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Monstrum horrendum, informe, ingens.
Virgilio

I’ve been locked inside your heart-shaped box.
Kurt Cobain



Recuerdo en este momento el día en que, sin presagios, nominaron a mi enemiga. Era un borrador de mañana, y el aire que se precipitaba por las ventanas abiertas de mi habitación me traía el olor del mundo sanguazo. Me despertó. Busqué entonces el control del televisor para anestesiar mi mente, ya que mis ojos no querían cerrarse de nuevo. Mientras daba vueltas tratando de sumergirme en la irrealidad, voces discutiendo temas todos de actualidad y de gran relevancia me arrullaban. Entonces, en un momento de infortunio que deploro, entreabrí los ojos justo cuando el conductor del programa te mostraba en primer plano, recluida en una cajita circular de vidrio, oh mi Némesis. El miedo enfrió mi sangre, y me acurruqué contra la cabecera de la cama, en posición fetal, sin poder desviar la mirada de ti. Como en una ficción de Borges, el despreocupado conductor me condenó al infierno pronunciando un nombre. Tu Nombre.

En los ritos paganos, se convoca a los demonios pronunciando sus nombres; son los nombres los que dan realidad a las cosas; si uno no habla de una cosa, es como si no existiera: demasiado tarde vinieron a mi memoria estas sentencias. Si mi mente hubiera auxiliado a mi voluntad, venciendo el miedo habría alargado el brazo hasta tomar el control, y apagado tu imagen antes de escuchar tu Nombre. Luego, una vez hombre otra vez, habría estado prevenido de tu deseo de habitar mi mundo material, y actuado al respecto. Por ejemplo, habría destruido el televisor; luego, extendido la aniquilación a cualquier vehículo que pudiera permitirte permear en mi realidad: el radio, la computadora, los diarios y revistas. Ahora es demasiado tarde; pero, oh paradoja, los mismos medios que te trajeron aquí me permitieron conocerte toda, y preparar mi —como graciosamente la llamaba— “Indefensa”.

Loxóceles. Siendo justo, debo confesar que te pusieron un Nombre fascinante, poseedor de cierta belleza. El que criatura tanto y tan espantable tenga ansí este seductor Nombre, y pasando esta protoidea por el prisma borgiano, que ansimismo deforma las formas y las informas, me hace acusar: ¡oxímoron, oxímoron! Loxóceles, juego con tu Nombre como un niño que hace castillos con huesos de muerto. Loxóceles es Nombre de Diosa, mi Señora Todopoderosa Otorgadora de Muerte. Loxóceles es Nombre de veneno; veneno mezclado con el mismo barro del hombre primigenio, esta vez animado por el fuego del infierno. Loxóceles es Nombre de Singularidad, muerte infinita en un cuerpo de masa infinitesimal. Loxóceles es Nombre de mujer; bueno, esto no requiere de mayor explicación. ¡Loxóceles, Loxóceles! Debemos tu Nombre a Grecia, por lugar común Cuna de la Civilización, que tantas cosas buenas ha dado a la humanidad, de la que formo parte, que nadie podría reprocharle que haya llenado el mundo actual de insulsos griegos, incomparables a sus inconmensurables antepasados. Yo al menos no lo haré ahora; sólo diré que también deberíamos temer a los griegos cuando ponen nombres. Más útiles son los chinos y sus proverbios; uno de Sun Tze, “Conoce a tu enemigo”, guió mis innumerables pesquisas en Internet. Señores, déjenme presentarles a Loxóceles Laeta, la Muerte Octópoda.

También llamada Araña del rincón o Ermitaña marrón, mide nueve milímetros de cuerpo y tiene patas largas quince milímetros. Sus innumerables ojos suman tres pares, y una marca violinoide en el lomo la marca. Si el reloj de arena en la Viuda Negra nos anuncia la inevitable llegada de nuestra hora, ¿qué nos dice este violín? ¿Qué genio jamás ha compuesto la marcha fúnebre que se pueda tocar en tu cuerpo, oh Traicionera? Me divierte la idea de que no tejes vulgar tela, sino que haces tu trampa con las cuerdas que has descordado de tu espalda. El miedo engendra a veces bromas macabras.

En campo abierto, prefiere morar debajo de las rocas o troncos muertos de árbol. En las casas, se la puede encontrar en las grietas de las paredes, detrás de los muebles o cuadros, o debajo de cualquier cosa almacenada. Su hábitat es seco y tibio, y está diseminada por toda Sudamérica. ¡Toda Sudamérica! Mucho dinero habría requerido, mi Matadora, para volar lejos de ti; y ni los romos canadienses me hubieran puesto un sellito en el pasaporte, dándome estatus de refugiado loxocelofóbico, en caso de haber tenido recursos y tiempo para las colas, y para llenar una declaración jurada.

