““Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el corazón de tanto usarlo.”” - E. Galeano
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Por fin lo entendí, que el corazón no es un pozo de amor sin fondo
que se puede dar tanto tantísimo amor, que desde los más profundo del ser algo dice: basta ya.
Que esa voz que suena es el corazón.
Que el corazón no es esa entidad que actúa por cuenta propia
Que razona, que tiene límites, y que se cansa.
Que hasta el amor más puro se harta de esperar y de no entender.
Que entre pecho y espalda no hay un órgano débil, blando y crédulo.
Que en realidad está listo para la pelea y que es un guardián valiente.
¿Qué guarda? Pues el alma misma, el alma latiendo llena de ansias de vida.
Que el corazón es el yugo más fuerte, pero también el guerrero más hábil.
Que antes de decir no puedo más, ya ha dicho muchas veces antes: por favor para, para que no quiero. Para que me duele.
Que, a veces, debe hacer uso de las armas más corrosivas para hacerse escuchar: transformar el amor en sufrimiento, el sufrimiento en rabia, la rabia en desidia. Él sabe muy bien que nada puede con la desidia.
¿Y qué queda al final? Un corazón roto de tanto usarlo, un corazón resentido de no haber sido escuchado a tiempo, un corazón en proceso de curación para cuando se acerque la siguiente vez.
¿Qué pensaste? ¿Qué el corazón desistiría tan fácil? Ya lo he dicho que es el mejor guerrero, no tiene miedo de volver entrar a la batalla. Tal vez necesite reagruparse, pero no será por siempre.
Peleará y peleará hasta que encuentre el lugar en donde pueda entender que el amor no es un campo de batalla. Peleará hasta comprender que la vida es muy corta para estar todo el tiempo en guerra.
Peleará hasta que llegue al lugar donde pueda descansar, sanar sus heridas, donde pueda decir tranquilamente: aquí ya no se ama con odio, aquí se ama con paz… aquí me quedo.
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