Canción de cuna
por Isabel Rodas
Estoy en el útero ya sin espacio para moverme. Mi cabeza hace presión avisando que el momento cúlmine se acerca. Ella no me ha deseado, mi concepción no ha sido planeada, sólo soy una resignación más de las que ella ha padecido, seré el séptimo de sus otros hijos.
En medio del monte, en una casucha maloliente, sin agua, sin luz, sin dignidad; producto del abuso de su ignorancia y el placer de quién sabe quién, así fui concebido. Y aún así quiero nacer.
En pleno siglo XXI, con todos los adelantos de la tecnología, de la ciencia (cosas que quizás nunca llegaré a conocer), empieza mi lucha en un mundo que me dará la espalda, marcándome desde el principio a la condena de la ignorancia que ni siquiera me dejará saber qué es lo que significa la palabra frustración.
Un líquido acuoso, cristalino y gelatinoso comienza a derramarse de entre sus piernas. Ella sabe que estoy llegando y que seré una carga más para ella, un plato más de comida, pero también que tendrá dos brazos más para la cosecha de algodón.
Hago más fuerza empujando en otra contracción de su útero que no tiene más que veinticinco años y viene produciendo hijos desde los catorce. Y en un alarido de dolor le dice al mayor de mis hermanos que llame a la vecina, que le diga que el gurí ya viene.
La vecina, de unos cuarenta y pico trae sus tijeras, unos trapos y un balde y saca a los demás chicos afuera del rancho. Es de noche, los gritos de dolor ante el parto, se confunden con el canto de los grillos. Los otros chiquitos corren detrás de las luciérnagas.
Y adentro, empujo con todas mis fuerzas y ella puja y puja. Los dos olvidamos nuestros miedos y se produce el milagro de la vida, más allá de la razón.
La vecina dice: "Es un varón", y me coloca entre su regazo. Nos miramos, ella me sonríe y por más extraño que parezca, no tengo temor entre esos brazos torpes que me acunan suavemente:
"Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazos de mi corazón".
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Está ahí, en la puerta, me llama. Yo la ignoro, pero ella se acerca y acaricia mis manos dulcemente. Retiro mi mano bruscamente, no quiero que me convenza.
Los dolores me acechan. No puedo pensar con claridad.
Le hablo al nene de cara sucia que junta los capullos de algodón "Cuando sea grande voy a ser maestro para que mis hermanas aprendan a leer y se puedan ir a Buenos Aires a trabajar cama adentro"
-¡Ay, enfermera! ¡Me duele mucho y no puedo respirar, no quiero vivir más!
-Dejate de decir pavadas, tenés cuerda para rato.
-No creo, estoy cansado. Me duelen la cabeza y todo el cuerpo me quema, me quema.
¿Cómo se llamaba la guaina? ¿Irupé? No, no me acuerdo.
-Casémonos - me dijo.
-Yo estoy bien así - respondí
-Ya tenemos cuatro gurises.
-Y qué, mi mamá tuvo diez y no se casó.
Ahí viene de nuevo.
-Vamos, dale vamos, dame la mano.
Y me oprime el pecho muy fuerte.
-¡Enfermera, Enfermera! ¡Me quiere llevar!
-No hay nadie, quedate tranquilo.. Te pongo un calmante. Sh, sh. Ya pasó.
-Ellos eran mi vida y ese guacho me los robó. Pero lo pagó con su sangre.
Los encontré juntitos cuando volví de hacer la changa. A él lo maté y a ella la dejé con toda su cría. Y me perdí entre los sauces y el río.
Otra vez esa luz que me encandila y ella que mira con la sonrisa maligna, con la sed de lo que queda de mi pobre osamenta.
Dice que me encontraron con mucha fiebre tendido cerca del río,
que me mordió una víbora.
La habitación se llena de una luz oscura que prende y se apaga. Creo que es ella que entra de nuevo para llevarme, pero no, esta vez es mamá.
El coy anudado a los sauces , yo en sus brazos torpes que me menean suavemente:
¡Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazos de mi corazón!
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