LA VAJILLA
por Isabel Rodas
Después de la muerte de mamá empezaron a aparecer. Había oído hablar de ellos, pero nunca imaginé que serían así, tan pequeños. Ellos pueden caber tanto dentro de una taza, una copa o tener de compañero de baile al tenedor de postre del juego de plata. En la sopera diría que entran dos. Es increíble, los escucho pero cuando abro la puerta de la alacena o de los placares para verlos, ellos se esconden. Yo los busco entre la vajilla y entonces tazas, platos, copas y hasta la sopera ruedan por la mesada y por fin caen al piso.
En un rincón de la cocina está la mecedora de mamá, vacía. Cómo la extraño: ¿Lidia, adónde vas? ¿Lidia, fuiste al supermercado? Lidia, eso no quiero comer. Lidia, no salgas, no me dejes sola. Lidia ese muchacho no es para vos. Lidia, esa amiga te va a llevar por mal camino. Lidia. Lidia. Lidia…
Siempre que la recuerdo ellos se meten entre los cristales y la porcelana inglesa de mamá. De los cajones salen los manteles de hilo blanco hecho jirones. La casa se llena de la melodía que emiten todos los utensilios que caen al suelo y sus hermosos acordes invaden mis oídos. Gozo al pensar en el rostro mamá diciendo: Lidia cuidado con las copas, eran de tu abuela y me regocijo aún mas recordando su comentario: ¿Duendes? ¡Qué tontería!
Hace exactamente dos meses que día tras día después que ellos terminan su fiesta, voy al bazar a reponer uno por uno los objetos que ellos rompen. No me incomoda hacerlo. Por el contrario, al abrir los muebles y encontrarme con el nuevo juego de café, los platos o los cubiertos baratos de acero inoxidable, elegidos por mí, siento un placer inusual. Sólo que en éstos, ellos ya no danzan. Se han ido, como mamá, para siempre... |