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"Incidit in Scyllam, cupiens vitare Charybdim [Cae en Escila, deseando evitar Caribdis].", Homero, La Odisea 

-oOo-

El día 15 de enero de dos mil siete, luego de realizar unas investigaciones en el subsuelo del Valle de los Emperadores en México, tras un incomodo viaje de tres horas en un viejo bimotor Tucano, aterrizaba yo en la isla de Roatán, en el caribe centroamericano, cuando recibí la alerta de un correo de voz en mi celular: «Mi estimado Bruno Colono, es urgente que te contactes conmigo. Tu presencia en Moscú tiene carácter obligatorio. Llámame lo más pronto posible para coordinar tu llegada con el personal de la Sociedad de Investigaciones Marinas. Tu amigo, Dimitri Pavlovich».

     Efectivamente, era la voz eslava, potente e impensablemente lírica, de mi amigo Dimitri. Recordé enseguida los días de juerga en tierra rusa, embebidos de vodka y mazurca en las cantinas de la grachevca, donde solíamos recitar los poemas de Pushkin y reírnos a carcajada batiente por la gracia de los cuentos de Afanisiev. ¡Y cómo olvidar a la dulcísima Olesya, esa novia tan perfecta, una barbie, que dejé con el mayor de mis pesares en casa del patriarca Abramovich! Fueron mis mejores tiempos. En esos fabulosos días, Dimitri y yo habíamos hecho exploraciones en los rifts del Atlántico, financiadas por el gobierno ruso, cartografiando los fondos abisales, midiendo sus profundidades, para dar paso a las instalaciones de cables de fibra óptica que conectarían a ese país con el resto del mundo. Y lo que es más sorprendente, habíamos hecho estas inmersiones con la ayuda de un antiguo batiscafo, el Thresler, una reliquia de los tiempos del gran Piccard.

     Apenas desembarqué en el aeropuerto de Moscú, el personal de la Sociedad me recibió. Uno de ellos era el señor Svyatoslav Chernov, miembro del Comité Central, excelente geólogo marino, y el señor Yuri Kamkov, submarinista especializado en arqueología marina. «Binvenito», me saludó Chernov, con su español de escuela, dándome un beso en la mejilla. «Iá jarachó ravariú pa rússki», le contesté con una sonrisita. Kamkov, sorprendido, se echó a reír y, abrazándome, me dio otro beso. Les pregunté por Dimitri, y otra vez rieron: «¡Oh, Pavlovich, on miédlenna guliáit!», refiriéndose a la pasmosa tranquilidad con que mi amigo suele enfrentar las cosas.

     Llegamos al edificio de la Sociedad, una verdadera obra maestra de arte arquitectónico barroco, y pronto mis ojos se toparon con los de Dimitri, quien me esperaba, recostado y con los brazos cruzados, al lado de una arcaica escafandra metálica –¡nada más y nada menos que la famosa “máquina hidrostatergática” de Fréminet!–, fumándose un cigarrillo. ¡Estás ante un monumento!, le señalé. ¡En Rusia todo es monumental!, me devolvió el saludo afectuosamente Dimitri: «Kak dela?», y levantó las cejas, tendiéndome la mano. «Normalna», le respondí, y nos abrazamos. Pasamos a una sala de juntas. En medio de rollos cartográficos, compases y medidores, Chernov tomó la palabra.

     –Señores: bienvenidos. Dejaré a un lado los formalismos y expondré sin tapujos el objetivo de nuestra misión: desvelar el misterio que rodea las desapariciones de barcos en el lago Baikal, situado en el sur de la Siberia. Ese será el objeto de nuestra tarea, y estos son los motivos que nos mueven a realizarla: El Baikal, cuya riqueza ecológica es extraordinaria, es, además, una de las mayores fuentes generadoras de riqueza económica de la región. Desgraciadamente, en los últimos dos años, una serie de naufragios, inexplicables, han azotado a las embarcaciones comerciales que lo navegan, ahuyentado a los comerciantes, industriales e inversores, provocando con ello una depresión financiera local, que tiene afligido al Gobierno ruso, quien ve con tristeza un declive terrible en la captación de impuestos. Estando las cosas así, el Gobierno, por medio de la Armada, ha contratado los servicios de la Sociedad de Investigaciones Marinas, para que el misterio sea desvelado de una vez por todas.

     Todos asentimos, en verdad agradecidos por las juiciosas palabras de Chernov.