Mi Señora es tímida, de hábitos nocturnos, y teme mucho a la luz. Y se convendrá aquí en lo peligrosas que resultan las señoras tímidas de hábitos nocturnos, que temen salir a la luz; al menos algunas que yo me sé, y que resultan ansimismo mortales para sus señores. ¡Cuando decía que tu nombre es de Mujer, oh Siniestra!

Tengo memorizado un recorte, lleno de retórica médica, sobre tu picadura, oh Letal. Se me ocurre que podría llevar por título: “Elogio a una Asesina”. Escúchenme en silencio recitarlo, y traten de hacerse una idea general, en medio del desconcierto inducido por el redactor:

La Loxóceles Laeta no es agresiva, y sólo ataca cuando se siente amenazada. Su picadura produce una brusca sensación punzante en la piel, seguida de un dolor intenso en la zona afectada, y un aumento de su volumen, con formación de vesículas. Aunque el veneno de esta araña contiene un componente neurotóxico, la preocupación mayor está en sus propiedades necróticas, las cuales causan la destrucción del tejido donde fue inyectado. Aproximadamente siete horas después de la picadura, se desarrolla una llaga en forma de una pequeña ampolla, que comienza a crecer. Las personas sensitivas pueden tener una reacción generalizada o sistemática. Los síntomas incluyen escalofríos, fiebre, hematuria (sangre en la orina), fatiga, dolor en las articulaciones, náuseas, sarpullido, y en casos extremadamente raros, convulsión y muerte. El daño dependerá de la cantidad de veneno inyectado. El área afectada puede tener desde el tamaño de una moneda de diez centavos, hasta ocho pulgadas de diámetro. El tejido se torna gangrenoso y negro y, eventualmente, se desprende dejando un hueco en la piel. El tiempo en que tarda en sanarse es de seis a ocho semanas, o hasta un año si la herida es mayor. Cuando la mordedura alcanza un vaso sanguíneo relativamente grande, la circulación del veneno provoca un cuadro que se llama “Loxocelismo cutáneo visceral”, en el cual se afectan varios órganos, especialmente los riñones; se produce una destrucción de glóbulos rojos (hematuria), porque el riñón no puede filtrar esa molécula tan grande, y puede haber un compromiso tan grave del estado general, que puede llevar a la muerte.

Jamás uno de mis miedos infundados había estado tan fundado. Porque no de ahora temía a las arañas.

Qué experiencia temprana, o qué recuerdos de otras vidas, me hicieron temer a las arañas, no sé decirlo. Sólo que en ésta, somos enemigos, como lo son los Antílopes de los Leones, la Iglesia de Dios, el Hombre del Hambre, o el Hombre del Hombre. Si se odia lo que se teme, entonces no hay odio más grande en mi corazón que el odio a tu Especie, oh Etnia. Con mi zapato en el pie o en la mano, he asesinado a aquellas pequeñas, claritas con una mancha marrón u oscuras con una mancha blanca, que caminan saltando; con la escoba, a aquellas de patas largas y delgadas, que cuelgan patas arriba de los techos; con el matamoscas, a aquellas de oscuro vientre esférico y patas coloradas, que se esconden detrás de los artefactos de cocina; en fin, con algún palo, de lejos, a las más grandes. En los parques, he dejado caer terrones de tierra sobre las Viudas Negras, regocijándome del estallido de sus relojes de arena, como un Cronos; en los jardines, he apedreado a las extrañas, de colores inverosímiles (recuerdo una, de color blanco lechoso con manchas marrones; y otra, amarillo brillante con manchas anaranjadas), que hacen su tela entre los árboles. A otras, las he saturado de insecticida, y cuando han terminado de contorsionarse, me he acercado en estado de alerta, y las he apachurrado una vez aparentemente muertas. ¡Matador, matador! Aunque aracnicida recurrente, debo resaltar que cada ejecución estuvo precedida por un sobresalto doloroso a la primera vista de mi enemiga, lo que yo considero agresión en toda Ley: he actuado, entonces, en cada caso, en legítima defensa propia.

Sin embargo, ahora, el escenario de la batalla abarcaba todo mi mundo conocido: habías traspasado la frontera de mis miedos, oh Pesadilla. Pero yo tenía una ventaja: te conocía; me preparé a destruirte.

