Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña:
como tú;
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormentas
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia...
como tú, piedra aventurera...
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda...
piedra pequeña
y
ligera...
Los poemas y los poetas llegan de maneras extrañas o tan simples, que me quedo maravillado de los detalles que han tenido que confluir para que una casualidad (¿o acaso no lo es?), permita a un hombre anónimo, basto, elemental, conocer la belleza intrínseca de versos escritos hace poco más de cien años años.
El primer contacto que tuve con “Como tú”, fue a través de la voz de Amparo Ochoa, que en su “Cancionero popular” interpretaba musicalizado, el bellísimo poema de León Felipe. Entonces tendría yo veinte años y escuchar el canto de Amparo, me enchinaba la piel, me cortaba la respiración; oír aquella canción abría en algún rincón de mi simpleza, algo que incitaba a mi yo más íntimo a trascender la realidad, elevándome (¿o no?), hasta algún paraje solitario e ideal donde me convertía en la piedra pequeña, en el guijarro humilde del camino, en la piedra de una sola honda... Cuando la ensoñación terminaba, el retorno a lo cotidiano semejaba el arribo de un viaje mágico, trascendental; me sentía un poco más completo, más pleno.
Al paso de los años, llegó hasta mis manos, mediante el regalo de un buen amigo, la Antología Rota de León Felipe, editada por Losada (Buenos Aires, 1984); en ella, por fin, pude acceder a una gran cantidad de sus poemas y por supuesto a los versos de “Como tú”.
¡Qué sensación más extraña me recorrió desde el cerebro y a través de toda la espina dorsal cuando mis ojos toparon con las primeras letras!: “Así es mi vida, piedra, como tú...” El anhelo de algo inatrapable regresó de golpe, una ansiedad desconocida y dolorosa por querer asir ese algo que me transportaba hasta algún perdido paraje lodoso y las huellas de los carros sobre las piedras pequeñas del camino.
Desde la portada del libro, me observa de frente León Felipe, un hombre entrado en años, de cabello escaso, de lentes de tosca armazón y mirada serena; una barbita unida al abundante bigote, le dan un aire de sabiduría y calidez que seguramente poseyó. Nací treinta y cinco años después de que León Felipe escribiera su poema; sin embargo, me ilusiona pensar que quizás, cuando lo escribió, ya había algo mío en el germen de la idea que se lo sugirió. ¿Podría haber sido posible, eso? ¿Acaso importa realmente que yo ni siquiera existiera?
En los días de tormentas, también me hundo en el cieno de la tierra; pero también, guijarro humilde, centelleo a pesar de todo, bajo los cascos y bajo las ruedas.
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