     »Se nos ha asignado un fondo estatal para ejecutar dichas investigaciones. Y lo primero que se me ha ocurrido a mí, gracias al consejo de mi amigo Dimitri Pavlovich, es contratar los servicios del señor Bruno Colono, reconocido oceanógrafo, de quien conozco a la perfección sus trabajos. La materia de estudio es vasta, señores, pues el Baikal, con sus 1,600 metros de profundidad, compite fácilmente en profundidad con cualquiera de los mares del mundo. Las  monografías del señor Bruno Colono sobre el fondo marino nos ahorrarán gran parte del trabajo redundante en nuestras indagaciones. Esto justifica la presencia de Bruno Colono en el equipo. Exploraremos, entonces, la fisura continental, llamada “la Fosa del Baikal”, sísmicamente activa estos últimos años, así como las grandes formaciones de roca que descansan en el lecho marino, sospechosas de poseer propiedades altamente magnéticas, y sus posibles efectos sobre las embarcaciones».

     Había estado tan concentrado escuchando las palabras de Chernov, que no había advertido que Dimitri, gran aficionado al buen vodka y las mujeres, me había estado guiñando un ojo, haciéndome muecas con la boca, “Na zdoróvie, na zdoróvie”[6], señalándome con el pulgar y el dedo índice la dirección de un conocido bar ubicado atrás de la Plaza Roja. “¡Tost, tost!”[7], parecía decir con exigencia. Pero me negué, quería ir a descansar. En la habitación, estudié los informes de la Sociedad sobre los fenómenos, y no me sorprendió saber que, según su hipótesis, culparan a la continúa actividad sísmica de la fisura continental por las catástrofes. En otros, responsabilizaban a los vientos huracanados que arrecian en la temporada de otoño. Hubo uno de sus reportes que me llamó la atención: el que trataba sobre las grandes formaciones de roca, supuestamente de magnetita, asentadas cerca de la fisura. Recordé los trabajos de Bierlitz sobre el Triángulo de las Bermudas, en los que proponía que las desapariciones en ese lugar se debían principalmente a la existencia de un intenso campo magnético. Me preguntaba: ¿cómo podría la fuerza magnética inutilizar un barco, haciéndolo naufragar? En el Baikal, imposible. ¿Los vientos huracanados? Posible. Pero estaba claro que la actividad sísmica era la causa.

     Al día siguiente partíamos en tren desde Moscú al sur de la Siberia. Iba hablando con Chernov  y Kamkov sobre el lago, y éstos me explicaban que su edad podría situarse entre los 20 y 25 millones de años. Por increíble que esto parezca, su largo sedimento  marino, de 31,500 kilómetros, jamás se había visto afectado por ningún glaciar continental. «Sin embargo», terció Kamkov, «Lo que natura nunca estropeó, el hombre en menoscabar no tardó: desde la década del cincuenta, una planta procesadora de pulpa de madera y celulosa no ha cesado de contaminar el lago con sus desechos tóxicos; y por otro lado, las nuevas técnicas de pesca, por demás bárbaras, en las que se utilizan hasta bombas para atontar a los peces, han comenzado a destruir irremediablemente su lecho, con la consecuente perdida del hábitat marino. El Baikal, antes lleno de vida y riqueza, mi querido Bruno Colono, ahora muere agónicamente». El tren seguía su marcha. Antes de llegar al lago nos detuvimos en Burytia, en el sureste, y luego en Oblast, al noroeste, hasta que finalmente llegamos a Irkutsk, a orillas del Baikal. El panorama era fantástico, la representación del Paraíso en la Tierra, adornado por un magnífico conjunto de montañas cubiertas por la taiga, en cuyos largos senderos podía verse el lerdo correr de los osos. De entre las 22 islas del lago, sobresale la de Oljon, defendida por dos emergentes titanes rocosos, hogar de la única foca de agua dulce, la nerpa. 

