El Anillo de la Lluvia
Tenía doce años y medio cuando nos mudamos a Valdivia. Aquel año marcó una nueva etapa en mi vida: estaba a punto de comenzar séptimo año en el liceo, y nunca antes había visto llover así. Era como si la ciudad estuviera perpetuamente envuelta en un manto de agua.
Al principio, recién instalados en nuestra nueva casa, mis padres no me dejaban salir, algo completamente ajeno a mis costumbres. Decían que el barrio era peligroso; las calles permanecían inundadas incluso las veredas, y el barro parecía ser eterno. Pero la tentación de explorar fue más fuerte. Mi madre, que jamás salía bajo la lluvia ni se mojaba, empezó a mandarme primero a comprar cigarrillos, lo que me dio la excusa perfecta para recorrer el barrio.
Los primeros amigos que hice fueron mis vecinos de la cuadra. Jugaban básquetbol en una plaza donde un solitario poste con un aro nos servía de canasta. Me invitaron a unirme porque les faltaba un jugador. El juego era divertido porque la lluvia siempre volvía y con el barro la pelota apenas rebotaba. Perdí el miedo al clima. No podía embarrarme más de lo que ya estaba, y en casa, mis padres se resignaron.
Dentro del grupo, estaba Lucho. Gozaba de cierto prestigio entre los vecinos, especialmente entre las madres, porque al año siguiente terminaría el liceo y se decía que iría a la universidad. Lucho tenía una polola llamada Verónica, que vivía al otro lado del pasaje. Rara vez jugaba con nosotros, porque siempre estaba paseando con ella de un lado a otro. A pesar de la diferencia de edad, Lucho y yo nos hicimos amigos. Compartíamos dos cosas: ambos teníamos bicicleta y ambos tocábamos la guitarra. Aunque todos en el barrio tenían bicicleta, solo nosotros pasábamos horas en el patio techado de su casa tocando la guitarra, especialmente cuando la lluvia arreciaba, retumbando en las planchas de zinc.
Lucho se autodenominaba concertista. No cantaba; tocaba leyendo partituras, algo inédito para mí. Para estar a su altura, tuve que aprender rápidamente lo que era un pentagrama, las notas, los tiempos, y las pausas. Él me enseñaba pacientemente, mientras Verónica siempre estaba presente, acompañada de su hermana menor, Pachi, así no más, ya que nunca supe su verdadero nombre. Pachi tenía dos o tres años más que yo, quizás más porque a mí me parecía inmensa.
Así pasábamos las tardes después de clase, hasta que la noche nos envolvía por completo. Bajo esa techumbre metálica, mientras la lluvia golpeaba incansablemente, desafinábamos con la guitarra sin preocuparnos. Verónica era muy gentil por traer siempre a su hermana, por la cual yo estaba siempre contento y agradecido. Qué vergüenza sentía cuando Lucho o Verónica insinuaban: “A ti te gusta la Pachi”.
Lucho y Verónica a veces desaparecían, se iban al fondo del patio, donde se distinguían apenas sus siluetas apoyadas en el tronco del cerezo. Se daban besos interminables. Pachi y yo tocábamos la guitarra, aunque de vez en cuando no podíamos evitar mirarlos. No decíamos nada, pero en mi mente pensaba cuánto me gustaría estar así con Pachi.
Jugábamos a "corre el anillo", y Lucho y Verónica se aseguraban de que perdiéramos, obligándonos a cumplir penitencias. La mayoría de las veces, la penitencia era darnos un beso en la mejilla, y así fue como besé a Pachi por primera vez.
Un día, Lucho me desafió a pedirle pololeo a Pachi. Sabía que yo no me atrevería, así que me sugirió una propuesta especial para tímidos: “Regálale un anillo”. Al principio, me parecía una idea absurda, pero la idea comenzó a crecer en mi mente. Decidí que empezaría a juntar dinero de lo que sobrara de los mandados. Lucho llevaba la cuenta: “Te falta mucho todavía, con esto no te alcanza ni para un pañuelo”. Pero la ilusión me tenía atrapado, y no dejé de ahorrar. Ya estaba poseído por la ilusión. Lo había visto en algunas películas y leído en algunos cuentos, así que no tenía argumento para echar pie atrás. “Y si le compro flores”, también había leído que se usa.
