Era capaz de transportar cartas de arriba a abajo del mazo, convertir todo el mazo en ases de corazones; era capaz de hacer aparecer conejos y palomas; atar y desatar pañuelos con un pase mágico; hacer a hablar a un dibujo en un pizarrón, cortar a la mitad a una persona y volverla a unir. Hacía shows para chicos. Nunca se lo veía de mal humor, irritado, ni siquiera cuando los chicos se alborotaban o interrumpían. Se llamaba Andy. El mago Andy. Yo era su asistente. Le pasaba los globos, los pañuelos. Conocía todos sus secretos. Vivíamos en una pensión de la calle Pellegrini. Andy era un verdadero mago. Hacía magia. Yo lo vi hacer aparecer una pizza de doble queso un domingo por la noche en que teníamos hambre y nada sobre la mesa.
Era un ser de luz. Alguien bueno, bueno de verdad. Él era feliz si vos eras feliz, y eso no es poco en una persona. Nunca lo vi mentir. Nunca lo escuché hablar mal de alguien. Siempre tenía una sonrisa en la cara.
Tenía una pasión, los autos, pero nunca tenía la plata suficiente para comprarse uno. Solía comprarse las revistas A todo motor y las hojeaba una y otra vez. Una debilidad, Andy se deprimía. En el escenario estaba vivo pero cuando la función terminaba lo abrumaban unas depresiones horribles. Se tiraba en la cama. A veces se arrastraba. Lloraba. Yo no sabía qué hacer y él me decía: pronto todo va a acabar. Me daba miedo. ¿Qué significaba eso de “pronto todo va a acabar”? Él no quería consultar al psiquiatra, tampoco quería ir a una iglesia o acercarse a alguna curandera.
Un día le dije:
-Si podés hacer magia…¿Por qué no te sanás solo?
Me miró serio.
-No es asunto tuyo – sentenció. Pegó media vuelta y se tiró boca abajo en la cama a llorar.
Un día las cosas tomaron un rumbo extraño. Estábamos haciendo un show en un cumpleaños. Era una casa de fin de semana. Se quedaron sin cerveza. La gente se quejaba y la familia del niño que celebraba estaba triste. El mago Andy hizo un pase de magia y zas, el agua de la pileta se transformó en una cerveza de sabor exquisito.
Otro día estábamos en otra fiesta, la familia se quedó sin comida. El mago Andy hizo un pase de magia y zas, las mesas se llenaron de sanguchitos, palitos, chicitos, pizzetas, queso y salame.
Una tarde el mago Andy hizo desaparecer un auto. No volvió a aparecer. La gente se alborotó. Llamaron a la policía. Aparecieron los canas. Andy hizo un pase mágico y zas, curó al jefe de una psoriasis que padecía de toda la vida. Entre una y otra cosa dejaron a Andy en libertad. Otra tarde volvió a desaparecer otro auto, cuando la gente empezaba a reclamar Andy se acercó al abuelito de la familia, un viejito con Alzheimer y zas, lo curó. El viejo empezó a recordar y a abrazar a los familiares. La gente asombrada. Otro auto volvió a desaparecer y Andy volvió a curar a otra persona. Desaparecían autos, una y otra vez, y la gente era sanada. Entre show y show Andy se deprimía. Quedaba devastado, como si todos los dolores del mundo se hicieran carne en él.
- Pronto todo va a acabar – me decía.
La cosa es que desaparecieron varias decenas autos y Andy se hizo la fama. La
gente aparecía con autos y algún enfermo y Andy los curaba. Como pasa siempre en estas cosas empezaron a aparecer intereses políticos, militares, religiosos, económicos. Un día había cientas de personas reunidas para ver a Andy sanar. Había curas, el intendente, diputados, sargentos, generales, por supuesto cámaras de televisión de todo el mundo. El mago Andy dijo:
- No sé qué les dijeron a ustedes de mí.
Agarró el sombrero y sacó una tira de pañuelos atados. Después hizo el viejo
truco de la varita que se dobla. Jugó con un mazo de cartas haciendo aparecer y desaparecer ases. La gente empezó a abucharlo, a silbarle, a tirarle cosas. Él hizo un truco con unas lucecitas y después empezó a levitar. Se despegó del suelo. Unos centímetros, después fue un metro, la gente quedó enmudecida. Siguió elevándose, lentamente, y empezó a iluminarse, su cuerpo empezó a brillar, cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en una especie de estrella humana y explotó. Destellos de luz atravesaron el lugar. La gente pasmada. Cuando miraron alrededor todos los autos de la ciudad habían desaparecido.
Volví a la pensión. Me sentí triste y solo. ¿De qué voy a vivir ahora?, eso pensé. Después me di cuenta que sabía los suficientes trucos de magia como para hacer mis propios shows. Algo había aprendido mirando al mago Andy. Pensé en él. Alguien tan amable, tan sincero, tan cándido. Había curado cientos de personas. Empecé a trabajar. Me fue bien, pero me sentía triste, extrañaba al mago Andy, me sentía muy triste, una oscuridad implacable cayó sobre mí. Cuando empecé a pensar en el suicidio me llegó un whatsapp. Era un número desconocido. “Viste que todo iba a acabar”, decía el mensaje, y una foto, el mago Andy junto a un auto BMW, de fondo una playa, unas palmeras, unas gaviotas, y un arco iris atravesando el cielo.
|