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¿Qué se supone que se hace cuando muere el gato? Mejor, ¿qué se supone que hacés cuando se muere tu gato y vivís en un departamento en el cuarto piso? Se me ocurrieron dos opciones: dejarlo en algún contenedor de la ciudad a la noche como una bolsa de basura más o enterrarlo en el jardín de mis padres (no sé por qué habría de ser «a la noche», pero así fue como surgió esa idea).
Ya el miércoles antes de ir a trabajar noté que Pipe estaba inusualmente quieto en su lugar y no había tocado la comida de la noche anterior. Cuando volví lo encontré casi en la misma posición y con expresión extraña. Supuse que era algo de la comida o que andaría con dolor de cabeza, resfriado, descompuesto del hígado, deprimido… No se me ocurrió que un gato pudiera enfermarse de gravedad de un día para el otro; no se me había ocurrido, en fin, que un gato, mi gato, pudiera morirse. El jueves a la tarde lo llamé para que viniera conmigo al sillón y nada, me miró y cerró los ojos como asintiendo con la cabeza. Entonces me acerqué y cuando quise alzarlo oí un quejido suave y me di cuenta de que no podía mover las patas traseras. Era como si medio cuerpo estuviera paralizado o algo. Lo puse en una caja y salimos. Una hora después el veterinario me dijo que había que ponerlo a dormir. Ponerlo a dormir dijo. Y lo mató con una inyección.
En la calle y con una caja con mi gato muerto dentro escuché al pasar cerca de las mesas exteriores de un bar que una mujer le decía a un chico de unos 15 años que si seguía viendo esas cosas de internet iba a quedar bobito. La señora tomaba de a sorbos un café y desparramado sobre su silla como abatido y de expresión ausente el muchacho parecía estudiar un vaso de jugo sin probar sobre la mesa delante de la nariz, postura y expresión que me recordaron a Pipe entumecido en su rinconcito con los ojos extraviados y sin haber probado la comida y, acaso interpelado ya por la situación, a mí mismo. Crucé la calle y caminé hasta el auto, guardé la caja en el baúl. Me dio por ir a casa de Paula; decidí que por el momento no le contaría la novedad y fue entonces que consideré las opciones de tirarlo a un contenedor de residuos o bien de enterrarlo. Esto último tendría que ser el sábado, que era cuando había quedado con mis padres en almorzar juntos.
Este asuntito de Pipe no me generó en lo emocional la gran cosa. Puesto a meditarlo ahora, me habría sonado mejor que me entristeciera algo más, habida cuenta de que convivimos cinco, seis años, más o menos, y no era un animal viejo, o ninguno de los dos lo éramos. Pero aquel día en el auto me puse a pensar que, después de todo, la vida de Pipe debió de ser horrible. No me sentí culpable por no haberlo cuidado lo suficiente porque tampoco me iba a poner en el lugar de un bicho de esos porque qué sabe uno de sentimientos felinos, pero teniendo en cuenta que estuvo siempre entre mis paredes y dependiendo de mí para cualquier menester y sujeto a mis horarios para absolutamente todo en su vida, la muerte bien pudo ser liberación, liberación para ambos quizás, en el sentido de que yo pude haber sido una persona horrible para él y luego, ya sin él, un poco menos horrible. Extendí reflexión y sentimientos a muchísimos gatos en su misma situación: animalitos castrados incapaces aun del primordial acto de perpetuar su especie que comen, cagan, ven el sol y están a oscuras, oyen cosas y los aplasta el silencio, se distraen y se aburren, todo esto cuando sus alegres propietarios lo disponen. Una desgracia ser gato o perro de edificio, gatos y perros humanizados a la fuerza por y siempre entre humanos, animalitos dadores involuntarios de cariño sintético y receptores de idioteces y gestos de todo tipo, protagonistas de películas abstrusas sin comerla ni beberla. En fin, que mejor le valió morirse al triste y estúpido Pipe. Y decidí que no vendría nunca, pero nunca más y bajo ningún pretexto, animal alguno a ocupar su lugar.
