Cuento Relato de tiempo y vida
¡Tres hurras por Feña Arrieta!
Tercera entrega y final
Cuento largo dividido en cuatro partes y en tres entregas
1 — Introducción, Viejos y Feña — https://www.loscuentos.net/cuentos/link/609/609937/
2 — Renegando por el desierto — https://www.loscuentos.net/cuentos/link/609/609961/
Regreso a Santiago
Cuando llegó el día que debía retornar a Santiago, el jefe administrativo de la obra me ofreció viajar en avión o en ómnibus salón-cama, yo sabiendo que salía un trasporte terrestre con retorno de trabajadores le manifesté que quería viajar con ellos, me miró seriamente preguntando si realmente estaba seguro de ello, como yo asentí me respondió que si esa era mi decisión él simplemente la acataba, con el compromiso que yo después lo llamara contándole como había estado el retorno a Santiago. .
A las siete de la mañana de un día domingo, un bus de transporte interno dentro de la faena, nos llevó desde la mina hasta el cruce con la carretera donde estaba el restaurante de Las Primas.
Aquí abordamos un bus de recorrido interprovincial de una de las más importantes flotas de transporte que realizan este servicio. El conductor, un auxiliar, cuarenta viejos faeneros y yo, dos horas antes de mediodía, con rumbo al sur, para llegar a las nueve de la mañana del otro día a la capital.
En el viaje de la mina hasta el cruce los viejos lo hicieron en relativo silencio, al parecer cansados, aún con sueño o quizás por el hecho de ir viajando en un medio de faena, lo que aún los hacía sentirse dentro de ella, razón por la cual no tenían aún la sensación de ir de regreso a Santiago.
En cuanto hicimos trasbordo de máquina y partimos de Las Primas el ánimo cambió. Todos hablaban, cantaban, se reían, contaban chistes, todo dentro de un marco de sana camaradería compartida con alegría, pensando que al otro día estarían abrazando a su mujer e hijos los casados, a sus pololas o novias los solteros, lo mismo que los abuelos a sus nietos.
Yo iba sentado en uno de los primeros asientos, junto a un maestro que no conocía, con el cual comenzamos a intercambiar experiencias de otras obras anteriores en otros lugares y con otras personas de común conocimiento. Ambos reíamos festejando los chistes o tallas de los viejos, como también lo hacían el conductor con su ayudante; este último además atendía solícito cualquier requerimiento de los pasajeros.
Entre las tallas, varias de ellas, un poco veladas algunas como otras más directas, iban dirigidas a mí, ante lo cual no me quedaba otra que sonreír y hacerme parte de aquella diversión.
En cierto punto del camino, como iba sentado en la primera hilera de asientos y tenía visión casi panorámica de la carretera comencé a ver que íbamos directo a un lago de ondulantes aguas lo que inmediatamente trajo a mi memoria el túnel de árboles que me detuvo en la noche que venía conduciendo rumbo a la mina y más o menos en ese mismo punto de la carretera. Claramente que son efectos completamente distintos, el del lago de hoy era una visión óptica o espejismo común en los desiertos calurosos, producidos por la refracción de la luz y el calor del sol en el pavimento a diferencia del llamado efecto túnel de los conductores que es generado por el cansancio o fatiga propia del largo viaje coludido con el sueño.
Olvidando el túnel de árboles nocturno y el lago de ondulantes aguas pensé que no era hora de alucinar y mi vista se regocijó con la magnitud y belleza diferente del Desierto de Atacama.
Como a las tres de la tarde arribamos a Chañaral, abrazados por un calor sofocante, calor que no habíamos sentido gracias al aire acondicionado del bus.
Una hora para almorzar, anunció el conductor; que había detenido su máquina frente a un restaurante, hecho que inmediatamente causó revuelo dentro del mismo al ver entrar esa legión de viejos faeneros que venían bajando, más sedientos que hambrientos, después de la aventura de semanas en la montaña, la travesía por el desierto y además con platita en el bolsillo.
Inmediatamente comenzaron los pedidos: cazuelas de ave o vacuno por un lado; pescado frito por otro, pastel de choclo por aquí, una paila marina por allá. Más de alguno pidió un buen bife a lo pobre; pero todos pedían, lo cual me llamó la atención, botellas de bebidas gaseosas de las más grandes, incluso de dos litros. Parece que era grande la sed.
