Multitud de pasos juveniles transitaban por la avenida España en los años sesenta. De ida y de vuelta, muchachos en grupo o jóvenes solitarios traqueteaban sobre esas veredas embaldosadas, rumbo al Liceo Darío Salas y al Liceo Comercial del frente y de regreso a sus hogares, entre parloteos y carcajadas, que rebotaban en los sólidos muros y fachadas de esas viviendas tan antiguas como enhiestas en su dignidad. Por lo general, yo iba a la zaga de esos grupos bulliciosos contemplando el geométrico dibujo de las baldosas y sobre ellas, mi silueta desvaída y alargada que reflejaba el sol de aquellas mañanas. Ese caminar se prolongó durante todos mis años de estudio y prefería recorrerlo solo para no ser interrumpido en mis cavilaciones, las que ensamblaba en los ventanales de algunos palacetes que más tarde dieron paso a innumerables edificios de departamentos. Allí alojaba yo historias versallescas que continuaban su desarrollo mientras mi dispersión enfocaba ahora su punto de mira en la vastedad lejana del Club Hípico.
En una de esas señoriales casonas residían dos señoras mayores, pero eso lo supe después de un suceso sangriento. A menudo visualizaba a la empleada de estas dos mujeres barriendo la acera o sacudiendo los limpiapiés. Joven y animosa, realizaba estos menesteres con agilidad y diríase que con un desafecto a todo lo que le rodeaba. Una cuadra más allá, un joven vestido con ceñidas prendas realizaba estas mismas labores, sin poner atención a las risas sofocadas de los jóvenes por sus modales amanerados. Es sabido que en aquellos años, alguien de estas características era motivo de sorna, incluso en los programas humorísticos de las radioemisoras.
No recuerdo si lo soñé o si en realidad descendí alguna vez del microbús y crucé la calle para tomar la vereda oriente. Es tan irreal y difuso este paso despreocupado mío recorriendo fachadas coloridas, que no podría jurar si lo viví o sólo fue la trastada de un sueño que quiso intercalarse en mis recuerdo. Lo que sí fulgura nítido es que cada vez que obtenía una magnífica calificación, decidía subir hacia Alameda eligiendo la Avenida República, elegante arteria surcada por enormes árboles que proveían de pretenciosa sombra a aristocráticas mansiones. En dicho pletórico escenario disfrutaba yo mi triunfo, quizás considerando que le proporcionaba altura y prestigio. En rigor, no fueron muchas las veces que tuve la ocasión de hacerlo pues esas magníficas calificaciones escaseaban en mi historial.
Una mañana coincidí con la chica popular del curso que era admirada por todos por su belleza y aplicación. Bueno, en ese orden. Hubiera preferido sortearla, dado que mi timidez auguraba un papelón. Sin embargo, sintonizamos nuestros pasos y caminamos juntos las cinco cuadras casi en silencio, espiándola de reojo y acotando nervioso y a intervalos cualquier nimiedad que ella repetía incómoda. En realidad, fue un alivio para mí y creo que también para ella el cruzar la entrada del liceo y zafar de esta tensa situación. Aún hoy y habiéndose desplazado torrentes de agua bajo numerosos puentes, todavía pienso en ese encuentro fugaz y me invento divertidos diálogos que, por lo menos, podrían haber dibujado una sonrisa suave en sus labios perfectos.
El escenario de todos los días varió para siempre una mañana en que nos enteramos por la prensa del cruel asesinato de las señoras aristocráticas y de su empleada, la misma mujer afanosa avistada casi a diario por mis ojos distraídos. El crimen nunca pudo ser dilucidado de buena manera, aunque es sabido que el hilo se ha cortado siempre por lo más delgado. Dos tipos sin historial delictivo alguno, fueron acusados y fusilados años más tarde, siendo santificados después por el clamor de la gente que intuyó que allí se había cometido una injusticia. Sus tumbas en el Cementerio General, hasta hoy están cubiertas de flores por quienes los consideran milagrosos, una creencia popular de larga data.
Caminando hace algún tiempo por la avenida España, comprobé que ya nada era igual, las enormes y añosas mansiones dieron paso a numerosas construcciones modernas y sólo permanecen los lustrosos adoquines de aquellos años, sobre los cuales han rodado una infinidad de vehículos. Claro, yo tampoco soy el mismo y eso me lo ratificaban a cada paso los soberbios ventanales de esos edificios, tan extraños para mí como yo para ellos.
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