     Elegimos a Oljon como nuestra base de operaciones. Para las labores de inmersión, la Armada nos prestó un buque de auxilio submarino, el A-40 Nereida, de 53 metros de eslora, y un sumergible autónomo, el Ictíneo 2000, de cinco hélices, equipado con cuatro reflectores, dos sonares –uno para exploración y el otro para tipificación–, cámaras de video, brazos, y una cabeza independiente del cuerpo de la nave. Integraríamos la tripulación del sumergible Dimitri y yo, en tanto que el A-40 Nereida sería capitaneado por Chernov, asistido en el mando por Kamkov. Con el Nereida, y el Ictíneo en remolque, empezamos a explorar el lago desde la superficie, utilizando primero el sonar y luego el radar tridimensional SAR. Fijos los ojos en los instrumentos, Chernov me aturdió con una confesión: «Voy a decirte algo, Bruno, ya que estamos en la hora de la verdad: Mira, tú, yo, y todos en este buque, no estaríamos aquí si la Armada no estuviera tan interesada en encontrar y recuperar un mini-submarino, el Seehund, que se perdió en esta aguas no hace siquiera una semana. Esta tragedia le ha costado ya el puesto al general Gennadiy Sokolov».  Me quedé paralizado por la sorpresa. «¿Quieres decir, Chernov, que no estamos aquí para investigar sobre las causas que provocan estos naufragios?». No, Bruno, la Armada ha perdido este minisubmarino, dotado con arsenal nuclear, y desea recuperarlo. «Esa es la verdad, amigo, y te la he dicho para que no busques en vano por el fondo lacustre. Si te sientes engañado, Bruno, y quieres marcharte ahora mismo, no te detendré». Ladeé la cabeza. Me enfurecí y dejé escapar una sarta de insultos.

     Me encerré en uno de los compartimientos del barco. Estaba furioso. ¡Por qué no me habías dicho la verdad antes! ¡Temías acaso que no aceptara tu propuesta desde el principio! Estaba desilusionado porque los objetivos de la misión habían cambiado, ¡en realidad nunca existieron! Unos toques resonaron en la puerta. Era Dimitri. ¡Pasa! «Mira, Bruno, sé que estás muy molesto. Pero necesito de tu ayuda. Para mí no se trata del minisub, sino de la región del Baikal. Los naufragios la han empobrecido. Velo de esta manera, Bruno, si encontráramos el Seehund, podríamos determinar con exactitud las causas que originan estas catástrofes. ¡Vamos, hombre, únete al equipo!». Cavilé un buen rato. Al final, las palabras de Dimitri me convencieron. ¡Está bien, te ayudaré! Volví a la cabina. Chernov seguía ocupado viendo por la pantalla del radar tridimensional, en tanto que Kamkov observaba por el sonar. Pronto aparecieron en ambas pantallas las grandes formaciones rocosas. ¡Están cerca de la fisura!, dijo Chernov. ¡Tendremos que bajar a inspeccionar!  Preparamos el equipo. Bajaríamos Dimitri y yo. Nos vestimos con nuestras escafandras y abordamos el sumergible.

     Con el Ictíneo 2000, nos hundimos bajo las aguas cristalinas del lago. Descendíamos. Cincuenta metros, cien metros, burbujas, nerpas nadando, doscientos, trescientos, un banco de peces omul, ¡pronto llegarán a la cota de los quinientos, Bruno!, seiscientos, ochocientos, los peces golimiankas chocan contra los vidrios de cuarzo, ¡mil trescientos metros! Bruno, detente.  ¡Enciende los reflectores! Sonar uno y dos activados. Recepción de datos. Estamos a trescientos metros de las formaciones rocosas, a un paso de la fisura continental. Columnas de aguas termales brotan violentamente del fondo.

     –¿Traducción de datos, Dimitri? –Éste se acomodó en la silla–. Velocidad, estática. Posición, 53°5,9"N, 108°2,34"E. Profundidad, mil trescientos metros. En resumen, todo a las mil maravillas, Bruno. Podemos avanzar.

     Nos dirigimos hacia la enorme grieta, una enorme fosa que parecía hender las entrañas de la Tierra, buceando graciosamente en las profundidades, como un pececito tigre en su pecera, ansiosos por cruzar las grandes masas rocosas que nos obstaculizaban el paso. Nadábamos con cautela. De repente, el Ictíneo 2000 se sacudió con impetú.

     ¡Por un demonio, Dimitri! ¿Qué ocurre?, pregunté. No lo sé, Bruno. Quizá sean los efectos de la turbulencia sísmica. Espera. Mira la pantalla del sonar, ves ese punto, se mueve, ¡es una roca gigantesca! El sismo la habrá soltado de alguna escarpa. Bruno, apúntala directamente con el reflector; parece rodar por el lecho lacuste y venir hacia nosotros. ¡Maldición, el alcance de este foco es muy corto! Esperemos a que se acerque rodando. Bruno, ¿podría su fuerza magnética alterar el funcionamiento de la nave? ¡Es una roca colosal! No lo sé. Algunos teóricos como Bierlitz aseguran que sí, que podría aturdir los mecanismos eléctricos, haciéndola naufragar, pero… Nos la tendremos que jugar, Dimitri, es necesario dar con el paradero del Seehund. El Ictíneo volvió a estremecerse.

