A cada trabajador se le permitió traer un bolso con ropa y su caja con herramientas. Eso bastaba, dijo Cisternas, porque las habitaciones no eran muy grandes y todos los fines de semana bajaríamos al pueblo. El hotel que íbamos a terminar estaba ubicado en un valle a los pies de la cordillera, a dos horas en camioneta desde el pueblo más cercano. Al llegar nos dividieron en grupos de a cuatro y nos asignaron una pieza con dos literas. En mi grupo habíamos tres hombres y una mujer. Mauro, el electricista, el albañil Luis, Tina, la gasfíter, y yo el carpintero. Cuando llegamos al cuarto tiramos los bolsos y las cajas en cualquier parte. Eran las nueve de la noche, estábamos cansados por el viaje y sólo queríamos dormir. Intercambiamos alguna conversación trivial para conocernos un poco, saber qué hacíamos, de dónde veníamos y ese tipo de cosas. En el momento de repartirnos las camas, Tina se paró enfrente de nosotros y dijo que era lesbiana, que estaba acostumbrada a trabajar con hombres y que ni se nos ocurriera pensar o insinuar “algo”, porque nos daría tal puñetazo en el hocico que no podríamos comer en una semana. Lo dijo con una serenidad que nos descolocó, pero efectiva para despejar toda duda. Sí sí no hay problema, está clarísimo, afirmamos los tres.
Quizá para aflojar la tensión Luis y Mauro dijeron que no les molestaba dormir en las camas de arriba, así que Tina y yo nos tomamos los catres de abajo y sin más preámbulos nos empezamos a desvestir. Hacía un frio terrible. Fui el primero en meterme a la cama, pero el último en dormir. El murmullo del río y la declaración de Tina me desvelaron. Me puse a pensar en que ella, probablemente, muchas veces se habría visto en situaciones así, y pensé que su estrategia defensiva era bastante razonable. También, no sé por qué, pensé en sus padres. Se me ocurrió imaginar sus caras y su reacción al escuchar a Tina diciéndoles que era lesbiana: papá mamá, soy lesbiana ¿Qué habría hecho yo? Sus ronquidos me trajeron de nuevo al cuarto, y luego los de Luis y los de Mauro. Intuí que iba a ser una larga noche y sentí un enorme arrepentimiento por haber ido, pero ya estaba ahí y necesitaba la paga. Tenía que aguantar. Recién un poco antes del alba me quedé dormido profundamente y soñé con el trabajo.
Al despertar me di cuenta que mis tres compañeros ya estaban en pie y vestidos. Sin salir de entre las sábanas y un poco avergonzado empecé a buscar mi ropa. Observé de reojo que Luis y Mauro se llevaban bien, hablaban muy animosos. Vi ropa empolvada en un clóset destartalado que estaba al fondo y en los dos colgadores a cada lado de la habitación. Seguramente era de los trabajadores que se habían ido el mes pasado. Mi ropa no estaba a los pies de la cama. Pregunté si la habían visto y Tina me contestó que ella la había encontrado en el suelo y que la había dejado encima del clóset. Me levanté y fui a por mi ropa. Me vestí y me senté al borde de la cama para ponerme los zapatos, que debían estar por debajo. Metí la mano y tampoco los hallé. No quise preguntar de nuevo y me hinqué y metí la cabeza y vi un montón de zapatos revueltos, pero de los míos ni seña. Me quedé un rato hincado, la situación era extraña, pero empezar el día sospechando un complot en mi contra era aún más absurdo. Apenas nos conocíamos. Sólo murmuré que no encontraba mis zapatos y seguí revisando debajo de la cama. Había otros, pero estaban roñosos y ninguno tenía su par. Entonces se me ocurrió que, así como había tirado la ropa al pasillo, también podría haber movido los zapatos a la litera de al lado. Me di la vuelta y gateé para auscultar, pero choqué con las piernas de Tina. Le dije, apurado, que sólo estaba buscando mis zapatos, nada más. Deben estar allá, dijo ella desde arriba, sonriendo, inmensa, y me indicó un rincón donde había otros. Me paré y fui a revisar. No vi los míos, pero como nos estaban llamando tomé los primeros que parecían de mi número y me los puse.