Finalmente, después de dos meses, Lucho me anunció que ya tenía lo suficiente. “Ahora tienes que comprarlo”, me dijo, pero se negó a acompañarme. El encanto, según él, estaba en elegirlo y entregarlo con la ceremonia adecuada. Qué vergüenza.
Un día, mientras llovía a cántaros, me planté frente a la joyería en la plaza del pueblo. Observé la vitrina, llena de anillos, todos distintos. Quedé petrificado frente al escaparate, evaluando cómo sería el proceso. Los anillos estaban dispuestos en bandejas, y mi atención se centró en aquellos que tenían una perlita.
Caminé hacia la puerta principal y la abrí mientras la campanilla sonaba estridentemente. Quedé paralizado por un momento, todavía había tiempo para volver atrás, pero la imagen y la mirada desafiante del vendedor, un alemán alto que lucía una cotona color crema apoyado con ambos brazos en el mesón de vidrio, me desafió. Caminé hacia él. No me saludó, yo mudo; no me habló, no me preguntó que deseaba. El alemán tenía la apariencia de mi abuelo, de edad, por lo tanto supuse que era el dueño, o si no ya estaría jubilado. Como sus lentes eran bifocales, bajó la mirada para ver por la parte superior. Lucía su calvicie.
Respiré y dije: “Tiene anillos”, pregunta absurda. Supuse que rompí el hielo, pero no, seguía impávido. Después de varios e intensos segundo, volví a la carga. “De oro”. Nada, no se inmutaba. “Con una perlita”, ¿será sordo? No me parecía extraño, a mi abuelo hay que gritarle. Y dije la palabra clave, “de compromiso”. El alemán subió ambas cejas. Entendió - pensé. Luego dije, “para mi polola”, el alemán abrió ambos ojos, que con sus lentes con harto aumento se le vieron inmensos. Temí que iba a decir algo, cuestionar mi edad, andar con tanto dinero, pero no dijo nada. Siguió en silencio. Me tranquilicé un poco. Más que mal debe estar acostumbrado a estas compras de costumbres casi medievales. Estiró su brazo hacia la derecha, sin dejar de mirarme; abrió una puerta corredera y sacó una bandeja repleta de anillos. La puso sobre el mesón. Tuve que empinarme un poco y cerciorarme que era lo que andaba buscando. El alemán volvió a apoyarse con ambas manos en el mesón de vidrio, ya desafiante, sin dejar de mirarme. Tomé uno con una perlita. Lo probé en mi dedo anular. No me gustó. Tomé el segundo. Tampoco. Eran caros. Cómo estaban ordenados por precio, me fui a los simples pero siempre con una perla. Tomé uno y me lo probé. No entró en el dedo anular. Miré al alemán como pidiendo explicaciones. Me dijo con su voz ronca, de fumador, igual que mi abuelo, “tienes que probar en el dedo chico, las niñas tienen las manos más chicas”. Lo quedé mirando, y dije: “mi polola tiene dieciséis años”. Al alemán se le doblaron ambos brazos. Diría que también sus piernas. Sus lentes cayeron a media nariz.
Siguiendo su consejo en relación al tamaño de las manos y recordando a la Pachi me lo probé en el dedo gordo. Me convencía. Este sí.
El fulano enojado tomó la bandeja y la guardo. Tomó el anillo, a tirones se lo di, lo metió en una cajita forrada en género aterciopelado. Le pasé el dinero. Lo desparramó sobre la mesa de vidrio y me encaró por si faltaba algo.
“Dos meses”. Dije. “Tardé dos meses en juntar el dinero”. Mientras le enrostraba dos dedos. No se cómo me agarró los dedos y me los dobló, “insolente”. Mi abuelo lo hacía siempre. Casi lo consideré un cariñito.