El perro de Paula se empecinó en olerme los pies ni bien entré. ¿Qué pasa, Monchi?, ¿no lo conocés?, dijo ella con la típica voz impostada mientras el Monchi me seguía y en su enajenación bufaba, inspiraba y estornudaba con baba sobre mis zapatillas. Tal parece que ese animalucho alelado e histérico captaba la muerte que yo llevaba encima de lo más campante y se comportaba como si quisiera alertar a Paula o a todo el mundo de que él, y solo él, había descubierto mi secreto y que estaba dispuesto a revelarlo a cualquiera que se dispusiera a prestarle atención e interpretarlo, aunque todo esto no fuera otra cosa que una estupidez de mi parte. Nos besamos largo. Llevaba una pollera corta y una remera holgada, las tetas sueltas y los pies descalzos. Enseguida me tiré en el sillón para quitarme los zapatos, cosa que siempre hacía en su casa, y ni bien liberé los pies ella se me vino encima de frente con las rodillas sobre el sillón y otra vez nos besamos. Estaba apurada.
Esto fue en otoño. En el departamento de Paula no hacía frío ni calor. El departamento de Paula era, para mí, el arquetipo del departamento de soltera de toda mujer joven: un lugar limpio, luminoso y ordenado a la vez que lleno de cosas en apariencia ornamentales, un lugar sin espacios vacíos promotor de cierta amenidad aunque sin eso que podríamos llamar belleza. Se trataba, más bien, de la viva representación de una idea de lo que es un sitio confortable. En este contexto el perrito no era otra cosa que una idea más, o acaso, otra vez, la representación de una idea de lo adorable, y recién a partir de ahí una criatura capaz de iniciar algún tipo de intercambio afectivo. Con beso y todo vi que el Monchi nos observaba a unos metros como si me intimidara exigiendo en su mutismo una explicación. Me distraje con el brillo de los ojitos hundidos en la pelambre desprolija, el punto negro y húmedo de la nariz y la línea blanca de los dientes apenas visibles hasta que por fin nos quitamos toda la ropa.
Pedimos sushi y nos apoltronamos en el sofá frente a la pantalla para ver la serie distópica que nos había atrapado. La población humana asolada por un mal alienígena. Según el imaginario colectivo las probables invasiones extraterrestres consistieron siempre en naves tripuladas por monstruos de ciertas contexturas e intenciones similares a las humanas; aquí los invasores eran algo equivalente a microorganismos imperceptibles sin ningún tipo de propósito que llegaron a nosotros en meteoritos por el mero azar y nos aniquilaban sin beneficio ni intención aparentes. Después de dos capítulos Paula interrumpió el streaming y se dedicó al café. Poco faltaba para la medianoche y había que levantarse temprano. Se me ocurrió hacer una excepción e irme a dormir a casa; sentía un cansancio inusual y el viernes tocaba jugar fútbol cinco después del trabajo y con lo del gato no tenía la ropa en el baúl del auto como todos los jueves que dormía en lo de Paula. Pero Paula insistió en compartir la cama como todos los jueves.
Aún se duchaba cuando desperté. Me vestí y puse la pava para el mate. El edificio ya se movía de a poco en función de los lentos engranajes de la rutina: el golpeteo de las puertas, zapatos por los pasillos, ruidos de ascensores y palabras aisladas, lo de siempre. En la cocina encendí un televisor (el otro estaba en el living) y oí que Paula dijo algo desde el baño. Charlamos mientras ella se untaba con crema y luego se ponía la ropa interior con la toalla en la cabeza; anunció como al pasar que compraría un test de embarazo porque venía con un atraso de una semana. Hice unas tostadas mientras se vestía en el dormitorio. Antes del trabajo tuve que pasar por casa para hacerme de la ropa deportiva.
Jugábamos fútbol cinco contra un equipo de los del call center del edificio de enfrente. Ese viernes hubo una novedad. Les faltó un jugador y pusieron en su lugar a una chica de unos 20 años que jugaba en serio, es decir, pertenecía a una escuela de fútbol femenino, entrenaba regularmente y se desempeñaba como marcadora central en cancha de once. Robusta y alta, además resultó ser muy hábil. El primer juego lo hizo de arquera, en el segundo le pasó los guantes a un compañero y nos metió un par de goles. Yo había hecho una amistad especial con un compañero de trabajo, un tal Sergio Abella, un tipo hiperquinético y temperamental, elegante empedernido, casado y padre de un nene entonces de tres años. Perdimos los dos juegos y él acabó exhausto y de mal humor. Hubo discusiones durante las cervezas del después y Abella se enojó con uno de nuestros compañeros que osó reírse de su mal humor, detestaba perder. Lo alcancé hasta su casa ya tarde y me contó que sospechaba que su mujer andaba con alguien; se le notaban los tragos de más, pero la situación era un probable engaño de su mujer con un instructor de baile, algo tan vulgar que apenas podía yo tomarlo en serio. Abella solía pagar por los servicios de putas que contactaba por internet, decía que le eran necesarias para mantener la convivencia matrimonial en armonía, tan necesarias como el fútbol, el gimnasio, el psicólogo y las vacaciones familiares, y que no consideraba adulterio al sexo con putas porque no intervenían los sentimientos ni cualquier otra cosa que pudiera llegar a compartir con la madre de su hijo: así como no jugaba fútbol cinco con ella ni tomaba unas cervezas los viernes con ella, tampoco hacía en la cama con sus putas lo que hacía con la madre de su hijo (usaba él la expresión «la madre de mi hijo» ocasionalmente, tal vez para agregar algo cualitativo, o vaya uno a saber para qué, a su esposa). Cuando llegamos a su casa me recomendó que hiciera lavar el auto porque sentía un olor extraño, se quedó unos minutos hablando con la puerta abierta y el bolso de la ropa sobre las rodillas. Al despedirnos me pareció que estaba más tranquilo.
