IVONNE

Hola amigos.
Soy un agente del ministerio público en la ciudad de León, Guanajuato, bella y pujante ciudad industrial, además, aprendiz de escritor.
Les contaré el primer caso que me toco presidir, en la oficina a mi cargo. Llegó la acusación de asesinato de uno de los hombres acaudalados más poderosos de la industria, don Sebastián. Sus dos hermanas solteronas acusaban a la señora Ivonne, segunda esposa, de haber envenenado a su marido. Tenían poco de casados.

Los pormenores del caso eran: don Sebas, hombre probo de 60 recién cumplidos años, matrimoniado en primeras nupcias, con doña Elvirita, ambos eran de las familias de alcurnia de la ciudad, pilares de la iglesia católica, él, benefactor económico de la misma, ella, presidenta honoraria de todas las congregaciones pías de la catedral. Una vez por semana los dos confesaban y comulgaba. El señor practicaba deportes (golf y tomaba sus alipuses en el hoyo 19 de su club), se checaba periódicamente con las famosas eminencias médicas del mejor hospital privado de la región.
A doña Elvirita, la admiraban por sus virtudes, al grado tal que Dios se la llevó para que adornara la gloria. Claro, los facultativos siempre contreras, dijeron que había felpado por un melanoma maligno. Ya ven como son los médicos.

Don Sebas, de repente se vio solo, como burro sin mecate, le entró su segundo aire, retozón, sintiéndose semental, rebuznó alegremente y se lanzó sobre Ivonne, su apetitosa secretaria. Chocó con pared, la hermosa dama de sólo 30 años es decente, incluso pertenece a la cofradía “las hijas de María” y sólo aceptó los requerimientos del birriondo sexagenario previo matrimonio por las dos leyes y que firmara un nuevo testamento, la nueva esposa como heredera universal. El magnate aceptó (la calentura es canija), la boda fue suntuosa, gozaron la luna de miel en las islas griegas y al regresar en poco tiempo el recién casado pasó a la dimensión desconocida. A sus dos hermanas, les pareció raro el fallecimiento e hicieron la acusación de asesinato.

Cumpliendo con mi deber, cite a la acusada. La viuda se presentó, vestía ropa de luto, un vestido ancho que encubría su bien torneado cuerpo, la falda llegaba hasta el tobillo. Modosita, se sentó ante mí.
Yo, que soy muy directo, fui directo al grano y le pregunté:
—Señora Ivonne, la acusan de asesinato, ¿envenenó usted, a su conyugue?
Ella, se quedó un rato pensativa, y me contestó:
—Señor licenciado, tanto como asesinato, desde luego que no. Aunque lo ayudé a bien morir.
—¿Cómo?
—Mi marido era muy goloso y cachondo como buen macho mexicano. Desde el principio vi por su felicidad, seguí el dicho del pueblo bueno y sabio que nunca se equivoca: “para todo mal mezcal y para todo bien también”. Así que le quité la bola de tabletas que los medicuchos le recetaron y le producían agruras. Se las cambié por un fino coñac y whisky de 18 años. Soy buen cocinera, le guisé lo que le gustaba: chicharrones y carnitas de puerco, carnes rojas de lo mejor, repostería vienesa, dulces y frituras a todas horas, las comidas marinadas con los mejores vinos franceses. Las noches eran de locura, lujuria al extremo, él para poder cumplirme tomaba unas pastillas azules que le habían recomendado. Estaba contento, sin embargo, al viejo pendejo la alegría le duro poco. En una noche de pasión estiro los tenis.

Desde luego, ordené una autopsia al cuerpo. El resultado sorprendió y decepcionó a las hermanas quejosas (que pintaron un violín). El resultado de la necropsia fue que no había sustancias extrañas en la sangre, el diagnóstico post-mortem fue: “infarto masivo por enfermedad coronaria severa e hígado graso”.
Por lo que retire los cargos a la ahora riquísima viuda.