Afuera de la habitación estaba el jefe esperándonos. Cuando me asomé detrás de mis compañeros y lo vi no lo podía creer, nuestro jefe, es decir, el dueño del hotel que íbamos a terminar, era Andrés Alamand, el político derechista. Lo conozco bien porque soy un ciudadano bien informado, y leo el diario. Además, con mi hija Viviana, la mayor, que está en primer año de universidad, conversamos harto sobre política.
Alamand vestía una chaqueta jaspeada café claro, un chaleco verde y pantalones de mezclilla. Un bolso de cuero para documentos le colgaba del hombro izquierdo. Calzaba zapatos outdoor hasta el tobillo, con suelas gruesas y broches impermeables. Cisternas estaba detrás de él con las manos atrás.
Una vez reunidos todos los trabajadores en semicírculo Alamand inició su discurso de bienvenida. Al principio yo no lo escuchaba, ocupado en observar su cara arrugada, sus ojos pequeños y su gran boca que abría y cerraba y estiraba como los dibujos animados. Lo raro es que de la nariz para arriba nada se le movía. Se notaba un poco ebrio. Cuando le puse atención decía algo sobre el esfuerzo y el sacrificio:
—Si ustedes trabajan bien —los brazos abiertos y mirando a todos—, serán bien recompensados. Yo sé perfectamente lo que significa este trabajo para ustedes —la mano en el pecho—, y me ocuparé personalmente de que reciban el pago que corresponda. Sin embargo —agrega—, también debo decirles que, además del trabajo, hay otras obligaciones que tienen que cumplir. Y para que vean que no son arbitrarias ni antojadizas —enfatiza—, están consignadas en sus contratos.
Alamand buscó en su bolso y sacó unos papeles. Luego de hojearlos, los levantó por sobre su cabeza y exclamó:
—Como ven —otra vez recorre a todos con su mirada orgullosa— aquí tengo sus contratos, todo está en regla, claro y transparente. Horarios, descansos y todo lo demás. También hay una cláusula que deben conocer, y se las voy a explicar para que no haya malentendidos —con el dedo índice apunta a los papeles— La cláusula dice que se les va a descontar del sueldo cierta cantidad por gastos, gastos básicos, yo diría mínimos, que deben pagar —dobla y guarda los contratos al mismo tiempo que mueve la cabeza de lado a lado como para quitar importancia a lo que viene—, es poco, cuentas de alimentación y estadía, como dije, lo mínimo.
Miré a mis compañeros y vi sus rostros serios. Me pregunté si irían a aguantar esta cláusula. Pudieron habérnosla dicho antes de venir. Alamand decía que era poco, pero difícil creerle a un tipo como él, experto en engañifas.
De inmediato cambió de tema y empezó a hablar de la obra. De lo que significaría para la comuna, de las cosas que iban a mejorar, a progresar.
—Lo que haremos aquí, muchachos, será una gran obra. Cuando la terminemos y vuelvan a sus casas estarán orgullosos. Ya verán —Hace una pausa larga, esboza una sonrisa y empieza una digresión sobre el progreso. Es el efecto del alcohol, seguro. Creo que está tomándonos el pelo.
—Este proyecto será beneficioso para todos, y está pensado para potenciar este lugar olvidado del mundo —exagera, y sabe que exagera, pero no puede parar. En las comisuras se le empieza a formar una capa blanca de saliva— Porque, reconozcámoslo, el lugar es bello, pero necesita el impulso de la civilización. Este hotel traerá progreso a mucha gente. Lo sé, soy político y conozco los beneficios del progreso. Ustedes como trabajadores de la construcción también lo saben.
A mí me estaba hinchando las pelotas su discurso. No le veía la gracia escuchar sus cantinfleos a esta hora de la mañana. Además, yo algo sabía de su famoso “progreso”, y no era la maravilla que él decía.