La limpieza es la principal forma de prevenir tu presencia. Desde pequeño, había afrontado las limpiezas de temporada con infinito temor. Retirando cuidadosamente las cajas apiladas, los periódicos con sus noticias anacrónicas, los estantes llenos de cosas indispensables que nunca necesitaba, había esperado encontrarme con las huestes arácnidas. En un estado de lucidez insoportable, en medio del aire viciado de las cosas viejas, siempre estaba listo para saltar atrás, ante la vista de alguno de tus congéneres, mi Temible. Y aunque no tenía idea entonces de tu existencia, siempre presumí la presencia de una araña ignota, mortal, colosal, acechando en la oscuridad. Porque muchas veces descubrí, en estas limpiezas, muertos y devorados, a muchos insectos y algunos reptiles menores. Un monstruo que además era caníbal; porque muchas veces también, después de un sobresalto inicial, descubría que la araña que me había asustado no era más que un caparazón vacío e inanimado, flanqueado de patas secas. ¿Quién era la que ansí las había devorado, dejando una digamos que osamenta? Yo la llamaba “Monstrum Horrendum”. Añoro los días en que, adivinando tu presencia, me sentía preparado para enfrentarte. ¡Qué inocente era! Hasta entonces, había terminado cada limpieza sin encontrar a Monstrum Horrendum; ahora que sabía tu Nombre, todo sería diferente.

Así que el primer paso de mi Indefensa fue deshacerme de toda cosa vieja que pudiera servirte de guarida. Cajas y cajas con mi herencia familiar fueron dadas a la Caridad: los pobres comen ahora su magro menú en la vajilla de porcelana de la abuela; y toman el té en sus diminutas tazas chinas, adornadas con pagodas y mandarines. Pobreza A-1 la llamaba, en mis horas más cínicas. Las reproducciones y los originales colgados de las paredes, el Cristo y la Última Cena; las alfombras en las que volaba de niño; los estantes con libros en los que nunca leí tu Nombre; los sillones estilo Luis Nosecuantitos; todos ahora te brindan refugio en otra casa. Vaciadas de los cachivaches que contenían, muchas habitaciones fueron quedando inútiles. Con insumos comprados en la ferretería, y con una destreza insospechada, al más puro estilo de “Hágalo usted mismo”, fui sellando herméticamente las innecesarias; no para que nada entrara en ellas, sino para que nada saliera. Si te había atrapado sin verte, mi Invisible, estarías condenaba a morir de hambre. Renuncié a cocinar o comer en casa, para deshacerme de la cocina y el refrigerador, refugio seguro para ti; me deshice de los reposteros, y sellé también las alacenas. Con pasta, tapié agujeros y resané grietas; las arañas que iluminaban las habitaciones, que te aludían directa y cruelmente, fueron reemplazadas por sencillos pero potentes focos. Vestido con un mono blanco, y armado de brocha, rodillo y espátula, pinté todas las paredes de un blanco delator, contrastante con tu color, oh Achocolatada. No dejé rincón dentro de la casa que pudiera cobijarte. De más está decir que todo el tiempo me acompañó una lata de insecticida; pero a pesar de los múltiples encuentros con arácnidos inferiores, no tuve noticia de Monstrum Horrendum. Mi Indefensa funcionaba bien.

Contraté un ejército de albañiles para colonizar el agreste jardín interior. Mi intención no se limitaba sólo a desterrar rocas y troncos secos, sino que decidí aniquilar cualquier tipo de vida silvestre-doméstica. Árboles, plantas y pasto fueron desraizados; sus restos, respetuosamente enterrados en su antaño hogar. Una mezcladora ensordecedora vomitó un río de concreto, que hombres recios, uniformados con botas y sombreros de papel periódico, recogieron para luego esparcirlo, cantando un himno gutural, por mi antes hermoso jardín, dirigidos por un ingeniero diminuto. Desde un rincón, a salvo dentro de mi Casa blanca, contemplé, abrumado, esta alegoría del progreso. Cuando todo terminó, tuve ante mí un patio inabarcable, níveo y desolado; pero seguro. He perdido el perfume de las flores; y también el canto de los pájaros, que huyen de la vista pavorosa de éste como lienzo vacío que divisan desde el cielo, contrariamente a sus antepasados, que alegremente acudían a posarse en los ceramios nazcas. ¡Oh, qué volátiles, las aves! Pero he acabado con tus refugios, y lo más importante, con los bichos que pudieran servirte de alimento. ¡Progreso, progreso contra ti, mi Oscurantista! De haber tenido mejor humor, y con ánimo satírico, hubiera acometido la empresa de componer un ensayo intitulado: “Del papel de la Loxocelofobia en la transformación del Jardín en Patio”. Ahora, me he quedado sólo dentro de esta Casa Blanca, oh Ausente.

