido, por qué en el asiento más próximo a la vereda había una persona desconocida. Antes de respondeme, su compañera de trabajo me miró a los ojos sin disimular lo que sentía, una mezcla de tristeza, compasión, cansancio. Cuando por fin escuché su respuesta, mi primera reacción fue la de no creerle, porque no podía hacerlo o sencillamente me negaba. Entonces di un paso atrás y agaché levemente la cabeza. Se quedaron mirándome en silencio, como si respetaran lo que mi cuerpo sí asimilaba y creía, esa verdad por mí tan temida. Sentí las piernas aflojándose hasta que esa sensación horrible me cubrió por completo.
Salí a la vereda, sentí el sol en la cara, los ojos un poco húmedos, y tal vez quise llevarme la mano al pecho, donde tenía la sensación de que ahora sí, la distancia entre nosotros ya era tanta, tan real y contundente que fácilmente me desbordaba el corazón hasta el punto más alto del ahogo. "Se fue para siempre", me dije, "se volvió a su país sin siquiera despedirse."
La gente solamente pasaba por mi lado. Enseguida intenté algo como un manotazo de ahogado, es decir marcar ese número de teléfono que, claro, estaba fuera de servicio (y lo estaría para siempre, por lo menos para mí).
Entonces hice algo impensado, al llegar a la avenida Rivadavia me subí al primer colectivo que pasó. Viajé parado, incómodo, mal, zarandeado por los volantazos y las frenadas del conductor. Pero a mi no me importaba nada de eso, estaba llorando agarrado al pasamanos (porque los hombres también lloramos, y más cuando nos equivocamos tanto) Del otro lado de la ventanilla vi pasar fragmentos de la cuidad. Me bajé en Plaza Italia, que me pareció desconocida. Después caminé hasta el Rosedal, donde me encontré con muchos recuerdos que no hicieron otra cosa que hacerme llorar hasta sentirme vaciado. Sí, yo era lo más parecido a un mazoquista patéticamente sentado bajo la sombra de un árbol. Cuando salí de ahí y el sol me dio otra vez en la cara, odié la vida porque era tan implacable que me obligaba a seguir, volver a casa aún cuando el corazón miraba en la dirección contraria, como queriendo hacer un agujero en mi pecho para salirse de mí.
Y todavía faltaba algo, una sorpresa que en ese momento no supe definir (ahora sí).
De regreso a casa, levanté la cabeza y vi a un grupo de adolescentes que hacía piruetas en sus skates. Una jovencita llamó mi atención. Lo que fue asombroso, porque era casi imposible ver a esa personita entre tantos otros chicos y chicas. También era doloroso porque solamente ella era tan parecida, tan tan parecida, que no quise pensar en que fueran idénticas. Las facciones adolescentes de esa cara que reía en cada brinco del sckate, la nariz pequeña y un poco aguileña, el pelo prolijamente despeinado con su flequillo al viento, y sobre todo la mirada risueña, despreocupada, casi trasparente, me hicieron temblar de miedo al imaginar que sería imposible olvidar a alguien que no nos ama, comprender que a veces por delante nos espera un larguísimo tiempo de duelo. Y lo comprobé. De la misma manera que observé a esa jovencita montada en un skate sin que se diera cuenta de mi presencia, de frente, de perfil, diez años más joven que "ella" (la verdadera ella), aquí y ahora en este país y no en el extranjero pero de alguna manera siempre ella, me tocó volver a verla diez, veinte, treinta años más vieja aquí y ahora en una verdulería o en un kiosko cualquiera, lo mismo que en el colectivo varias veces, y hasta en una fila de gente en el cajero automático, con dos personas de por medio; tan desfasados ella y yo, tan fuera de tiempo, que siempre me pareció absurdo acercarme, tocarle la espalda, mostrarme, darle la oportunidad de que no se fuera otra vez y se olvidara de decirme adiós. |