     –Está ya a doscientos metros, Bruno, justamente debajo de nosotros.

     –Bruno, ven, acércate. Observa el radar uno. ¿Ves esos otros puntos allá, en el fondo, cerca de las formaciones de roca? ¿Los ves? Creo que son restos de embarcaciones…

     –¡Eureka, Bruno! ¡Es un cementerio marino!

     «Bruno», escuché por el audífono, «Soy Chernov. No entres a la fisura. Vuélvete. El sonar me indica que una gran masa se acerca a ustedes. Esto no me gusta. ¡Espera! El SAR me dice que esa cosa empieza a ascender del fondo abisal. Va hacia a ustedes. ¡Lárguense de allí en este momento, Bruno! ¡Es una orden!».

     «Vamos, Chernov», le contesté, «No es más que una roca. Nosotros ya hemos detectado sus movimientos por medio del sonar dos. De hecho, ya la estoy apuntando con los reflectores. No te preocupes, hombre, déjanos investigar, que aquí todo marcha bien. Por cierto, diles a los de la Armada que vayan aflojando la chequera. Hemos encontrado un cementerio de embarcaciones. No tardáremos en localizar al Seehund».

     Seguía apuntando perpendicularmente. ¡No se ve nada, Dimitri! ¡La gran roca se acerca, Bruno! ¡A cien metros! ¡Apunta, apunta más abajo! ¡Sigue apuntando con los reflectores! Saca ahora la cabina autónoma de la nave para captar mejor la imagen. Ésta se eleva despaciosamente en medio de las burbujas. Listo. Focos en posición.

     «Bruno», volví a escuchar por el intercomunicador, «¡No te lo estoy pidiendo de por favor! Regresa. No sabemos cuánta potencia magnética pueda estar concentrada en esa piedra. No deseo perder al Ictíneo. Es un equipo caro. Enviaremos una sonda para que investigue los restos de barcos. Vuélvete. ¡Y es una orden!»

     «Está bien, Chernov. Como tú digas. Volveré a la superficie».

     ¡Quién entiende a los rusos! Dimitri, asciende. A unos cuantos metros de la fisura continental, a dos pasos del cementerio de embarcaciones, sentía, acerbamente, que el Seehund se me escapaba de las manos. Pero pudo más la curiosidad. Volví a apuntar con los reflectores. Por desgracia, la iluminación interna del Ictíneo reflejaba nuestras propias figuras en los cristales, impidiéndome tener una visión clara del exterior. ¡Maldición! Apoyé el rostro contra los vidrios helados, encombando las manos, y descubro, sobresaltado, una agitación por entre las aguas fuliginosas. ¡Es la roca acercándose!, pensé inmediatamente, ¡Y no tendremos tiempo para evitar el impacto! ¡Dimitri! Me serené. Necesitaba de un juicio más moderado. Volví a llamar a Dimitri, pero esta vez calmado. Ven a ver esto, amigo. ¿Qué ves? Nada. ¿No detectas cambios en la corriente hidrotermal, quizá una ligera turbulencia? No. Espera. Déjame observar más detenidamente. Sí, ahora creo que empiezo a verlo bien. ¡Por Dios Santo, Bruno! ¡Unas fauces monstruosas se abalanzan contra la cabina! ¡Es un monstruo  marino! ¡Apaga, apaga los reflectores! ¡Nos devora!

     Era una enorme serpiente que nos engullía en una fugaz bocanada. ¡Nos devora, Bruno! Dimitri perdió el control, y, gritando en la oscuridad, me pedía que hiciera algo. Podía escuchar sus pasos alocados colisionar contra las sillas, aterrado por la entrada de un líquido verdoso en la cabina, en tanto que unos olores irrespirables nos asfixiaban. Yo seguía pulsando la radio, tratando de contactarme con el Nereida. Fue en balde. Desesperado, no sé me ocurrió otra cosa que pisar el acelerador de las hélices al máximo. Éstas, cortantes, trozándole la lengua, hicieron que la bestia nos escupiera.

     «¡Chernov, auxilio, Chernov…!», alcancé a gritar por la radio, pero un coletazo nos aventó de golpe al fondo de la fisura.