Me ubiqué en una mesa, junto con mi compañero de asiento, un par de capataces, un topógrafo y un corpulento operador de camión grúa, que tiempo atrás había trabajado conmigo, como chofer de adquisiciones en la oficina central.
Todos pidieron más o menos lo mismo de las otras mesas, yo me tenté con un gran trozo de congrio frito acompañado con un buen plato de ensalada a la chilena. Todos en la mesa también pidieron gaseosas, solo que en botellas individuales. Yo con un poco de reticencia me atreví a pedir una cerveza de tamaño normal; al escuchar mi pedido, un capataz, el topógrafo y mi compañero de asiento, cambiaron de opinión para también pedir cerveza; eso sí, la mezclaron con gaseosa fanta naranja o sea fanchop. El operador, que había trabajado conmigo en la oficina central, fue el único de los cuarenta viejos que pidió agua mineral.
El almuerzo transcurrió entre tallas, risas y brindis con Coca-Cola, Fanta, Bilz, Papaya y otras bebidas gaseosas; solo yo con algunos de mis compañeros de mesa lo hacíamos con cerveza, en mi caso con un poco de vergüenza ante tanto abstemio.
Transcurrida la hora, el conductor ya estaba en su puesto esperando que subieran los pasajeros. Fui uno de los primeros en ocupar mi asiento. El conductor quiso decirme algo, pero en ese momento comenzaron a subir todos los viejos. Me llamó la atención que todos iban premunidos de una o dos botellas grandes de gaseosas. Debe ser grande la deshidratación que produce el estar veinte, treinta, y hasta cuarenta días en la agotadora faena. Todos se veían satisfechos, algunos subían con una sonrisa un poco forzada y ojos somnolientos, pensé que debía ser por el calor de la tarde o el opíparo almuerzo consumido, lo que aplacó los bríos anteriores a la detención en aquel restaurante.
Como a las cinco de la tarde, con un sol sofocante, el bus de nuevo avanzado con rumbo sur por la Panamericana en pos de su destino: Santiago.
Alrededor de una hora duró, lo que parecía siesta. Durante ese tiempo, mi vecino de asiento realizó un par de viajes a la parte posterior del bus. El conductor varias veces intercambiaba palabras con su ayudante mirando a los pasajeros por el espejo retrovisor. Poco a poco se comenzaron a escuchar murmullos, que fueron subiendo de volumen hasta convertirse en algarabía más estridente que la de la mañana.
Pero había algo en el ambiente, que la hacía distinta. El tono de las palabras, el tenor de la conversación, el calibre de las tallas y un tufillo en el aire que no era precisamente a Bilz, Fanta, Papaya u otra bebida gaseosa de las que habían subido en Chañaral.
En una de las vueltas de mi compañero, que regresó sonriente, acercándose a mí para que lo oyera, algo me comentó: Cuando me habló, su aliento me llevó a la realidad; recién me di cuenta de lo que estaba sucediendo. Miré al conductor, el cual para mi sorpresa me estaba mirando a través de su espejo y me hizo un gesto de asentimiento. En ese momento me acordé que cuando subimos después del almuerzo, algo había querido decirme. Pues esto era.
Las botellas tenían el color de la bebida original pero el contenido era por lo menos un cincuenta por ciento pisco, vino o cerveza; mi vecino me comentó que en el almuerzo las bebidas también eran camufladas. Pensar que a mí me dio vergüenza pedir cerveza ante tanto abstemio; me reí para mis adentros.
Me puse de pie, mirando a todos los viejos, varios me saludaron con un: ¡Salud jefe! Levantando sus botellas. Les contesté elevando mi lata de Coca-Cola Light y ahí comenzó la fiesta, parece que el que yo dijera salud era el detonante que faltaba.
La algarabía fue total, chistes, tallas de todo tipo y calibre, risas, cantos a coro, gritos animando a brindar. Brindis por todo, por todos, por cada uno de ellos, por el conductor del bus, por el auxiliar, por mí, por cada uno de sus jefes y con mayor entusiasmo por… ¿Por quién? ¡Por Feña Arrieta! Por supuesto que Fernando, aún sin tener idea de esta fiesta, no podía estar ausente.
