"No todos pueden ser médicos, no todos pueden ser abogados, pero eso no significa que no puedes devolverle algo a la sociedad, ayudando a proteger a aquellos que amas y también a aquellos que no conoces."
Palabras sacras que Rho, mi jefe de inteligencia, había pronunciado el día que me reclutó en mi fiesta de graduación de la Academia Militar. Por supuesto que semejante gilipollez sólo un mocoso impertinente de mi talante, hambriento de acción y emociones fuertes, sería capaz de tragársela. ¡Me la comí todita, mientras soñaba —no lo puedo negar, tenía la vista sostenida hacia el cielo y los labios arqueados de la felicidad—, con las aventuras de Sir Sean Connery protagonizando al 007 de James Bond y a mí mismo jalando del gatillo al tiempo en que giraba de espaldas dando en el blanco!
Quizá aquello fuera una cosa más hormonal que de oído, pero era indudable que el dulce y pausado ritmo con que Rho pronunciaba estas palabras embelesaban hasta al más lelo de la familia. Y su apostura, por Dios, qué elegancia y qué ganas de ser todo un musculoso alfa follador de mirada fija, voz grave y sensual formalidad. ¡De seguro que este man se follaba a cientos de Monicas Beluccis hasta por debajo de la tubería!
Se los juro. No entiendo por qué, pero cada una de esas escenas volvieron a mi mente en el momento exacto en que escapaba de un comando aéreo del ejército inglés, cuya nave hice explotar, saltando en caída libre desde 4 mil metros de altura.
Efectivamente, soy un agente de “contrainteligencia” del Servicio Secreto, mi identificación codificada, el 70000.
Lo que sucedió después de aquel salto, es quizá lo más loco que me haya pasado. Mientras bajaba jubiloso, feliz de estar vivo, de pronto se me cruzó por los cielos, sin tener la mínima puta idea de dónde pudo haber salido, un hombre que iba volando sentado en un retrete volador, marca “R”.
No es que usted y yo seamos adivinos, o incluso telépatas, pero aquello tenía a todas luces la freudiana pinta de ser una visión surrealista.
Bueno, estoy seguro de que si usted hubiera sentido lo mismo que yo ante semejante espectáculo, avalaría mis sentimientos —más que exóticos en ese instante—, ante todo de sobrada vacilación, que luego se transformarían en miedo y por último en incredulidad.
¿Acaso ya era tiempo de abandonar el peligro de una vida llena de riesgos, mentiras y traiciones? Aunque el trabajo requería de bastante esfuerzo físico y una particular mezcla de destrezas intelectuales, digamos atributos personales que no eran la mayor cosa del Mundo, todavía me gustaba sentir ese espasmo que te desgarra los nervios. Es excitante, pero requiere de sangre fría.
Sin que lo esperara, el hombre que iba sentado en el trono cerámico, con los pelos de punta, la camisa embombada, la faja golpeándole las tetillas del pecho, con las manos bien sujetadas a la blanca base del retrete, se acercó gritándome como un desequilibrado:
—¡Oiga, amigo!
Me negaba a creer lo que veían mis ojos, así que, indiferente, sin contestarle, seguí con mi caída libre. Para ser francos, no sabía si la imagen de aquel hombre era real.
—¡Oiga, oiga! ¿Me escucha usted? —volvió a gritar.
Sacudí la cabeza sucesivamente —incluso me ajusté los lentes—, y puse mis ojos —confieso que aterrado— sobre aquel hombre que iba sentado en el retrete volador. Volví a pegarme unos cuantos golpecitos en la cabeza, para asegurarme de que no estaba delirando.
—¡Vi como explotó su avión! —me gritó el hombre cuyos cachetes inflados por la presión del aire le daban un aire tremendamente cómico—. ¡Maldito gobierno! —siguió—. ¡Socialismo puro!
»¡Marx y Engels deben estar orgullosos mientras se asan de lo rico en el más profundo infierno!»
Flipeé de lo lindo. «WTF», me dije.
El hombre parecía que no tenía más oficio que el de hablar compulsivamente; de improviso, comenzó a cantar:
«Fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-far better
Run, run, run, run, run, run, run away oh, oh, oh
Fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-far better
Run, run, run, run, run, run, run away oh, oh, oh, oh
Yeah, yeah, yeah, yeah!...»
Y viéndome fijamente a los ojos:
«Psycho Killer
Qu'est-ce que c'est
Fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-far better
Run, run, run, run, run, run, run away oh, oh, oh
Fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-far better
Run, run, run, run, run, run, run away oh, oh, oh, oh
Yeah, yeah, yeah, yeah!...»
Claro que todos estos metáboles, expresiones y comportamientos estaban más allá de mi poder intelectual.
—¿Sabe una cosa? —me preguntó mientras se carcajeaba sin motivo alguno.
¿Por qué me pasa esto a mí?, cavilé con una pizca de frustración. Así que emulando al cínico de Diógenes y tratando de espantar a mis demonios interiores, no tuve más remedio que sacarle el dedo medio. Una retahíla de heces fecales salieron expulsados del retrete.
—Ah, el digitus impudicus —me respondió en lo que supuse era la arcaica lengua latina, pero no lo dijo como en una perogrullada sino que con un deje de honestidad que me confundía.
«¿Qué!», grité.
—Rideto multum qui te, Sextille,
cinaedum dixerit
et digitum porrigito medium.
«¡Por un demonio!», me dije. «¡Qué un rayo lo parta!»
—Es un gesto fálico que a través de todas las épocas arrastra una connotación de mal gusto. ¿Aún no ha leído los Epigramas de Marcial? Uh, una pena.
