Contar el cuento, embolar la perdiz, mentir utilizando un sinnúmero de recursos retorcidos, es parte de nuestro ser. Nos lo han contado, el dedo del otro ha sido introducido flagrante en nuestra boca crédula. También hemos utilizado esta faramalla para conseguir algo ínfimo. Quizás la mentira más grande que podemos expresar es “yo nunca he mentido”, recibida con el jajajeo perverso y sofocado de los demás. Quizás eso de esquivar a propósito el recurso lineal de la verdad produzca una revulsión en nuestras hormonas, puede ser fascinante burlar ese paradigma para internarse en un camino amañado. Los medios omiten y esa omisión tiene el pelaje indistinguible de la mentira. Los políticos redactan promesas con la conciencia cierta y displicente que mucho de aquello no será cumplido. Difieren de los que enarbolan la mentira piadosa, recurso que cubre bajo alfombras mullidas un asunto desgarrador.
“No que me hayas mentido, que ya no pueda creerte, eso me aterra”. Expresó Friedrich Nietzsche, con la esperanza cierta que su credulidad jamás fuese puesta en riesgo. En rigor, algunos sectores de la iglesia católica enrojecerían ante esta sentencia. “De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes”. contrapuntó Jules Renard, el escritor y dramaturgo francés y Rober Louis Stevenson, escritor británico, insinuó que “Las mentiras más crueles son dichas en silencio”. Sólo queda inclinar la cabeza y aguardar que aquello no cobre voz y destruya el alma, aunque intuyamos que ya la perdimos.
Desde niño, he leído y escuchado los elocuentes pregones que anuncian el fin del mundo. En este instante crucial, los mismos que con garganta desgarrada propalaban este asunto, hoy acallan sus dichos, con el terror vivo acuciando sus carnes al imaginarse ya involucrados en el corrosivo instante de la clausura de los tiempos, léase epidemias y su recrudecimiento exponencial. Es posible que la tierra no perezca por alguna invasión abrupta desde el espacio: meteoros gigantes, explosión solar o choque violento con otro planeta. El germen de la destrucción habita en nosotros mismos, en las prendas que vestimos, en lo que degustamos o en la vivienda que nos cobija, en la tecnología que ahora me brinda la posibilidad de prescindir un lápiz para machacar a cambio este teclado alfanumérico. La calidad de vida moderna sólo es el producto de millones de chimeneas creando fumarolas negras que permiten predecir lo agorero. Nada nuevo bajo el sol, pero esta vez con la soga presionando la garganta. Miente el que niega que exista cambio climático, mientras le chorrea transpiración en las estepas otrora nevadas. Mienten los empresarios y cubren la verdad con quimeras. La mentira crea fastuosas instituciones mientras sus prosélitos construyen bunkers en las profundidades buscando una salvación ante lo inevitable.
Yo aventuraría otro dicho que es muy posible que sea practicado por muchos: “Yo no miento, sólo creo una realidad paralela”. Y también es probable que sofocado por el tema, ya no quiera continuar escribiendo y engarzando palabras en esta planilla virtual. Lo que también es algo que desdicen mis propios dedos, siempre prestos a trotar como corceles tras el tironeo inquietante de estas palabras que me escuecen.