Comenzó a separar los billetes de las monedas. Luego ordenadamente lo guardaba en su caja. Tomó la cajita aterciopelada del anillo y lo guardó en una pequeña bolsa de género, con una cinta para apretarla. Cómo una bolsa para guardar pepitas de oro.
Salí de la tienda sin despedirme con el anillo en ni poder.
Primero le comuniqué a Lucho, y él se encargó de elegir el día. Ahora viene lo peor. "Tendrás que declararte".
Esa noche estábamos los cuatro en el patio de su casa. No llovía y todo estaba a oscuras, excepto por la luz del comedor que iluminaba tenuemente. Con Pachi nos sentamos en una banca, uno al lado del otro, mientras Lucho y Verónica reían desde la otra banca.
Con el corazón latiendo a mil, solté la amarra de la bolsita, saqué la cajita y, antes de abrirla, me giré hacia Pachi y le pregunté, muy avergonzado: "¿Quieres pololear conmigo?".
El silencio fue absoluto. No llovía, ningún perro ladraba, y el pasaje estaba desierto. Pachi, con una sonrisa que iluminó la oscuridad, dijo: "Sí". Le entregué la cajita, y mientras ella la abría, Lucho y Verónica reían en la penumbra.
Pachi sacó el anillo y lo deslizó en su dedo mientras yo rogaba que fuera su medida. Lo miraba con admiración, girando la mano para ver cómo lucía bajo la tenue luz. Me mostró el anillo puesto, y yo, ya menos tímido, acaricié su mano, entrelazando mis dedos con los suyos. Estábamos más cerca que nunca. Miraba su anillo y por entre sus dedos veía su rostro. El anillo nos unía. Noté que ella tomó fuerza y comenzó a acercarse, sin dejar de mirarme. Estaba emocionado. Siempre en los juegos era yo el que me acercaba a cobrar la penitencia. Era yo el que le robaba un beso. Se detuvo justo a centímetros y me besó. Nos dábamos múltiples besos cortitos, sin retirarnos. Nos quedamos frente a frente, por largo rato, tomados de las manos y unidos en esos besos interminables.
Lucho y Verónica se retiraron al fondo del patio, dejándonos solos. Pachi se acomodó a mi lado, y yo pasé mi brazo por sus hombros atrayéndola hacia mí. Ella al quedar cerca buscó mis labios mientras acariciaba mi rostro. Nos besábamos y nos hablábamos, sin despegarnos. Sentía el perfume de su pelo liso, que ya caía desordenado sobre su rostro y no hacía esfuerzo para acomodárselo. Ya tenía autorización para entre abrir mis labios, ella entreabría los suyos. La succionaba suavemente, ella hacía lo mismo. Con mi lengua frotaba sus labios, los acariciaba, con suavidad, con lentitud. Después lo hacía ella. A veces nos retirábamos para mirarnos.
Los meses que estuvimos juntos el recuerdo de esa noche era tema obligado. Fuimos cómplice esa noche. El anillo fue el culpable.
Al año nos mudamos a otro barrio en Valdivia. Conocí a otros amigos y con el tiempo solo me crucé con algunos, muy pocas veces con Lucho, nunca con Verónica y no supe de Pachi. Seguramente crecimos de pronto.
A finales de 1974, en una fiesta, la volví a ver. Pachi estaba allí, alta, delgada y hermosa, con su largo cabello liso y su piel aceitunada. Tenía diecinueve años, yo apenas diecisiete. Estaba con su grupo, y también con su pololo. En uno de esos cruces, nos saludamos, nos abrazamos, y le pregunté por el anillo. Ella sonrió y me dijo: "Está bien guardado".
Más tarde, durante la fiesta, me senté en el brazo de un sillón donde Pachi estaba sentada. Al notar que su amiga se levantaba, Pachi ocupó su lugar, quedando a mi lado. Sentí su mano cerca y la tomé. Ella no reaccionó al principio, pero luego me apretó suavemente la mano y me dijo: "Nosotros tenemos algo pendiente...".
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