Taño la guitarra con el empeño del novato, quiero aprehender las notas, los arpegios, la estructura vernacular de la música. Los acordes surgen y se desdibujan entre un sol difuso que se entrecruza con algo parecido a un la. El instrumento recobra su lugar en la pared y mi desesperanza se arropa en el lecho junto a mi desdén.
En otra incursión, las notas se reconcilian con mis dedos, la composición emerge como surgida de un arroyo cristalino y se desplaza por los tenues surcos de sus imaginarias aguas. Mi inspiración es pronto una cometa que se eleva ufano en la libertad azul y luego es un ave que adquiere prisa en su vuelo concertado o es piedra que cruza el cielo para volar hacia confines misteriosos. Prosigo en esta tarea deleitosa hasta que mi madre aparece de improviso y me arranca la guitarra de mis manos ilusas para estrellarla en el piso encerado. Astillas vuelan en consonancia con el trágico rasgón de cuerdas y lágrimas que surgen de mis ojos espantados ante lo artero y oscurantista de esta acción.
“¡Te he dicho mil veces que te preocupes de tus estudios! ¡Deja esa porquería de música que no te va a llevar a ninguna parte y estudia, estudia, para que seas alguien! "
Ella alude a mi tío Genaro, guitarrista aficionado que concurre a bares y sucuchos ofreciendo su arte barato. Pocas monedas premian su esfuerzo, lo suficiente para cancelar una pieza oscura en el conventillo poblado de inmigrantes y pobres diablos como él. Entiendo su preocupación pero no su brutal encono en destrozar ese noble instrumento que ahora yace hecho trizas en el piso.
Cuatro guitarras han sufrido la misma suerte, pero su voluntad no se apaga y prosigue ensayando notas imaginarias, tañéndolas en el aire enrarecido de su vivienda. Es acaso la vibración malsana o el deseo mal expresado de la madre lo que sobrevuela como espesa neblina entre aromas a cocimiento y cigarrillo. Antonio es además un alumno aplicado que se destaca en casi todos los ramos. Sus notas lo avalan, pero de todos modos, la mirada exigente de la madre no se sacia. Él puede más, mucho más y no debe distraerse en sus objetivos.
El padre poco aporta en esta discusión. Artista frustrado, dibuja, escribe y lee insaciable cada libro que encuentra a su paso. Pero sus jornadas laborales se hacen largas y cansadoras y cuando regresa a su hogar, lo recibe el rostro adusto de su esposa que sólo alienta los más negros presagios. Silencioso, sumiso, realiza los menesteres domésticos abandonados por la mujer, quién permanece amurrada en un rincón, masticando la desesperanza y la rutina. La pobreza es concreta y ha despeñado desde el plano de las ilusiones esos fútiles sueños que ahora yacen sobre el piso desprolijo. El hombre ha finalizado con las tareas masticando su culpa. Y sin ánimo de animar a su esposa, se va al lecho para tratar de aventar la pesadilla diaria.
Ese día disfrutó ávido las últimas páginas de La Metamorfosis de Kafka. Siendo una novela corta, saboreó sus líneas en el trayecto del microbús que lo trasladaba a su empleo. Gusta de la fantasía y del mismo modo que aguarda la aparición repentina de un suceso que rompa de manera radical la monotonía de su existencia, disfrutó de ese relato inverosímil. Las imágenes de ese insecto gigantesco y despreciado se entrevera con su propio y mísero quehacer, rutinario y mal remunerado.
Mi padre puso sobre mis manos este libro. Es breve y asegura que me encantará. En efecto, la trama es interesante y entremezcla situaciones sobrenaturales que me animan a continuar leyendo. En una hora me he consumido medio libro y siento un apetito que amenaza con transformarse en algo voraz. Ahora entiendo a mi viejo y su gusto por la lectura, es apasionante e insaciable. Pobre hombre, pobre insecto, ¡Que enorme escritor es Franz Kafka!
No contaba Antonio con la repentina aparición de su madre. A la mujer se le desencaja el rostro al contemplar a su hijo absorto leyendo un libro. De un manotazo se lo arranca de entre sus dedos y furiosa, utiliza los resortes de la furia para partir el libro en dos mitades.
“¡No quiero que seas como tu padre! ¡Preocúpate de tus estudios, esa es tu única obligación. Tienes que ser un profesional, no un pobre empleadillo como tu padre!”
Para su suerte, el libro era una novela corta de poco más de cien páginas, propicias para sus manos agarrotadas y fuera de sí. La trama del insecto gigantesco ahora estaba convertido en un puzle de varios pedazos sobre ese mismo piso desaseado, junto al polvo de la desesperanza y los espectros de múltiples astillas de guitarra.
Años más tarde, Antonio ya es un destacado profesional. Goza de un sueldo muy diferente al que ganaba su padre, lo que lo coloca a salvo de las penurias de sus antecesores y le permite disfrutar de su existencia. Su padre, ya separado, continúa realizando sus menesteres artísticos, libre de obligaciones fatigosas. Una de esas tardes, puso en las manos de su hijo una edición flamante del libro inacabado hace ya tantos años. La Metamorfosis aguardaba ahora para ser releída por Antonio sintiendo el placer de su portada lustrosa y de sus páginas oferentes. En realidad, con los años todos habían sido redimidos tras una existencia angustiosa. Un afortunado cambio que obviamente no tendría cabida en la mente prodigiosa de Franz Kafka.
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