Muchos de tus ataques se producen cuando te aplastan, oh Inofensiva, al ponerse la ropa o los zapatos. Por lo tanto, deseché casi todo mi guardarropa: chompas, chaquetones, pantalones, camisas y demás ropa elaborada; y ansimismo, zapatos, botas y zapatillas. Con un tejido blanco y ligero, me confeccioné unas camisas amplias, y unos pantalones sin bolsillos ni pliegues peligrosos. La tela era tan dócil, que cualquiera de mis nuevas prendas se podía abarcar en un puño, oh Aplastable; y su color translúcido me habría permitido verte sin dificultades, oh Escondida. Para la calle, conservé una muda completa de ropa normal, y un par de botines poderosos, del tipo acorazado. Antes de vestirlas, sacudía vigorosamente las prendas; luego, las golpeaba contra el piso varias veces. Cuidadosamente, revisaba el revés de mi casaca, y verificaba que no hubiera agujeros en el forro. También revisaba detrás de los bolsillos de mi pantalón, y dentro de mis botas. Entonces, seguro de tu ausencia, me vestía y salía. La mayoría de veces a comer algo; aunque ya para entonces mi apetito empezaba a disminuir. A pesar de que pasaba más tiempo comprobando tu ausencia en mis vestidos, que en la calle, tampoco tenía por entonces tantas otras cosas que hacer, y los cateos me servían de diversión. Cuando regresaba, me desvestía rápidamente, y repetía el ritual, no hubiera sido que te hubiera traído de la calle, oh Intrusa. Con el tiempo, el miedo de que ninguna revisión fuera lo suficientemente eficiente como para impedir que cruces las fronteras de mi Casa Blanca, oh Espalda Mojada, me hizo reducir mis salidas a una comida semanal. Luego, simplemente dejé de comer, y ya no salí para nada.

Resolví el problema de la ropa de cama pasando largas horas en vigilia; las sábanas, frazadas, y demás relacionadas, se volvieron innecesarias. Sentado en medio del vasto salón blanco, profusamente iluminado, e imitando una posición de yoga vista por tevé, pasaba las largas horas de la noche pensando en ti, oh Idea. Al principio, me acostumbré a dormitar sentado: un sueño resistido, vagabundo, inestable. Del que me sacaba la recurrente pesadilla de un Monstrum Horrendum descomunal, que tendía con sus hilos un laberinto a mi alrededor, del que yo huía describiendo círculos concéntricos cada vez infinitesimalmente más pequeños, una espiral formal que no podía percibir hasta que llegaba a su centro mismo, en donde los formidables quelíceros del monstruo se clavaban en mi corazón; luego, la gigantesca araña se alejaba, para dejar que sus toxinas necrosaran el receptáculo de mis sentimientos más amados, de mis sueños más nobles, de mis memorias más queridas, hasta que, gangrenoso y negro, se desprendía dejando un vacío en mi pecho y llena de sangre mi sangre, muerta mi vida, listo mi cuerpo para ser devorado. Poco a poco, la pesadilla se volvió tan espeluznante, que decidí que era mejor ya no dormir.

Pasó así algún tiempo. Y de pronto, un día, me di cuenta de que no te había encontrado: no estabas, no habías para nada, mi Inexistente. Mi Indefensa había tenido éxito; la declaré completamente implementada. Cada uno de mis actos se había convertido en método, que repitiéndose al infinito, debía asegurarme la seguridad, el triunfo vitalicio sobre ti, oh Perecedera. ¡Y tal vez no te encontraría jamás! Salté y reí, lloré y me senté, sintiendo la paz de una Paz ganada tras una cruenta Guerra. Pero la Paz ansimismo resultó un vacío.

