Ayer estuve en el acantilado donde nos juramos amor imperecedero, el ocaso en el horizonte y las olas rompiendo contra las rocas me revelaron lo falaces que fueron esas promesas. Y es que aquella tarde veraniega en que hicimos el juramento no vimos que somos como el agua que fluye en todas direcciones, siempre cambiante. No vimos que como el sol se oculta en la línea invisible del mar para dar paso a la penumbra, las almas se oscurecen, y lo que antes parecía una noche de estrellas brillantes se vuelve en tinieblas que no acaban.
Capaces de tanta alegría lo somos también de infinita miseria. Aprendí contigo que la felicidad no es la meta, que es de sabios aspirar a la simplicidad de una paz duradera. Ya no las palpitaciones al ritmo alocado del viento que agita los mares, ya no tornados de emociones al mirar los ojos amados. Ya no caminar sobre nubes de una mano tomado, ya no embriagarse con el aroma de una piel perfumada. Es que del amor me has blindado, solo busco quien me de paz en los días que pasan iguales, quien mire mis ojos con ternura, quien sonría al verme a su lado al despuntar el alba, quien sobreviva al invierno de mi compañía.