Ella me miró con un ojo (eso creo porque estaba de perfil).
Y luego se quedó así. Por 5 minutos o más (no me detuve a vigilarla). Pues tenía que darme un baño. – Pareciera que no salimos, sin embargo, creo que nunca hemos salido, pues siempre estábamos aislados en nuestra cotidianidad (lo decía por experiencia propia): dormir, trabajar, ir a la tienda por unos bizcochuelos, almorzar, regresar a laborar, irme a casa cuando rayaba el anochecer (exagero de puntualidad, casi siempre me iba cuando era de noche), mirar informativos (digo por si alguno lo hacía antes de que se diera la noticia del coronavirus), revisar las redes sociales, y dormir.
Pero nunca me daba el tiempo de salir de ese círculo, y detenerme a observar si la luna estaba en cuarto creciente o menguante, o si ya era tiempo para sacar la piedrecilla que estaba alojada en mi zapato gracias a la última raspadura que se hizo cuando circulaba por la ciudad de ida a mi trabajo aquella última vez, en medio de tanta gente, gente que seguramente también estaban haciendo lo mismo. Lastimosamente, creo que la historia de la piedrecilla hubiera sido la misma si se alojaba en el calzado de otro individuo a esa hora y en ese lugar. O ¿qué dices? – le pregunté a la lagartija. Se había ido. Entonces me di cuenta que ese antipático animalejo no me había prestado atención, no como la araña de la esquina del techo de la ducha, ella sí, ella sí había oído mi ocasional reflexión, pues quizá me comprendía, porque nunca salía de sus pequeña telaraña, vivía en cuarentena por decisión propia, en esa miserable esquina a dos metros y medio de pisar suelo. A menos que alguien la espantara.
Acto seguido, la desalojé con un plumero y me desinfecté con agüita y con jabón. |