Este es un texto escrito a principios de 2009, cuando estaba muy lejana la pandemia que ahora nos atosiga y podía uno reunirse con los amigos sin temores de contagio y compartir gustos y aficiones. Creo que aún tiene validez.
Haciendo recuento de lo que pasó, fue o hicimos en el 2008, varios amigos nos reunimos para contarnos infinidad de cosas: de las familias, las parejas, la amistad, los fracasos, la soledad, el amor, de lo que escribimos o dejamos de escribir. Sin egoísmo, por el puro placer de compartir, leímos nuestras poesías y cuentos recientes, y opinamos sobre los libros leídos, si nos gustaron o no.
Con tanto buen material que existe de dónde escoger para leer, es necesario volverse selectivo, nunca llegaremos a saber bien a bien lo que no leímos, o lo que nos hemos perdido de conocer. En la reunión, creo que logré percibir un vago panorama del mundo personal de cada uno de mis amigos y me agarré un poquito de la experiencia de lectura de éste o de aquél, para ir complementando la mía.
Yo también tengo mi lista personal de lo leído el año anterior y cuáles libros con su contenido, ensancharon mi espíritu. No les voy a hablar ahora de ellos, seguramente más adelante, se me irán saliendo a retazos muchos comentarios.
De lo que sí quiero hablar es de los libros perdidos, de los libros que por una u otra razón han dejado de ser nuestros y se han quedado olvidados o dejados a propósito, en algún lugar cualquiera, sin tener la posibilidad de recuperarlos.
Un libro perdido duele y harto, más si estabas “clavado” con él y no lo habías terminado. Se queda a medio leer y quizás quien tenga la fortuna de encontrarlo, aprecie el encuentro y lo lea. O a lo mejor no y el libro acabe arrumbado en cualquier lugar.
Hace muchos años (de verdad muchos) fui a inscribirme a la ESIA (Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura) del Politécnico; en el auditorio de la misma, estábamos cientos de jóvenes esperando nuestro turno. Mientras, acomodado en una butaca, me entretenía en ir siguiendo los pesares y sufrimientos de Ana Frank y su familia, en su escondite secreto. Cuando me nombraron para realizar mi inscripción, en mi apresuramiento entregué al que atendía en un escritorio, copias, certificados, fotografías y todo lo que me pidió; pero también olvidé ahí mi libro. Era una edición muy sencilla de Populibros La Prensa; sin embargo, lo importante es que cuando reparé que ya no lo traía, no fui capaz de regresar a preguntar por él y me largué indeciso, molesto conmigo mismo por haberlo perdido. Entonces tenía dieciocho años. Tuvieron que pasar muchos más para leerlo completo. El Diario de Ana Frank, fue una de mis lecturas de 2008.
¿Han perdido algún libro en el metro?... ¡pues yo también! De entre mis manos se escurrió mientras daba cabezadas, La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Me lo había prestado un compañero de trabajo; cuando abrí los ojos y me percaté de que me había pasado una estación, bajé presuroso y adormilado del convoy, por supuesto, sin el libro. Ya se imaginarán todo lo que me dije en cuanto comprendí mi torpeza.
Cuando estaba en la escuela secundaria, me encantaban los libros de vaqueros. Los domingos iba al puesto de periódicos y compraba los de Marcial Lafuente Estefanía. ¿No me van a decir que no han leído uno?... Seguro que sí. Los había (o hay todavía) por todos lados como si fueran flores del campo, y entre mis libros escolares siempre había algunos con las mejores historias del Oeste con los más rudos y despiadados pistoleros que haya conocido el mundo. Pueblo Fantasma, se llamaba un libro en particular que mi madre me compró en la antigua librería Zaplana de la calle de Palma, en el centro de la ciudad de México, después de estarle moliendo muchas veces: cómpramelo, cómpramelo, cómpramelo. No era de M. L. Estefanía, es más, ni siquiera me acuerdo del autor; pero al hojearlo, un pistolero terrible mataba en un duelo desigual a un granjero y ésa era una razón de peso para querer tenerlo. El libro lo perdí algunos meses después, porque luego de su lectura me gustó tanto, lo ponderé y hablé tanto de él, que el novio de una tía me dijo: préstamelo. Y yo como buen estúpido, se lo presté. ¿Se imaginan cuando me lo regresó?...
Abrevio con esta nota: hay siempre una anécdota estúpida en la pérdida de cualquier libro; porque o se lo prestaste a un amigo, pariente, conocido, etc. y ya no te lo regresó; se lo leíste a tu novia en su casa, se te olvidó ahí, y luego resulta que ya no aparece; lo llevaste a una francachela con tus cuates y se te olvidó en el bar donde estaban conbebiendo, o si no se te olvidó, te lo “guacarearon” y tuviste que tirarlo; o lo masticó entre sus dientitos el perrito de tu novia y fue a enterrarlo en el jardín cual sabroso hueso, o lo que es peor: lo orinó; a lo mejor lo olvidaste o te lo robaron en el metro, combi, microbús, taxi, etc. Algunas razones son graciosas y después que pasan tal vez nos hacen sonreír; pero hay una expresión que nunca me dejo de decir en estos casos: ¡Qué pendejo soy!... No los escucho, ¿también ustedes se lo dicen?... ¡No puedo creerlo!
Termino esto con algunos títulos perdidos:
El pequeño ejército loco, de Gregorio Selser (me lo prestaron, lo tomaron del escritorio de mi trabajo y ni lo leí).
La señorita, de Ivo Andric (era una edición muy vieja de Bruguera. Lo sacaron de mi silla del salón de clases. Tampoco terminé de leerlo).
Cuentos completos, de Nicolas Gogol (me lo había prestado mi amigo Poncho y hasta la fecha, pienso que no cree que me lo robaron y que me quedé con él).
Los pasos de López, de Jorge Ibargüengoitia (magnífica novela, donde se demuestra que Miguel Hidalgo aparte de cura, era también un ser humano; me lo prestó una prima, nunca se lo repuse y no supe ni dónde lo perdí).
La bruma lo vuelve azul, de Ramón Rubín (tampoco terminé su lectura).
Es suficiente. Por ahí hay varios más que debiera mencionar. ¿La reflexión final?... Bueno, que seguramente todavía me faltan muchos libros por perder. Dios quiera y no sean de los que más aprecio o me gustan. Pero la venganza es dulce, porque en alguna nota próxima, les comentaré sobre los libros que me han prestado y me los he quedado (¿debería decir: robado?) sin remordimientos.
See you later.
20/01/09.
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