Como todas las mañanas el pequeño Jussef bajó a bañarse en las frías aguas de Al-Urdunn, recordando los sabios consejos de su amada madre.
_Hijo mio_ Solía decirle cada día_ Ve al rio sagrado, pues el dios Aqueloo suele bajar desde el pueblo de Etolia, y si tienes suerte él podrá curar tu enfermedad.
La familia del niño vivía escondida en las cuevas de Samaria, cercanas a la ciudad de Ierushalaim, donde compartía su enfermedad con un centenar de personas hacinadas en las montañas.
Ante la imposibilidad de trabajar (eran expulsados o lapidados al considerarlos seres castigados por los dioses) a duras penas lograban sobrevivir en el destierro, y lo hacían gracias a los generosos aportes de viajeros, quiénes depositaban limosnas y alimentos en canastos que colgaban de sus grutas.
Todas las noches Jussef tocaba aquellas duras costras que invadían la totalidad de su frágil cuerpo, pensando en qué lo primero que haría cuando el dios Aqueloo limpiase su piel, sería ir a la ciudad por algunas piezas de dorado pannus; esas aromáticas masas que las personas cocían en hornos populares detrás de los muros de Ierushalaim. Jussef untaría el suyo con deliciosa pasta de aceitunas.
Y todo sucedió aquel singular y asoleado día. El niño como acostumbrase, bajó corriendo a su baño matutino, y repentinamente tras encontrase sumergido hasta la cintura, la totalidad de su cuerpo comenzó a picarle como si fuese atacado por un millón de avispas. Jussef asustado miraba a todos lados buscando los posibles bichos voladores causante del picazón, y al no encontrar nada; lavose con fuerzas todo el cuerpo.
_¡¿Que pasa?!_ Gritó perplejo al notar que por donde frotaran sus manos, las costras de carne podrida que lo habían acompañado desde que era un bebé, comenzaban a caer. Pasados diez minutos observó su cuerpo sano, desprovisto de todo vestigio de enfermedad.
_ ¡Este es mi Hijo amado, en quien me complazco!_ Las fuertes palabras en arameo asustaron al pequeño, y pudieron ser escuchadas a varios kilómetros a la redonda. Jussef podría jurar que el vozarrón provenía desde las alturas, de una extraña nube lenticular que pausada se movía por los cielos. El niño hurgaba las escasas nubes, hasta que el alboroto de un pequeño tumulto de personas llamó su atención.
Algunos metros rio arriba desde donde se encontraba, identificó a Ioannés el Baptiste oficiando una ceremonia. Aquel profeta vivía junto a un puñado de discípulos en el desierto, y según sus propias palabras, esperaba al "elegido".
Junto al delgado profeta, un hombre del cual Jossef no podía dejar de observar, salía del río.
Poseía claros rasgos judios; de estatura baja y piel canela; cabello recortado y una barba de algunos días.
Al ver al niño le sonrió saludándole con la mano; y el peque´ño temblando con una emoción incontrolable, corrió donde su madre, deseaba comunicarle que Ioannés el Baptiste había bautizado a quien él creía que era el dios Aqueloo.
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