Mi padre hacía asados de seis horas. Se levantaba a las siete para iniciar el lento proceso de encender la leña. El sábado amaneció con el cielo limpio. Su actividad durante la cocción consistía en leer en la tableta los diarios con el mate del desayuno, cerca del mediodía el Cinzano con algo sólido para acompañarlo, y almorzar a las dos. Durante la faena se apartaba de la parrilla lo mínimo posible. Mientras tanto mi madre dedicaba su mañana a sus cosas al margen de aquello y procuraba no salir al jardín. En el fondo detestaba ella todo lo referente a la tierra y las plantas, así como las actividades campestres, por llamarlas de algún modo, entre las que entraba el asador, pero respetaba que su marido disfrutara de todo ello y concedía entonces con alegría un espacio libre de ella misma a su intimidad.
Llegué pasadas las once. Mi madre había salido y tuve que tocar varias veces el timbre hasta que mi padre me hizo entrar. Cruzamos la casa sin detenernos y salimos al jardín, donde me mostró sus nuevas plantas y me puso al tanto de los cuidados de cada una. Cerca de la parrilla olía muy bien, delicioso, esa mezcla de humo y carne asándose, la frescura del césped, el otoño. Se sentó en una de las sillas. Di vueltas antes de hacer lo mismo y pensé que todavía no era el momento para pedir una pala por lo del entierro, no encontré entre el césped y los arbustos un lugar probable. Ya a la mesa preguntó por Paula, se preparó un trago y quiso saber cómo marchaba nuestra relación. Me serví un vaso de soda. Fue directo. Me recordó que su único hijo tenía ya 35 años y que llevaba bastante con esa mujer. Cuatro años, aclaré. Que en cuatro años uno va en serio, dijo, que si había pensado yo, nosotros, en formalizar, en el matrimonio y los hijos, que era mejor que un niño tuviera abuelos jóvenes. Lo había charlado con mi madre, la probabilidad de convertirse en abuelos, y se habían preguntado qué estábamos esperando. No era, pues, buen momento para comentarle lo del gato. Me sorprendió el hecho de no haber pensado hasta el momento en todo eso que mi padre decía. Lo cierto es que nunca había considerado a Paula (ni a ninguna otra) como la futura madre de mis hijos, ese título abelliano, ni siquiera la opción del concubinato aunque por otro lado tampoco me imaginaba sin ella entonces abocada a su profesión y sus metas laborales y que jamás se pronunció al respecto. Y es que estábamos en lo que se dice otra cosa, aun cuando yo no sabía, o no habría sabido de habérmelo planteado, definir de qué iba eso de estar en otra cosa con alguien.
Volví a casa cerca de las seis con ganas de tirarme en la cama a mirar el techo, tal vez la serie que seguía con Paula, pero habría sido poco menos que traición. Con Paula planeamos jugar bowling esa noche con una pareja amiga, con una amiga de ella y la pareja de la amiga de ella, mejor dicho. No había solucionado lo del gato y no estaba de humor para salir. La llamé para decirle que no iría y no disimuló su decepción. Me hizo un planteamiento demasiado rebuscado e intenso para mi gusto; después de todo no era más que la cancelación de una mera salida de sábado, que además podría concretarse otro día. Corté la llamada sin mayores explicaciones. Besitos, amor, mañana hablamos. Algo así. Ya estaba oscuro cuando fui al supermercado a comprar una pala.