«¿De qué se trata todo este revolú?», grité hacia el firmamento, en busca de una explicación tal vez divina a lo que estaba sucediendo.
—¡Oiga, no, no, no! ¡Qué no es haikú! No, no, no. Le digo que es un epigrama, ¿entiende?, un epigrama no es un haikú porque un haikú no contiene un lenguaje figurado, ni es un vulgar terceto, ni contiene tropos literarios, tampoco es…
Alcé los hombros e hice un ademán de incredulidad con las manos abiertas.
—Bueno... —siguió el hombre todavía sujetado al inodoro—, aunque es cierto que el epigrama cumple, visto desde lejos, con todos los requisitos exigidos por el haikú, pero ¡le aseguro que no es un haikú!
Cerré los ojos; o era mi cerebro el que me estaba jugando un treta por la presión sicológica producto de mi intenso trabajo, o definitivamente me estaba volviendo loco.
—¡Oiga, oiga! —volvíó a gritarme el hombre—. Todo esto es culpa de los comunistas.
—Espere un momento —le respondí—. ¿Podría callarse? No me importa lo que usted diga. Me tiene hasta los cojones con su palabrería.
—Amigo, solo quiero que abra los ojos.
—No quiero que me los abra. ¿Entendió?
—Figúrese usted —dijo otra vez lanzándose unas grandes carcajadas—. Me ha tirado del avión una turba de gente intolerante que no ha tenido el mínimo despacho de coartar mi libertad de expresión. Las dirigía una mujer, una feminazi.
—Escuche —le grité bastante enfadado—. No me interesa. No es mi negocio. Me importa un bledo lo que usted o estas otras gentes piensen. ¿Capicci?
—Amigo, amigo... —dijo el hombre sin prestar atención a mis palabras—: Me han tirado del avión por lo que ha pasado en Canarias.
—Se calla o lo callo con esta Beretta —estaba harto de escucharlo; me toqué el cinto.
—¿Una Beretta? Mala cosa.
Me saqué el arma y lo apunté.
—Vea, vea —dijo riéndose, aleccionándome—. ¿Es que no lo ve? El asa es demasiado gruesa y es evidente que no se adapta a sus dedos cortos.
«¡Insolente!», me dije ladeando la cabeza.
—Además… —prosiguió—. Ese cañoncito no le va a durar nada si llegara a enfrentar un enemigo bien preparado. Uh, qué pena...
Dirigí la punta del arma al centro de su rostro.
—Un momento —dijo, sereno—. Ya casi termino. ¿De casualidad no guarda usted por ahí en su valija un rollo de papel higiénico?
Le quité el seguro a la pistola.
—Guao, guao, guao —continuó, esta vez cantando—: Psycho killer, qu'est-ce que c'est, fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-fa-far better…
Acabó dejándose ir otra secuencia de abundantes desechos abdominales.
Abrí mi paracaídas; lo dejé que se perdiera con la esperanza de que se estrellara de frente contra el piso.
—Escuche —dijo antes de desaparecer—. No tengo nada contra usted. Usted es un alfa, no un beta. Es la antítesis de una feminazi y todo lo que representa, que no es otra cosa que una válvula de escape ante su particular guerra contra el hombre y la feminización de la sociedad.
»El Moronegro, o sea España, es la tierra prometida de Soros, tras pasar "40 años" de manifestaciones, culpabilizar blancuchos y expandir el nuncafollismo. Es el final del túnel donde les espera hordas de barcos con Mamaddous y Mohammeds jovencitos y bien fibrados de hacer ejercicio en las Canarias, con los que la feminazi podrá volver a ser de nuevo UNA MUJER; ya están en la tierra prometida, HOMBRES negros que las chulean, las bailan durante toda la noche, las manosean y se las follan como las perras que son. Eso es lo que les gusta a ellas y por eso vale la pena su lucha, obtienen el poder social y siguen siendo la sumisa que siempre han deseado ser. Estos africanos son la contrapartida para soportar toda la mierda de la sociedad que han creado estas borregas abducidas por psicópatas.»
Pobre hombre, me dije. Hasta el vecino ha de follar más que esta alma en pena. Al final sentí lástima de él; mientras se alejaba, acabé preguntándole:
—¿De qué demonios me ha estado hablando, amigo?
Entonces se levantó del retrete, con el aplomo de un guerrero y la dureza de un patriota, al tiempo en que de su culo se desprendía, como en un soplete, un jugoso batido de mierda. Me respondió con la dignidad de un erudito:
—¿Es que no se ha dado cuenta usted de lo que pasó hoy, mi ignaro amigo?
Con la cara roja por la ira me gritó:
«¡QUE HUBO UNA NUEVA FIESTA DE MORONEGROS EN TUNTE , GRAN CANARIA, CON BLANQUITAS ESPAÑOLAS CANTANDO “WAKA, WAKA, ESTO ES ÁFRICA” ALREDEDOR DE UN MONTÓN DE NEGROS DE MARRUECOS Y SENEGAL!»
No alcancé a escuchar claramente sus últimos gritos. Pero estoy seguro de que dijo:
—¡Se ganó usted el premio al “Imbécil del Año"! Por zoquete...
Se perdió de mi vista.
Cuando toqué tierra, mi equipo de trabajo estaba esperándome. Alice, una de las de mi confianza, al verme pálido de la perplejidad, me preguntó extrañada:
—Coño, ¿cómo que te ha flipado el paleto?
Volteé a ver el cielo e hice una pequeña curva mental que pensé me daría la ubicación de la zona de impacto de aquel raro individuo que se me cruzó por el firmamento y que volaba con un retrete pegado en el culo. Pero pronto me acordé del chorro de mierda que le salía del trasero y me hinqué para finalmente lanzar un par de arcadas. |