     Íbamos cayendo vertiginosamente hacia el núcleo terrestre, seguidos por aquella titánica sierpe; Dimitri cayó de bruces sobre los controles, golpeando su cabeza contra los instrumentos. Encendí los reflectores pero los volví a apagar, procurando oscurecer la visión de la gigantesca criatura, pero fue en vano. Otro coletazo. Salimos disparados como una bala. Durante el trayecto, ésta parecía jugar con nosotros, enrollándosenos, en lances rápidos, por el sumergible, a la vez que se desdoblaba para seguirnos por detrás. Abría descomedidamente la boca, enseñando sus filosos dientes, dándole golpazos a la cabina. Ya se aprestaba a devorarnos otra vez en una boconada, cuando el Ictíneo ingresó en una de las tantas grietas del fondo marino. Por su talla ciclópea, no pudo entrar. Se revolvía afuera tan frenéticamente, golpeando los bordes de la hendidura, que varias rocas nos cayeron encima. El Ictíneo volvía a estremecerse, vibrando excesivamente por la presión del agua, casi a reventar.

     Estábamos perdidos en la oscuridad de la caverna. Entre tanto alboroto, lo primero que hice fue atender a Dimitri. Luego revisé los instrumentos y el panel de control. Los daños no llegaban a graves todavía, muy a pesar de la tunda. Encendí las hélices del Ictíneo. La nave seguía temblando. Quise comunicarme con Chernov, pero la antena de radio estaba dañada. ¡Demonios! Las rocas habían dejado de caer, y la bestia, cansada, terminó por marcharse, ascendiendo. A salvo, me dije. Dimitri despertó. ¡Bruno, es la bestia del Baikal! ¿La bestia? Sí, la de las leyendas mogolas… Cálmate, Dimitri. Estás golpeado. No te preocupes más, ya no está aquí, se marchó, sube.

     ¿Sube? Sí, huye a refugiarse en su nido, quizá esperando nuestra salida de la cueva. ¿Sube, Bruno? Sí. Esperaremos. Pero cálmate. Intentaré contactar con la superficie para que vengan a rescatarnos. Entonces me acordé de que el animal era un devorador de barcos. ¡Por Dios, Dimitri, tienes razón! Se dirige hacia el A-40 Nereida! ¡Chernov! ¡Morirán engullidos! Arranqué la nave y me dirigí rápidamente hacia la superficie, con la esperanza de avisar a Chernov sobre la amenaza que lo acechaba. Si llegábamos a tiempo, toda la tripulación del Nereida se salvaría de morir devorados. Dimitri trepidaba. Se tiró en una silla y se echó a llorar.

     Remontábamos los metros aceleradamente. Mil, setecientos, cuatrocientos, la cota de los doscientos, cien metros, cincuenta, y ya emergíamos de las aguas, con las gotas rodando por los vidrios de la cabina, cuando ante nuestros ojos, sin que todavía pueda creerlo, la bestia enroscaba su cuerpo a lo largo del buque, constriñéndolo, amordazando la popa del Nereida, al que empujó hacia el fondo del lago mientras gruñía terriblemente. Dimitri pegó un grito de horror. Chernov, Kamkov, y la tripulación entera se hundieron bajo las aguas. Impotente, con los puños en el timón, lloré desconsolado. Dimitri estaba fuera de sí, y me pidió que huyéramos hacia la vertiente del río Angara, donde encallamos en unas de sus orillas.  Un sentimiento de culpa y revancha se apoderó de mí. Pero era imposible hacer algo. La bestia era imbatible.

     El misterio del Baikal había sido desvelado, pero la misión fue un rotundo fracaso, y el caso del Seehund fue engavetado en los archivos azules de la Armada. El Gobierno tampoco creyó en nuestros informes, burlándose de nosotros. ¡Cómo en el siglo XXI podrían existir criaturas del mesozoico! En cambio, crearon una zona de paso restringido en medio del lago y vetaron la navegación en los días de otoño, cuando arrecian los vientos. Esto hizo que Dimitri, frustrado, sucumbiera ante el alcohol. Ya arruinado, no cesaba de hablarme de Chernov, Kamkov y de todos los pecados que lo atormentaban, perdiéndose en monólogos vacíos y lastimeros. Intenté ayudarle, pero éste se enfurecía y me atropellaba. Dejó de recibirme en su casa y nos distanciamos un buen tiempo. La experiencia fue dura para ambos. Dejé Rusia y volví a mi hogar, Centroamérica, muy adolorido por las circunstancias.

