El desencuentro
por Isabel Rodas
Sentada frente a la PC, espera. No sabe quién es ése que día tras día la hace vibrar a través del teclado y el monitor. Hace ya unos meses, cuando sus hijos duermen y su marido no está en la casa, pués trabaja de noche, ella se conecta por internet a chatear con él.
Las tareas de la casa, que antes le resultaban amenas, hoy la agobian, entonces hace lo imprescindible. Los juegos de sus hijos que antes la enternecían, hoy la irritan. Sólo espera la noche, para compartir sus deseos más intensos y sus confidencias más íntimas con esa persona que no conoce físicamente, sino solamente a través del chat.
Mientras espera que aparezca su enamorado virtual recuerda como fueron creciendo sus diálogos: simples e intrascendentes, al principio; cargados de sentimientos e infinita pasión, ahora. Trata de acordarse como empezaron a transformarse. Habría sido cuando él le confesaba: mi esposa es buena madre, buena ama de casa, pero me siento muy solo. Me gustaría decirle que necesito sus caricias, sus besos, más pasión, pero no me animo. Con la forma de ser que tiene creo que hasta diría “pensás sólo en eso” “que pavadas”, entonces como siempre, me callo. Pero no me siento bien, deseo otras cosas, a pesar de amarla. Entonces ella también se atrevió a decirle: a mí me pasa lo mismo, si él supiera cuánto necesito su ternura, que jugáramos un poco, que me sedujera, no sólo en el momento de hacer el amor. Más escribían, más próxima se sentía a él, identificándose con cada uno de sus deseos, fueran apasionados o tiernos. Podía percibir como las palabras escritas por él la besaban, la acariciaban, recorrían su cuerpo y le llegaban al alma.
Su ansiedad de hoy tiene un motivo aún más importante: se pondrán de acuerdo para concretar, por fin, una cita. Dejarán de ser dos desconocidos, se transformarán en una pareja real . Dirán y harán lo que todos los días imaginan y dicen a través de la PC.
Sus pensamientos son interrrumpidos por la aparición de su nombre en la pantalla. Como otras veces, el corazón de ella, late sin compás alguno. Él le dice: no veo la hora de mirarte a los ojos, de tenerte en mis brazos, todo lo que soñamos por fin va a suceder. Quedan en encontrarse en ese barcito discreto, del que tantas veces hablaron. Para reconocerse ella irá vestida de negro y con un libro de García Marquez en la mano, ése que ambos habían leído. Él, por su parte, con un jean azul oscuro y una chomba de color mostaza. Nunca se mandaron fotos, no sea cosa que algún indiscreto las vea, así que además confiarían en su instinto e imaginación para reconocerse.
Es sábado, Irene se levantó muy temprano. Anoche durmió mal, se despertó muchas veces. En sueños, aparecía el desconocido que era sólo un nombre: Alberto, nombre que tenía miedo de pronunciar dormida. Despierta se sentía más segura.
Su madre le cuidaría a los chicos, ya que ella “iría al médico para un control de rutina”. Su marido estaría ocupado con un cliente, no había de qué preocuparse, todo estaba en orden, como siempre en su vida, hasta ahora...
Si pudiese decirle a su esposo todo lo que le pasaba, pero no, no lo entendería.
Sale de su casa. Siente que transpira. Toma un taxi, está tan ansiosa que teme llegar tarde, pero, al contrario llega unos minutos antes, entonces da una vuelta a la manzana para hacer tiempo. Se siente observada, como si todos supiesen que ella va a ser infiel. Pasa frente al bar, mira hacia adentro, no lo ve. Aunque hay varias personas, ninguno es él. No entra. Dará otra vuelta.
Pasa nuevamente por el café y no se atreve a entrar. Al final, desiste no arriesgará su matrimonio por esta aventura.
Después de deambular por la calle más de una hora regresa a su casa. Ya no piensa en Alberto, su enamorado virtual. En su mente sólo aparecen su marido e hijos, su hogar, todo lo que arriesgó sin pensar. No hay nadie. Cocina, plancha, limpia... Se promete nunca más conectarse a internet. Olvidarlo todo
.
En la mesa, a la hora de la cena, mira a su marido que habla con los chicos, todo está como siempre.
Acuesta a los chicos. Da vueltas y vueltas antes de ir a la cama como todos los sábados. Entra en el cuarto pensando que su marido ya estará dormido. Entonces se acuesta a su lado. El comienza a tocarla y ella se queda apretando los labios para no dejar salir las palabras de amor que él no necesita escuchar. Todo su cuerpo, como otras tantas veces, está quieto. No demuestra pasión. Ahoga sus temblores y susurros en la nada. Sólo espera que pase pronto. Como siempre, él también siente el vacío de no ser correspondido.
Hacer el amor les llevó diez minutos. Él se da vuelta. Ella se levanta y va al baño. Pasa por delante de la silla donde su marido puso la ropa al desvestirse. En ella hay un jean azul y una chomba color mostaza.
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