"Ahora uno se explota a sí mismo y se cree que está realizándose"
(Pensador oriental de nuestros días de nombre de difícil reproducción).

En aquel mundo tan canallesco era difícil sobrevivir. Había que acudir a subterfugios de la más varia especie. Había descubierto que los programas infantiles eran una fuente inagotable de optimismo. Sólo era menester tener un poco de paciencia. Veinte minutos mirando aquella programación y lo restante venía rodado. Y no digamos el show de Susa en el que, además, te llevabas puesta la visión de una tía buena.
Pero su madre no le tenía paciencia.
- A ver si buscas un trabajo y te dejas de ver los dibujos animados. Que tienes casi treinta años. Yo creo que ya estás bastante destetado.
Encima incomprendido- se decía a sí mismo él. Pero no le daba la gana coger la vespino y andar repartiendo pizzas por ahí desafiando la ley de la gravedad entre el tráfago urbano.
Fue un día en el parque- no tenía dinero para otra cosa. Se le acercó un tipo y compartieron un porro de hachís.
- Muchacho esto no es adictivo- le dijo. Lo persiguen porque abre la mente y a los barandas no les interesa que ande gente despierta por ahí.
El caso es que lo convenció. Y se hizo camellito. No digo camello porque la grifa es un tóxico banal o casi. Además tenía cierta ética. Lo vendía sin adulterar. Y, por si fuera poco, exigía demostración de andarse ante un mayor de edad.
Un día, en el mismo banco en que tenía instalado el puesto, se acercó una rubia. Tío, igual que Susa. Las mismas hechuras que la popular presentadora de televisión. Y le dio palique. Estuvieron hasta fumándose un petardito.
Pero, para despedirse, en lugar de un beso y un ya nos veremos por ahí, se sacó unas esposas de la chaqueta. Unas esposas y una placa refulgente que decía "policía nacional".
Ahora en el talego lo cuenta, un tanto crípticamente: no os fieis nunca de las presentadoras buenorras de televisión.