     El invierno comenzaba; estábamos en junio. En uno de esos días, regresando de unas exploraciones en los yacimientos petroleros de la región del Cabo de Gracias a Dios, en la Mosquitia, aterido por la lluvia del trópico, una llamada cayó a mi celular. Era Dimitri. Su voz, de por sí idílica, hechizaba: «Bruno, amigo mío, he aprendido a superar mis miedos. Estoy preparado para acometer una nueva empresa. Acabaré con la bestia del Baikal». Nada en la vida me ha enervado tanto los pelos como esas palabras de Dimitri. Deliraba. «Lo tengo todo listo, amigo. Todo el equipo. Pero, sabes, ahora ya no bajaremos en el Ictíneo (los malditos de la Armada creen que estoy loco) sino que un batiscafo. ¿Recuerdas el Thresler? Se los saqué prestado a los de la Fundación Oceánica Rusa. Nos debían ese favor». Ahora eran mis miedos los que me abrumaban. De plano, me negué. Lo siento, Dimitri, pero no puedo. Es imposible vencer a la bestia en su propio hábitat. «Vamos, Bruno, no me abandones. Necesito tu ayuda». No, Dimitri. Tu empresa lleva el estigma del fracaso desde el principio. Suponte que bajaras al fondo, ¿pero y qué? ¿Cómo destruirás a la bestia? «¿Quieres saber cómo? Vente a Sibirskoje, a casa de Praskovya Kuznetsova, calle 12 Kemerovo. Te estaré esperando». Dimitri, tal vez desquiciado por el alcohol, rayaba en la locura. Lo siento, amigo, pero no te acompañare en esta monomanía. Adiós.

     Pasaron varios meses desde aquella absurda conversación, y me olvidé de Dimitri y de todo lo ruso. Y aquellos ojos azules en cabelleras de oro dieron paso a los ojos marrones del maíz de mi tierra. Incluso, ¡los años pesan!, me comprometí con una linda campesina, del occidente, que me recordaba mucho a mi madre. Viajaba semanalmente de San Pedro Sula a Brus Laguna, plenamente imbuido en mis estudios petrolíferos, y ya gozaba de una vida convencional, cuando, ¡ay, ese bendito ‘cuando’!, recibí un email en mi laptop. Decía: «Mi estimado Bruno Colono. Le escribe Mijail Lébedev, nieto de la señora Praskovya Kuznetsova. Lamento comunicarle que nuestro amigo Dimitri Pavlovich ha fallecido trágicamente en un accidente de fragata, mientras surcaba las aguas del Baikal. Su última voluntad, expresada a mi honorable abuela, fue que le avisáramos  a usted en caso de que ocurriera un hecho funesto, como desgraciadamente ha acontecido. Mis sentidas condolencias, señor Bruno Colono. Firma, Lébedev. P.d. El batiscafo y la máquina hidrostatergática serán devueltas a sus propietarios, a quienes hemos notificado ya. Éstos, amablemente, nos han prometido que vendrán a recogerlas dentro de tres semanas». 

     Lloré amargamente la muerte de Dimitri. Y fue todo lo que pude hacer. No me enfrentaría a esa bestia marina de 600 metros. ¿Y cómo vencerla? Era invencible. Estaba claro que había sido perturbada en su propio hogar. ¿No la habían enfurecido acaso los contaminadores del lago y los bombardeos de los pescadores? La paga del pecado es la muerte, como gustaba decir Dimitri, citando los proverbios del Libro Santo. ¡Demonios déjenme en paz! Ahora mis noches eran infernales. Soñaba con Dimitri emergiendo de las aguas, acariciándome con sus manos, abiertas y cubiertas de algas, señalándome el pueblo de Sibirskoje. Y también con el rostro de Chernov, comido por los omules, batiendo su quijada en un gesto de agudo dolor. En otras, era la calavera de Kamkov que se me aparecía al lado de la cama, dándome la ubicación del Seehund, el minisub artillado con misiles nucleares. Enloquecía. Debía acabar con la bestia o acabar con mi vida.