—El progreso, muchachos, es un gran camino —mete la mano en el bolsillo, saca un pañuelo, se limpia la boca y sigue—. Gracias a él todas las personas, y la sociedad, han podido crecer y mejorar su vida. Miren, les daré un pequeño ejemplo para que lo entiendan —y se alegra por lo que va a decir. Entonces yo lo interrumpo y le pregunto:
—Disculpe, señor Alamand —se asombra de que me atreviera a cortarlo, pero igual me pone atención— ¿Cómo sabe usted que el “progreso”, como dice, funciona muy bien para todos?
Noté su pasmo, le cambió el color de la cara, seguro no esperaba que uno de sus trabajadores le hiciera una pregunta así. Mis compañeros de cuarto también se voltearon a mirarme. Y todos en general quedaron atónitos. Luis, que estaba delante mío, me tiró un codazo. Alamand reflexiona unos segundos y, con el ceño fruncido, me pregunta:
— ¿Cómo te llamas?
—Jorge —le respondo.
— ¿Qué haces?
—Soy carpintero.
—Que bien, que bien ¿Sabes algo del progreso social, Jorge?
—Un poco.
— ¿Y qué sabes?
—Que no todo funciona bien. Sino no habría pobres.
—Sí Jorge, pero las cosas no son tan simples como parecen.
—Eso es obvio.
Alamand ya no disimulaba su enojo. Y se le había pasado el efecto del alcohol. Cruza los brazos y me dice:
—Mira Jorge, no creo que sea el momento de explicar las complejidades del progreso social, sería muy largo y ustedes tienen que ir a la obra —apunta sentencioso. Luego recapacita—, yo sólo les iba a contar que vamos a pavimentar el camino de ascenso hasta acá, y eso será un gran avance. En fin. Ya lo conversaremos en otra oportunidad. Jorge, si cumples con lo tuyo, yo cumplo con lo mío y tu sueldo se te pagará entero a fin de mes.
Asumí que estaba despedido, así que me atreví a decirle:
—Con esos descuentos “mínimos”.
— ¡Muy bien! —Interrumpió Cisternas— ¡Ya es hora de ir a trabajar! ¡Vayan por sus herramientas y nos juntamos en diez minutos en la obra!
Todos se empezaron a mover, silenciosos, y por entre el tumulto vi que Alamand le decía algo al oído a Cisternas. Éste me miró, asintió con la cabeza y vino hacia mí.
—Lo siento Jorge —me dijo— te pasaste de la raya y te tienes que ir. Así no se le habla al dueño. A tu edad deberías saberlo.
—Él se lo buscó —le dije—. Pero Cisternas no me escuchaba.
—Al mediodía llega un camión con materiales. Te irás con ellos de vuelta —me ordenó. Luego se unió al grupo que iba a la obra. Vi las espaldas de todos cuando se alejaban. Tina se detuvo unos segundos, se volteó y me miró, indecisa, pero luego siguió caminando. Cisternas no me dijo nada sobre qué hacer el resto de la mañana. Recordé que no había encontrado mis zapatos y me alegré que ahora tuviera tiempo para buscarlos. Luego pensé en mis compañeros de cuarto, sobre todo en Tina, y me puse triste.
Volví al dormitorio y busqué mis zapatos. Los hallé un poco más al fondo de donde creí haberlos dejado. Me cambié y salí a caminar un rato. La mañana estaba soleada y fresca. Pude ver el río, tendría unos cinco metros de ancho, caudaloso y de aguas prístinas. Seguí por un sendero que lo bordeaba y luego me aparté y me metí por una abertura entre los arbustos. Avancé un poco y me detuve en un claro a descansar. La sensación de paz era inmensa. Me tendí de espaldas y respiré hondo. Habré dormido unos minutos. Desperté sobresaltado por un agudo chillido. Por entre los espinos vi que a unos cincuenta metros hacia arriba, en un descampado, estaba Alamand empuñando un palo. Lo acompañaba otro hombre. A sus pies un animal pequeño, enganchado a una trampa, daba sus últimas sacudidas.
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