De repente los veranos dejaron de ser lo que eran. Nos fueron apropiados por los otros. Los apropiaveranos se nos fueron adelantando en todo. En ese mismo instante: en el que se me ocurrió el concepto, cerca de casa, cayó un rayo. Sumándose, por tanto, a la retahíla de apropiaciones indebidas de que una había sido objeto en la vida. Primero fue el jardín, empezando por la verja. Lo primero que de ello recuerdo fue cuando se prestaron a ayudarnos a pintarla unos niños. Ahora, detrás de los visillos, los vemos campar a sus anchas. Nunca debimos dejar retirar aquella verja. Vinieron los del ayuntamiento y lo solicitaron. Por razones estéticas- dijeron. No están obligados- continuaron-, pero el municipio está llevando una campaña de adecentamiento para atraer el turismo- prosiguieron. Desde entonces nuestro jardín es de dominio público. Luego instalaron unos bancos ( como siempre, con nuestro permiso). El municipio se lo sabrá agradecer.
Éramos ya demasiado viejos para andarnos con legalismos. Un poco más tarde tuvimos que instalar los visillos. Se asomaban los turistas como si fuera una atracción de feria aquello. Y así llegamos a los últimos días de septiembre. De todos los setiembres- me señala mi marido.
Hemos decidido cambiarnos: ubicarnos en otro sitio. Pero antes- me ha dicho-, una despedida triunfal. Nos vamos a despedir de nuestros amigos. Unos que vienen siempre, instalan la tienda de campaña, ponen música atronadora, e incluso se permiten algunos insultos. Hemos tomado la cicuta y con ella puesta, hemos salido al patio a despedirnos. Pero con un regalito. La tenía colgada desde que era joven. No sabíamos si funcionaría. Y la ha probado a modo de salva y apoteosis final. Cuando ha atronado contra el mundo, reconozco que me ha asustado un poco, pero ahora da todo igual, pues al instante de abrir fuego ha hecho efecto el veneno.