Que, sentado en mi Casa Blanca, trataba de llenar con recuerdos de una vida que nunca había vivido. El inmóvil transcurrir del tiempo se me hacía tolerable, porque en sueños lúcidos, yo estaba reedificando mi casa, inmerso en la dulce ceguera de un mundo sin arañas. Primero, repintaba las paredes, esta vez de azul celeste y naranja telúrico. Luego, adornaba mi sala con las obras de los artesanos de la sierra, que han descubierto los beneficios de la producción en masa: los mates burilados, que cuentan la vida en historietas grabadas con fuego; las abstracciones azules de músicos serranos, diestros ejecutantes del violín y el saxofón; un ajedrez de piedra, en cuyo mundo cuadriculado los indios todavía se aterran de los caballos de los conquistadores; las alfombras con simplificaciones geométricas de felinos y auquénidos, que obreras gringas tejen dirigidas por indias aculturadas, escuchando parranditas. En medio de ellos, colocaba, en mis estantes recuperados, las obras de los autores que nunca terminé de leer: el deslumbrante Borges, el humano Sábato, el falaz García Márquez, el elegante Wilde, y claro, Vargas Llosa. Dejando sitio, eso sí, para Melville y todas sus ballenas, para mis amigos rusos de tiempos de guerra y paz, para todo el dolor de Vallejo, y para el monumental Quijote. Y el sitio vacío del Principito. Acompañaba mi trabajo con los seis conciertos en los que Bach logró capturar la esquiva felicidad, a pesar de la rigidez de la armonía y el contrapunto; con los brillantes valses de todos los Strauss; con las sinfonías de Mahler, que tienen unos profusos manuales de instrucciones; con las melifluas melodías de Chaikovski; y con mi entrañable Brahms. Y cuando terminé, todavía me quedaban muchas cosas para evocar: el amor de la familia que nunca tendría, los manjares con los que saciaría el hambre si tuviera hambre, los sueños que soñaría si tuviera sueño, la vida que viviría si estuviera vivo.

Y entonces, me di cuenta de que no valía la pena continuar así. ¿En qué momento de confusión había escogido la invulnerable inmovilidad de las piedras? ¿Cómo fue que había descendido a la fría tumba motu proprio, metafóricamente hablando? ¿Cuándo derruí la casa de mis sueños, y construí en su lugar una pirámide desde adentro? Estaba preso en mi Indefensa, por un pavor ridículo a un bicho que no había visto jamás; y que tendrá unas patazas, pero que podría aplastar si sólo tuviera el valor de salir de mi voluntaria celda, si apartara la losa blanca de mi sepulcro, si pudiera resucitar para tener sueños nuevos. Si pudiera resucitar…

Y entonces, lo entendí todo.

No te habías ido: sólo te habías escondido en una sombra luminosa, inmaculada. Como un torturador, que se da cuenta de que un poco más de castigo acabará con el prisionero, y lo deja descansar, retomar fuerzas… para luego empezar de nuevo; como un virus, que se torna latente para no matar a su huésped; así me habías dejado descansar un rato, porque ya habías mordido mi corazón, el día lejano en que tu Nombre fue pronunciado, definiendo mis miedos indefinidos, dando forma a los monstruos informes que habitaban ocultos en mi alma. Comprendí que la vida es miedo, hambre, sueño, sueños; y que estaba muerto desde el mismo momento en que perdí los cielos, los árboles, los pájaros, los muebles, los libros, la música; desde que se desvaneció mi inexistente casa azul y naranja, y mi familia. Comprendí que la vida es todo lo que yo ya no tengo, que me habías succionado el alma, y que ya sólo soy un cascarón vacío en el centro de tu red.

Sin recuerdos en los cuales cobijarme, y sujeto por tus hilos invisibles, ya me es imposible resucitar. Agito los brazos para que mi vibración en tu red te anuncie mi presencia, oh Triunfante. Pasan siglos antes de que unas ligeras conmociones, que al principio confundo con ecos de mis propios movimientos, me anuncien tu Venida. Tiemblo de un frío metafísico, mientras una alteración de mis sentidos descompone la luz, y puedo ver materializada la telaraña espiral de mis pesadillas, brillante por los repugnantes jugos de tu vientre, oh Viciosa; descompone el aire, y puedo oler tu olor de Hembra y Asesina, tu aliento fétido. Donde tus flujos han formado gotitas, la luz se desmorona en miles de colores, que me recuerdan una constelación espiral en un cielo fantástico. Tanta belleza, mezclada con tanta suciedad, me hace vomitar un líquido amarillo y amargo, lo único que llevo en el estómago. Cierro los ojos, para ya no ver. Pasa todavía mucho tiempo, que dedico a poner en orden estos pensamientos, antes de que la vibración de mis ligaduras sea tan violenta, que sólo pueda significar que Monstrum Horrendum ha llegado. Has vencido. Me quedo ansí, cerrados los ojos, temblando, sintiendo todas tus seis miradas, devastado en un silencio blanco, esperando la muerte de mi muerte. Sólo espero que llegue pronto.

Texto agregado el 16-08-2021, y leído por 132 visitantes. (0 votos)


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