Le había dicho a mi madre que solo sería catequizado por un santa. Fíjate en el halo de luz que resplandece sobre su cabeza, ella es una anacoreta que vive en el desierto y enseña la palabra del cielo. Acepté.
Primero le zafé la aureola, el hábito y rezamos en la cama como manda la doctrina. De mi cuarto, dejábamos escapar rechinidos, golpes de lucha, y jadeos. “quítele los demonios gritaba mi madre” mientras en mi defensa pellizcaba su areola. Al salir le di un beso en la frente, me persigné al tiempo que rezaba incoherencias.
¿qué dijo? preguntó mi madre—retazos del demonio, dijo la Santa.
Seguro que necesitara de más ejercicios.