De tanto encierro una se pone idiota...no sé lo que quiero pero o quiero ya, como dice la canción.
Se me antoja de súbito salir a caminar por el barrio, a respirar viento norte oscuro y húmedo.
Ilegal, no me pongo la mascarilla, pero la llevo en la mano, por si de mala suerte me encuentro con alguien en el camino…
Libre de bozal sanitario, me propongo una cacería de olores y perfumes perdidos y entrañables, de esos que se van directo al cerebro primitivo y lo hacen explotar de recuerdos deliciosos y otros no tanto. Se me vienen a la nariz uno a uno, conforme voy bajando el cerro en donde vivo:
aroma número 1: Mixtura de lluvia y fritanga, una pareja clásica del invierno del sur. Sopaipillas, papas fritas, picarones para calentar el cuerpo, para tomar once con la familia o para llenar el vacío existencial...o todas las anteriores.
aroma número 2: Mar, siempre huele a mar, con sus notas más o menos saldas según la estación del año. Mención especial al olor a mar, que complementado con el sonido de las olas – a lo lejos- es un deleite conmovedor.
aroma número 3: Tierra rancia y madera podrida, ese que aparece después de un temporal, cuando la lluvia erosiona por debajo las casas viejas y de sus fondos afloran los hedores de las historias y secretos familiares.
aroma número 4: Humo de chimenea y estufas a leña; hualle, eucaliptus y aromo arden con distintos grados calóricos y distintos niveles de karma medioambiental.
Aroma número 5: Jazmín, florcita sin aspavientos pero a la hora del té, una maravilla.

Ahora ya voy de vuelta a casa, y la caminata es cuesta arriba, por lo tanto doy por terminada la excursión olfativa…me queda para el trecho del regreso el placer de los sonidos de la tardenoche: gaviotas, perros, el mar y ,Salvatore Adamo en la radio, desde algún departamento en un segundo piso.

Recomiendo encarecidamente realizar este ejercicio, por salud física y mental. Siento que se me descongestionó el espíritu. Oler, hace bien.