(Relato basado en otra canción de Los Tigres del Norte)
Ahora es muy fácil tener una opinión serena y ecuánime. Viendo las cosas con distancia, con desapasionamiento, resulta evidente que toda esa gente de ahí afuera tiene razón y que yo no soy otra cosa que todo eso que me dicen: un asesino, un mal nacido y un hijo de puta. Oiga, oiga cómo me insultan. A voz en grito. A pleno pulmón. Parece que les vaya la vida en ello. ¡Cuánta agresividad ¡Cuánto odio! Una agresividad y un odio infinitos. Aunque justificables. Al menos, eso es lo que pienso ahora. Pero póngase usted en mi lugar. En mi lugar y en el momento en el que sucedieron los hechos. No sé si usted juega al póker, padre. Yo tenía un póker de reyes, una jugada muy buena, casi inmejorable. Y me había quedado sin blanca. Sin nada con lo que poder igualar la apuesta de aquel fullero. Sólo disponía de algo lo suficientemente bueno. Algo que no era algo, sino alguien: mi mujer. Mi mujer, el ser más adorable que he conocido en esta perra vida. Mi mujer, la persona a quien dedicaré mis últimos pensamientos cuando el pelotón de fusilamiento cumpla con su cometido. Le juro, padre, le juro por lo más sagrado, que yo no contemplaba ninguna otra posibilidad que la de ganar aquella mano. Iba a ganarla con seguridad, todo estaba a mi favor. Cuando aquel cabrón mostró sus cartas, creí morir al ver su póker de ases. ¿Qué podía hacer? Desde bien chiquito me han enseñado que un hombre jamás puede faltar a su palabra. El hombre que falta a su palabra ya no es un hombre, sino una escoria. Así que hice lo único que podía hacer: fui al rancho, cogí a mi mujer y la llevé conmigo para dársela a ese ser despreciable, a ese ser inmundo que quería apropiarse de lo que yo más quería. Pero justo cuando iba a entregársela, ni un poco antes ni un poco después, justo en ese momento, un arrebato incontrolable, un desmedido instinto de posesión se apoderó de mí. Un demonio desconocido, que no dejaba de ser yo mismo, en realidad, tomó el control de mi cuerpo y de mi espíritu, y me dictó lo que tenía que hacer: si aquella mujer no era mía, no lo sería de nadie. Así que la maté. Pero, desde ese mismo momento, mi vida dejó de tener sentido. Así que me intenté matar. La mala fortuna quiso que no tuviera éxito. Dentro de poco, las leyes justas de este bendito país van a corregir mi error de tiro. Y, respondiendo a su pregunta de hace un rato, si usted quiere absolverme, absuélvame, padre, supongo que será eso mejor que nada, pero, en realidad, no sé si estoy o no estoy arrepentido. Agradecería su perdón, desde luego, o el perdón de El de Arriba, para ser exactos, pero me gustaría verle a usted en mi lugar. Y encima poseído por un diablo que no le dejara en paz. A ver qué hacía usted. La disyuntiva se las traía. ¿Qué es peor? ¿Matar a alguien? ¿Incumplir tu palabra? ¿Entregar al ser amado para que sea pasto de las aves carroñeras? A toro pasado es fácil dictar doctrina. Más difícil es ver las cosas claras cuando uno está en la plaza, toreando. Ahí uno nunca sabe.
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