El domingo me despertó un sueño extraordinario. Entro a una casa desconocida de la mano de una chica. Parece que no hay nadie. La sigo hasta un baño; entramos y cierra la puerta y se baja la pollera corta y se sienta como para orinar. Yo la contemplo, la miro a la cara, a los ojos grandes, me río y se ríe, no hay palabras. No pude recordar el color de esos ojos cuando desperté, pero sí la forma de la cara, la blancura de la cara y el pelo negro y lacio y el flequillo negro, negro azabache sobre terciopelo blanco. Salimos del baño y me vuelve a tomar de la mano, me lleva, pasamos una especie de sala de estar iluminada y me hace entrar en la cocina donde hay una mesa y las luces están apagadas. Estoy parado con la espalda contra una pared y ella me toma de la nuca y nos besamos. Entonces veo que tras la puerta en el salón iluminado aparecen dos niños. No nos han visto, pero entiendo que lo que iba a suceder no sucederá, y desperté y segundos después en la realidad de las sábanas supe que eso que se interrumpió en el sueño, ese conjunto de sensaciones que me estremeció, que volvió como algo enorme vuelve cuando uno cree reconocer algún sabor remoto de la infancia en un bocado del ahora, en fin, que tuve la certeza de que eso que viví con esa chica en el sueño nunca más volvería a pasar. La chica era adolescente, y esto no es menor porque implica que yo también, algo así. Entonces lo que sucedió en el sueño, toda la situación, lo que estaba seguro que le ocurría a ella, a ambos, aquella cara blanca con el flequillo negro y el resto del cabello lacio colgante apenas rozando los hombros, quiero decir lo que me sucedió a mí, quedar sin aliento, sus ojos fijos en los míos, esperando que yo hiciera algo, su expresión de deseo, yo mismo bajando la cabeza y viendo su vientre, la simpleza de sus piernas desnudas, sus pies descalzos y algo de su ropa suelta entre ellos en la opacidad del ambiente o del sueño mismo, todo esto de algún modo debió de haberme pasado alguna vez, todo esto tuve que haber sido yo alguna vez porque no habría vuelto en forma de sueño si no; no es posible sentir en un sueño lo que nunca sentiste.
Me vestí y bajé a la calle con la pala en la mano, la tiré en el asiento de atrás y manejé un par de horas. Cuando no hubo urbanización a la vista y sentí que la privacidad de la ruta era suficiente paré en cualquier lado, un camino de tierra a ninguna parte, saqué la pala. Al abrir el baúl sentí un olor espantoso aunque no demasiado fuerte. Caminé unos metros por el pastizal todavía húmedo y dejé la caja en el suelo. Al clavar la pala de un golpe me di cuenta de lo ridículo de la situación y sentí una necesidad tremenda de algo que funcionara, la fuerza de una belleza franca, una mujer desconocida, o no, o quizá un simple vaso de agua cristalina.

Texto agregado el 18-08-2021, y leído por 550 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
25-08-2021 Qué esconderá ese gato que hace que lo entierren en secreto. Geniales los desiertos. Abrazo. MCavalieri
24-08-2021 Discrepo de Kroston. Ni tristeza ni hastío, sino un vacío absoluto. Un sinsentido tan grande, que hasta un sueño es la única esperanza de algún sabor vivido. tanag
23-08-2021 Este sí funciona mejor. La tristeza o el hastío del personaje recorre el cuento. Por el gato, por sus padres, por la relación insulsa con Paula. El momento de clavar la pala es categórico. Saludos kroston
19-08-2021 No tuve muchos gatos, pero perros sí. Casi todos ellos están en mi jardín, más o menos a un metro bajo tierra, cada uno en un lugar diferente. Algo me hace creer que cada cual en su lugar favorito, no se. No los hubiera tirado a un volquete, pero tengo la suerte de tener fondo en casa. Me atrapó tu relato, es un gusto leerte. IGnus
19-08-2021 Muy telúrico. El típico macho duro impostor. Pobrecito Pipe :'( Nilope
19-08-2021 yo quise un final digno para mi gata, murió en mis brazos mirándome, sin entender por qué tuve que desconectarla. el final digno fue no tirarla en una volqueta, le di un final acorde a la vida que tuvo, todavía la veo maullar en mi casa, por los rincones, por las mañanas. no quería irse, todavía no se fue, así son las cosas cafeina
18-08-2021 Qué bellezada de cuento. Es decir, la narración misma me cautivó desde el principio hasta el final. Por más cuentos como éste. Saludos! ValentinoHND
 
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