Un texto del año pasado, que ya había puesto por aquí.
No son serpientes venenosas,
pero me muerden y envenenan.
No tienen una forma propia,
pero ahí están, acosándome.
No son monstruos horripilantes,
pero sus voces susurran mi nombre y me aterran.
Son astutos, malditos,
se esconden en los rostros de la gente,
en la forma de sus cuerpos,
en las palabras que pronuncian.
Semi ocultos, aparecen de pronto,
se burlan de mi debilidad,
se carcajean de mi angustia,
se meten bajo mi piel haciéndome temblar.
Sus escondites favoritos:
los ojos de una mujer bonita,
algún pensamiento prohibido,
un fugaz gesto inocente.
Entonces me quedo tieso,
como una vara seca,
quieto como el frágil tronco de un arbolillo,
temblando como sus hojas con el viento.
Bajar los ojos, no mirar,
respirar profundo,
huir del lugar inseguro,
buscar la reconfortante soledad,
nada es suficiente para espantarlos,
para evadir su terquedad.
No son fantasmas intangibles,
pero igual me asustan.
No son Frankenstein ni Drácula,
pero me cago de miedo con ellos.
No son el Tiranosaurio Rex o raptores,
pero igual trituran mi cerebro y mi alma.
Son mis demonios interiores,
zafios, informes, feroces,
los verdugos de mi tranquilidad.
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