Otra forma de entretenerse que inventaron, la cual no me pareció muy atinada, consistía en llamar al auxiliar con cualquier pretexto y cuando éste recorría el pasillo lo tocaban por todas partes, sobretodo sus partes púdicas, lo cual exacerbaba aún más los ánimos caldeados por el alcohol.
Mi compañero ya no hacía viajes a la parte posterior, en algún momento trató de justificar el comportamiento de sus compañeros; después cerró los ojos para dormir, pero yo me daba cuenta que no era así porque a cada talla u ocurrencia de los demás sonreía con los ojos cerrados, simulando estar en un sueño profundo.
Ya con las últimas luces del día comenzamos a descender una cuesta con gran cantidad de curvas de pendientes pronunciadas. Fue en ese momento cuando no se les ocurrió nada mejor que comenzar a saltar desplazándose por el pasillo. Dos de ellos premunidos con sendas cámaras fotográficas capturaban poses, momentos y escenas para el recuerdo. Esto de las fotografías era entretenido, pero dejó de serlo cuando en el preciso momento en que el bus tomaba una curva cerrada alguien ordenaba con gritos que todos se corrieran atrás, luego adelante, a un costado o al otro, esto en repetidas ocasiones justo en cada una de las curvas de la cuesta. En cada movimiento tomaban una fotografía lo que además ponía en peligro la estabilidad del bus. Yo miraba al conductor, que con dientes apretados y con el volante firmemente asido, hervía por dentro. El auxiliar se aferraba a su asiento preocupado.
Cuando salimos de la cuesta, ya oscuro, los ánimos se calmaron un poco, parece que las curvas los excitaban. Era que no, a mí también me excitan las curvas, pero no éstas, ni en estas circunstancias.
En esos momentos fui al baño, ya no podía contener la cerveza que había tomado con vergüenza en Chañaral; mejor no hubiera ido, ahora me invadió otra vergüenza que sería largo de explicar y quizá no viene al caso. Es de imaginar en que estado estaban tanto el bus como el baño en ese momento.
Al poco rato el alboroto continuo, ahora las botellas de plástico vacías eran proyectiles. Le pedían a gritos, al conductor, que encendiera las luces interiores. Este no las encendía, seguramente pensando que la oscuridad podría traer el sueño y calmar a los exaltados viejos.
Noche oscura sin Luna pero completamente estrellada como siempre son en el norte de Chile, como a las diez entramos al terminal de la ciudad de Copiapó, mitad de camino a nuestro destino.
Bajó sólo el auxiliar, el chofer permaneció en su asiento manteniendo la puerta cerrada para que nadie bajara, sabiendo que si lo hacían sería para reabastecerse de la bulliciosa, molesta y dañina mezcla etílica.
Aquí comenzó una discusión entre el conductor y varios viejos que querían bajar con cualquier pretexto, pero aquél se mantuvo firme en no acatar el pedido insistente de abrir la puerta.
De repente desde la parte posterior, como un energúmeno, ojos inyectados en sangre gesticulando con voz áspera trabada por el alcohol, arremetió un viejo corpulento alegando que ellos eran los que decidían lo que hacían, ya que para eso pagaban pasaje de primera clase, alegando que incluso el mismo podía reemplazarlo y conducir ell bus. Esto era un verdadero motín en a bordo. En su actitud se notaba que su intención era pegarle al conductor. Este se puso de pie esperando firme al agresor, dispuesto a defenderse.
Aquello rebasó mi paciencia y de un salto me interpuse entre los dos dispuesto a terminar con aquella situación, antes que el conductor o el auxiliar que estaba abajo requirieran la asistencia de la fuerza policial.
Cuando estuve entre los dos me di cuenta que el energúmeno era mi viejo conocido, era aquel mismo operador que había tenido como chofer de adquisiciones en Santiago y que en la mesa que compartimos en Chañaral acompaño su almuerzo con agua mineral.