     Partí a Sibirskoje una semana después del email. Estaba decidido a enfrentarme a mi némesis. Me daba igual si perdía la vida o no. Vivir era el tártaro mismo. Di con la calle Kemerovo y con la casa de Kuznetsova. Me recibió Lébedev. Hablamos, le expliqué el asunto, y me llevó hacia una bodega. «El difunto Pavlovich dejó esta carta para usted», dijo alargándome un papel sellado. La abrí. Se leía: «Bruno querido, aquí tienes el batiscafo y la máquina de Fréminet, úsalos, te ayudarán en mucho. Pídele a Lébedev que te lleve hacia unos cajones que están arrinconados en una esquina de la bodega. Ábrelos. Una vez me preguntaste cómo destruiría a la bestia. He ahí mi respuesta. Firma, tu amigo por siempre, Dimitri Pavlovich. Un beso». Seguí cabalmente las instrucciones. No podía creer lo que veían mis ojos. Escondidas en el heno de los cajones, brillaban, fulgentes, las ojivas de unos misiles. ¡Finalmente diste con el paradero del Seehund, Dimitri!, exclamé sorprendido. Me puse a trabajar enseguida, auxiliado por Lébedev, e hice algunas reparaciones y adiciones al batiscafo, además de soldarle los misiles en ambos lados. Con la ayuda de un amigo de Lébedev remolcamos la nave hasta el lago. Ya en sus aguas, me embutí en la escafandra metálica, hice que me socaran los tornillos, y lo abordé.

     Antes le había alcanzado una carta para mi novia a Lébedev. No dejes de enviarla, amigo, por favor. Cerré la escotilla. Una cosa me preocupaba: la nave no era autónoma y dependía del barco en la superficie; en cambio, la bestia era asombrosamente ágil. La lucha sería muy desigual. Bajaba. Cien metros, doscientos, y contando, ¡la cota de los mil trescientos metros! Encendí los focos. Las cordilleras se alzaban justo enfrente de mí, tupidas de bosque marino y  esponjas coralinas, y ya descendía por entre unos torbellinos de agua caliente, cuando el batiscafo se estremeció violentamente. ¡La bestia se acerca! ¡Los temblores no cesaban! Es su paso mortal. Pero me equivoqué: era la presión del agua que hacía estragos en la cabina. Los tornillos de los portillos se aflojaban por la presión, y chorros de agua empezaron a inundar con fuerza la nave. Todo temblaba, el panel de control, las palancas, los vidrios de los medidores, ¡todo! y sin parar. La antigüedad de la nave y el uso excesivo me pasaban la factura. Yo me sostenía aferrado del timón, pensando en que no sería la bestia quien me destruiría sino que el batiscafo mismo. Sin la protección de la nave, yo no podría resistir la compresión y moriría. ¡Qué tonto he sido por seguir los consejos de Dimitri! Mis ánimos decaían. El agua seguía filtrándose. Buscando entre los repuestos, tropecé con un tubo de silicón que, ilusamente, creí me ayudaría a mermar los daños, ya irreparables.  

     Corría de un lado a otro, pasta en mano, sellando los bordes, tapando los torrentes de agua, con la cara pegada a los vidrios, sudando de la aflicción. Un pizca de silicón cayó en mis ojos, ¡ah, arde!, los froté, y entonces pude verla rugiendo sordamente en las frías aguas, exhibiendo sus  afilados dientes a través de la ventanilla. Atolondradamente, me enganché del timón, e intenté apretar los botones que accionarían los misiles, pero la bestia le pegó un coletazo a la nave. Y ésta, sujeta al barco por una cadena, empezó a desplazarse de un lado a otro, sin freno, como si fuera un péndulo endemoniado. Trataba de devorarme, lanzando sendas dentelladas, pero pifiaba por la rápida traslación del batiscafo. Se agitaba furiosa, ondulando su largo cuerpo, ávida por asirse de la nave, abriendo las fauces y dándole golpes a los vidrios de la cabina. El movimiento de traslación no hacía otra cosa que aumentar el caos dentro de la nave, que se iba desbaratando pieza por pieza. Primero fue la hélice, desde donde salió un gran chorro de agua que me golpeó atrás de la espalda, aventándome sobre los controles. Luego la escotilla cedía, a punto de estallar. Los vidrios se resquebrajaban y algunos segmentos eléctricos saltaban en pedazos sobre mi cabeza. La nave crujía. Desconsolado, acabado anímicamente, me eché a llorar en la silla.  ¡El fin!

