Me estaba entrando sueño cuando tocaron a la puerta. Catorce años sin recibir una visita y precisamente, ya con el pijama puesto, van y tocan.
Que viene a arreglarme la vida; que no me arrepentiré; que me ama en silencio desde hace mucho. Le he dicho que se quede el tiempo que quiera, pero me he metido en la cama. A la mañana siguiente todavía estaba allí, y me ha despertado con un Cola- cao bien caliente. Debe ser verdad lo que dice, pero uno está ya tan acostumbrado a no recibir estímulos que no me los produce. Le digo que yo también la quiero, aunque no se me note. Que es una cuestión- mi falta de emotividad- de aclimatación. Pero que no me desagrada su presencia, aunque lo pueda parecer por mi frialdad y poco entusiasmo.
Después me ha mirado a la cara, y cuando pensaba que me iba a repetir que me quería, muy seriamente, me ha dicho, que los montes Pirineos nos separan de Francia.
Entonces he empezado a dudar de su cordura, pero sólo el tiempo que ha hecho falta para empezar a desvestirse y quedarse en porreta. Aquel cuerpo no podía ser de una demente. Así, vestida de trapillo, podía ser cualquier cosa, pero una vez arrojada su vestimenta en una silla que tenía por allí dispuesta, se ha hecho palmario a mi entendimiento que daba lo mismo lo que fuera.
Lo de los Pirineos será una especie de código del mujerío. Le he quitado importancia.
Pero, cuando ha salido a la calle, se ha evidenciado que tal contraseña era para otro.
- Pero no es este el 10 de la Calle de la Encomienda- asombrada, ha preguntado.
- No, es el 8- le he contestado.
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