A LA LUZ DE LA VELA
Mi vista atravesó el cristal de la ventana de la habitación perdiéndose entre la calle empedrada de Francisco Sosa, las enormes fachadas de las casas coloniales de enfrente, la bella Capilla de Santa Catarina y el hermoso Parque Fran-cisco Sosa con sus bombillas eléctricas me daban las buenas noches. Mi novia Matt, andaba de viaje y no regresaría esa noche. Cerré las pesadas y oscuras cortinas, encendí una vela y con el pijama puesto me recosté en la cama para disfrutar la lectura de mi libro “Los negocios del señor Julio César” de Bertolt Brecht.
La oscuridad de mi cuarto era violada por la luz que desprendía la vela. Su llama amarillenta creaba sombras de todas las cosas que se encontraban en la habitación; sombras grisáceas de muebles sucios, de papeles llenos de tachones, de vasos con agua a medio beber, de raídas cortinas suspendidas de techo a piso, del viejo televisor apagado, de cuadros polvosos empotrados en las paredes, de un montículo de libros sin leer, de vinilos silenciosos, de chucherías sin gracia y sin sentido.
El movimiento de las sombras, al compás de la flama, era una oscilación fortuita e inoportuna, dispersora de mi concentración en la lectura; coreografía que provocaba cierta inquietud en m interior, inquietud que se convertía en temor cuando el pabilo caía en una semioscuridad maliciosa o cuando su intensidad luminosa provocaba desde su cúspide, cual titiritera, la erótica entrega de las sombras.
La disolvencia de la vela inundaba el espacio con un exquisito aroma propiciando un ambiente distendido, mientras que la flama seguía dibujando sombras a un ritmo casi insoportable. La candela comenzó a causarme una contradicción de sentimientos y de pensamientos. Por un lado, me orillaba a sentir la necesidad de escapar de mi habitación y, por otro, me obligaba a quedarme entre esas cuatro paredes esperando a que la flama se extinguiera perdiendo la posibilidad de crear más sombras. Tomé la decisión, mancomunando mi pensar y mi sentir, para quedarme ahí forjando la certeza de que por lo menos esa noche y sin la compañía de Matt podría dormir tranquilo sintiéndome vencedor y no vencido por la soledad.
Los segundos parecían cómplices eternos de las sombras, su pesadez era causante de una zozobra absurda e incontrolable. Después de una larga espera la vela se derritió por completo, pero curiosamente la flama seguía encendida dando la impresión de tener vida propia. La exigua luz formó la sombra de una mujer que me hizo entrar en pánico. Los movimientos de ella invitaban a bailar al compás de una exquisita música de cuerdas, sin pensarlo me impulsé para levantarme a bailar, pero ella obstruyó mi paso y de un empujón me regreso a la cama dejándome boca arriba y desconcertado. Con el miedo a flor de piel cerré los ojos para no mirarla, en ese instante sentí una incisión en forma de cruz sobre mi pecho, a través de ella iba saliendo pausadamente mi espíritu, la sombra y él se entrelazaron y cadenciosamente bailando al compás de los acordes del solo de piano. Con pasos silenciosos, y susurros inentendibles; con jadeos pecaminosos y aroma de sudores; con movimientos eróticos confirmaban mi creencia de que bailar es hacer el amor con música.
Una exquisita tranquilidad y un regocijo inexplicable inundaron de pies a cabeza mi ser. Sin más, la flama se extinguió dejando una oscuridad. Aún extasiado, me levanté de la cama y encendí otra vela, hice un recorrido visual observando que las sombras se encontraban quietas, como dirigidas hacia el infierno. El fantasma de la mujer robándose mi espíritu se había marchado.
A la mañana siguiente, más temprano de lo acostumbrado, me dirigí a la cocina a preparar un café, el olor a parafina era tan intenso y exquisito como el aroma del café. Dentro de mi taza había una rosa negra y una nota escrita con cenizas de pabilo sobre una servilleta que decía:
"Bailar con tu espíritu a la luz de la vela
fue un arrojo de amor,
fue un orgasmo espiritual.
Te amo."
Jerry Méndez
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