     Pero no para la bestia. La rápida traslación del batiscafo menguaba. ¡Una dentellada más, y me devorará!, dije tristemente. Apenas hube dicho estas palabras, cuando vi sus grandes fauces ante mis ojos. ¡Me engullía! ¡Grité, grité, horrorizado, agazapado en el piso de la cabina! Zambullido, líquidos verdosos y blancuzcos envolvían la nave, derruyéndolo todo alrededor. Los discos musculosos de la garganta constreñían la nave con tal fuerza, que el techo empezaba a acoplarse contra el piso, a metro y medio de la muerte por aplastamiento, mientras caía gradualmente hacia las entrañas, repleta de ácidos sulfúricos. Encendí los tanques de oxigeno de mi escafandra. ¡Ya no hay más que hacer!, pensé resignado. Únicamente haría más lenta la agonía. Esperaría a que el oxigeno se acabara y de seguro que luego dormiría un sueño profundo, eterno. ¿Es esto la muerte, Bruno? ¡Vaya, no difiere en mucho de echarse a dormir en la cama! Me abandoné en la silla. La nave seguía achicándose, y yo nadaba en secreciones repugnantes. Unos minutos después, ya asfixiado por la corrosión de los fluidos, unas corrientes de aire y agua me sacudieron. ¡Abre la boca!, exclamé atribulado, ¡Sube y baja por la superficie! ¡Lébedev! ¡Será devorado por la bestia! Mis ánimos se recalentaron. Entonces me acordé de los misiles. Sujeté el timón de la nave y apreté los botones. Nada. Ninguna descarga. ¡Oh, Dios! Imploraba en vano. Apreté una y otra vez, enloquecido, gritando con desesperación, ¡muere maldita bestia, muere maldita bestia, y muere conmigo!, hasta que perdí bruscamente el sentido. Sentía, en mi subconsciente, un alivio y una paz indescriptibles, envuelto en una luz resplandeciente. Finalmente me había encontrado más allá de mi mismo, unido con el todo Total.

     Recuerdo que antes del desmayo escuché un gran estruendo. Lébedev dice que me recogió flotando en medio del lago, protegido por la armadura, perdido el conocimiento. ¡Fréminet te ha salvado, amigo!, bromeó. Agregó que antes había visto nadar a al engendro marino por encima de olas tan altas como los cuatro metros, aproximándose arrebatadamente a demoler el barco de arrastre. Subía y bajaba por la superficie, con las grandes fauces abiertas, cuando estalló bajo las aguas, despedazada. Y al decir esto último, se saltaba el suceso, gritando, feliz de estar vivo, dándome besos en las mejillas: Ya pozdravlyayu  tebya, ya pozdravlyayu tebya, Bruno![8]

     Había sido el fin del misterio del Baikal. Pero el comienzo mediático del lugar. Era tan increíble la historia de un hombre de metro setenta luchando contra una bestia no menos que sobrenatural, que el Baikal entró en su época de Renacimiento. Los turistas lo abarrotaron, los comerciantes florecieron y la industria naviera resurgió de sus tragedias.

     En cambio a mí, la experiencia no cesó de atormentarme toda la vida, aparte de que no me dejó un centavo en los bolsillos. Seguía soñando con Dimitri, Chernov y Kamkov, pero éstos ahora aparecían más humanizados en mis pesadillas, ora consolándome, ora aconsejándome. En cuanto a Lébedev, se hizo rico firmando exclusivas para la prensa. Volví a dejar Rusia, pero esta vez recordándola y amándola más que nunca.

     Varios meses habían pasado desde aquella aventura, y en estos días de verano, en plena Semana Santa, mientras disfrutaba de mis vacaciones en el refugio natural de vida silvestre Jeannette Kawas, en las costas de Honduras, junto a mi amada, leía en el periódico la siguiente noticia:

     «22 de marzo de 2008. Sydney. Australia. AFP. El navío Lord of the Sea, que cubría el trayecto entre las islas Fidji y Australia, fue atacado por una Medusa Gigante de aproximadamente 700 metros de longitud. Ante el pedido de auxilio de la embarcación, un remolcador fue en su ayuda y tuvo que utilizar dos potentes mangueras de agua a presión para expulsar al monstruo de la cubierta».

     Lucía, mi novia, al verme tan concentrado en el artículo, sintiéndose groseramente desatendida, se me acercó reclamándome: «¿Qué te pasa, Bruno, estás hasta pálido? Bien sabés que me cae mal que leás andando conmigo». Me agarró desprevenido. Le dije unas cuantas palabras de disculpa, torpes al fin y al cabo, pero francas, al tiempo en que una llamada hacía sonar escandalosamente mi celular: «Bruno Colono? It’s Matthew Porthmouth, from the Australian Maritime Institute. We need your help to fin…»




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Texto agregado el 02-09-2021, y leído por 225 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-08-2022 Pues este cuento es demasiado...demasiado realista.. edrapecor2022
 
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