Apelando a nuestra antigua relación de trabajo y hablando más fuerte que él, logré calmarlo. Dos maestros antiguos en la empresa a los que yo conocía bien desde hace años que no habían participado de la jarana de los demás, me ayudaron a llevarlo a su asiento.
Luego de esto, aprovechando el silencio que se produjo, levantando la voz para que todos me oyeran, les pedí me escucharan. Les expliqué que en el bus, estando fuera de la faena y no siendo éste de nuestra empresa, carecía yo de toda autoridad para llamarles la atención o tomar alguna medida en contra de ellos, pero que como como compañero de trabajo me sentía con la obligación de exigirles el respeto correspondiente para el conductor, el auxiliar como así también para aquellos pocos que no participaban de su escándalo y no se atrevían a llamarlos a la cordura. Además que si alguien tenía autoridad dentro del bus, éste era su conductor el que tenía todo el derecho de llamar a la policía para hacer bajar e incluso detener al que estuviera violando las normas para este tipo de servicio. Incluso amenacé con hacer valer mi cargo dentro de la empresa para tomar alguna medida en contra de aquel que continuara provocando desorden.
Todos en su asiento, el silencio fue total. Volvió el auxiliar. Gracias amigo, me dijo el conductor. Salimos de Copiapó, tomando carretera y buscando Santiago que aún estaba lejos.
Solamente algunos murmullos de alguien que mencionaba que esto más se parecía a una cárcel y no un a bus de transporte de trabajadores que pagaban su pasaje. Luego silencio, sólo respiraciones acompasadas interrumpidas cada tanto con fuertes ronquidos.
Yo nunca he podido dormir viajando, menos en estas circunstancias.
Cuatro de la mañana, terminal de La Serena, cuarenta viejos faeneros profundamente dormidos. El conductor, el auxiliar y yo bajamos, fuimos al baño, tomamos café bien cargado, caliente y reponedor. El auxiliar subió una caja con sándwiches, varios termos con agua caliente, vasos desechables, sobres de café y de té para el desayuno de los pasajeros. Todo esto en veinte minutos. Próxima parada: Santiago.
A la altura de Los Vilos ya se insinuaba el nuevo día, pronto los primeros rayos de sol comenzaron a despertar a los pasajeros, algunos murmullos y de pronto desde el fondo del bus, terminando de despertar a los que querían seguir durmiendo, una voz potente que rompe el silencio, se hace oír:
—¡Atención compañeros, fuerte y claro,,, tres hurras por Arrieta!
—¡Hip hip raaa… hip hip rraaa…hip hip rraaa¡
—¿Por quién?
—¡Por Feña Arrieta!
Al unísono fue la sonora respuesta de un coro de cuarenta Viejos (mejor dicho cuarenta más uno), porque también me sumé a él como amigo de Fernando, pero sobre todo como uno más de esos sufridos faeneros que volvían a su hogar para sentir el calor de familia, después de una larga jornada de trabajo haciendo patria y forjando país en el inhóspito desierto y la agreste cordillera. :
La alegría, la risa, los chistes, las tallas, todo se reanudó, pero ya sin los efectos del alcohol. El auxiliar sirvió el desayuno, nadie lo molestó, al contrario un viejo casi imberbe de veinte años le ayudó. Varios me saludaron con un buen día jefe Algunos me preguntaron cómo había dormido.
Sonreí pensando en el día y la noche anteriores, en el viaje que hice solo en jeep desde Santiago a la obra, en el viejo zorro del desierto, en el jefe administrativo que me había preguntado si realmente quería viajar con los viejos e imaginé a todos mis compañeros de trabajo, mis amigos colegas y por supuesto sin olvidar a Fernando.
Me prometí, para mis adentros, que si bien es cierto, mucho puedo admirar a los viejos faeneros, nunca más un viaje de retorno con ellos.
Entrecerré los ojos, parece que dormí, porque cuando los volví a abrir después de soñar con un gran asado regado con todos los vinos de Chile, ya estábamos entrando a Santiago.
Miré por el espejo al conductor, éste mostrando una amplia sonrisa me saludó con un gesto amable levantando su pulgar derecho. Parece que también sabía de Feña Arrieta.
Incluido en libro: Cuentos al viento
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