La Cornisa
Trabajo de mesero en un café donde no se vende más que eso, azúcar y pan. A las ocho de la mañana inicio mi rutina con un baño, café y pan tostado con mantequilla. Leo los diarios electrónicos y a mis “amigos” en las redes sociales. Terminado el desayuno, camino por la acera que lleva a mi trabajo.
La calle tiene jardineras que mantiene el ayuntamiento. A veces, el aroma a lavanda inunda el ambiente. A esa hora, la gente va con prisa a las oficinas y los mayores salen al sol. Mis conocidos de la panadería, el kiosco de periódicos y los ambulantes con su termo de café, son gente de trabajo, pocas veces les noto lo pesado que es iniciar el día a las cuatro de la madrugada para preparar la masa del pan, o el cansancio después de varias horas de cargar el termo. La mayor parte del tiempo los observo concentrados atendiendo a los demás.
Para evitar regaños de mi patrón por llegar tarde, mido el tiempo en que debo pasar por los lugares acostumbrados: a los ocho minutos, la casa con el rosal en el frente; a los doce, cruzo la gran avenida, aquí podría tener un retraso de tres minutos esperando la luz del semáforo. Si es así, acelero el paso para llegar a los diez y siete minutos al teléfono público, señal de que estoy a dos minutos. Me emociona saber, en cada punto, si debo acelerar o bajar el ritmo o, mejor aún, saber que mejoré mis tiempos.
Recuerdo a una pareja de comensales. El amor que sentían se notaba en la mirada. Él siempre ordenaba café. Ella, infusión de menta. A veces, un pastel de limón para compartir. Se sentaban en la mesa para dos, junto a la ventana que da al jardín. Llegaban abrazados a las siete de la tarde. Él le abría la puerta, tomaba su abrigo y acomodaba la silla. Ella, con una sonrisa cordial, asentía a todos los detalles. Se acariciaban las manos, se besaban sin más. Platicaban por horas hasta el cierre. En ocasiones, de camino a casa, los encontraba besándose debajo de una cornisa. Pero no hay amor sin conflicto. Un martes, solamente entró él. Ordenó café, miró por la ventana mientras lo bebía. Pude notar ojeras, la quijada tensa, el puño izquierdo cerrado, apretado. Terminó el café, dejó una carta, la cuenta; y salió. Yo guardé la carta.
Semanas después tenía curiosidad y me animé a leer:
Vida Mia.:
Solíamos valorar al amor como la cura de nuestros males, la energía que mueve al mundo, la medicina del alma. Pero, seducidos por los beneficios de la obediencia, lo condenamos. He pasado desvelos pensando en qué debimos hacer. También, días de incertidumbre, lágrimas, amores de paso, terapias interminables. Me pasé noches enteras buscando respuestas en la ciencia, la filosofía, la metafísica. Resulta que el amor sin libertad es un acto vacío. Una fuerza que agoniza en la incertidumbre que otorga el futuro. No hay amor sin libertad. ¿Sin tu amor, para qué quiero la libertad?
Hasta ese momento, nunca sentí el dolor de un adiós ni sonreí al pensar en el amor. Los besos que dí, fueron en el arrebato del momento, sin más. Al leer la carta me di cuenta que ambos la habíamos perdido.
La noche es tranquila, hay apenas dos mesas ocupadas. Tengo tiempo para estar a solas y disfrutar el olor a tierra mojada mientras miro las gotas de agua estrellándose por todos lados. Se acerca la hora de cerrar. Pronto el lugar estará vacío y yo, buscaré la forma de mojarme lo menos posible mientras camino a casa donde, nadie me espera. Así decidí vivir, sin mucha emoción. He visto pasar frente a mí a familias compartiendo, parejas discutiendo, hombres haciendo negocios, gente trabajadora, mujeres y hombres solitarios, ancianos felices por tomar el sol. Ahora me siento viejo.
Quiero que algo suceda, un mensaje o una llamada, un coqueteo, alguna señal de que importo. Y al mismo tiempo no quiero que suceda. Y sin embargo, he pedido volverla a ver. Anoche, por ejemplo, pedí a Dios encontrarla y después me arrepentí. Me aterra terminar como el hombre de la carta. Además, ella es de ensueño y yo, sólo un mesero. ¿Qué podría ofrecerle? Eso me reconforta y me da la seguridad de alejarme del dolor.
De camino a casa, veo la silueta de una persona debajo de la cornisa de los enamorados. Para mi sorpresa, se trata de la enamorada. Me mira y sonríe. Mientras me resguardo de la lluvia, algo me pasa en la boca del estómago, las manos me sudan, quiero correr, pero me detengo. Me gusta su presencia, la miro con detenimiento. ¡Qué bella es! Me mira tímida, me sonríe. No dejo de mirarla, como idiota. ¡No puedo más! Corro a casa.
A punto de dormir, tocan la puerta. Es ella, escurriendo de agua, temblando de frío. La hago pasar y le ofrezco una toalla, la veo secándose, recorriendo su cuerpo, imagino que mis manos la acarician. De pronto, no sé cómo, nos besamos. Siento mi corazón latir a mil por hora, la tomo de la cintura, y ella cede a todas mis caricias. Jamás sentí algo así; nos quitamos la ropa, siento su cuerpo desnudo, que ha dejado de temblar. El ruido de la lluvia es intenso, pero deja escuchar nuestras palabras, tumbados en la cama.
El frío me despierta, miro el reloj, son las tres de la madrugada. Adormilado, me levanto y la busco entre la confusión y mi cuerpo con los efectos del deseo, no está. La toalla está en el armario, la puerta del cuarto cerrada por dentro. Ha sido un sueño. Enojado, vuelvo a la cama. Sin poder dormir, siento que todo ha sido real. Tengo un cosquilleo en la boca del estómago, las manos inquietas, aprieto la quijada, quiero gritar, que amanezca, salir a la calle y buscar a la mujer que me haga sentir lo del sueño. Prefiero arriesgarme al dolor inevitable: pasar mi vida sin unas manos que acaricien mi cara cuando las cosas vayan mal. Unos ojos que acaricien mi alma, la reconforten del cansancio de la vida. Yo la abrazaré cuando haga frío o simplemente porque me den ganas de hacerlo. Y, en las noches de lluvia, sentir los cuerpos entregándose por amor.
Amanece, no pude dormir. Las ocho de la mañana, empiezo mi rutina. Salgo a la calle, a los doce minutos de caminata, en la gran avenida, con la mirada al piso y la mente en sabe Dios dónde, un aroma llama mi atención. Alzo la vista, es una muchacha joven que me sonríe. Me pellizco y me aseguro de no estar soñando.
—Buenos días—me dice.
—Bueno días
—¿Eres uno de los meseros del café Amaretto?
— Si, me llamo Humberto,
—Soy Gloria, un gusto Humberto
La luz para pasar la calle estaba en verde y continuamos la charla hasta el café. Ella siguió su camino, intercambiamos teléfonos. Resulta que siempre me veía caminar al trabajo y varias veces me saludó, pero yo, concentrado en mi rutina, nunca correspondía. Quedamos en vernos a la salida, ella trabaja de cocinera dos cuadras adelante del café. Tengo miedo de la cornisa, pero quién sabe. Hoy quiero arriesgarme por amor.
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