Desde la ventana del salón de su piso en el barrio El Tunal, al sur de Bogotá, Aleida Garzón observa atentamente como su hijo, mochila al hombro y paso ligero, dirige sus pasos hacia el cercano colegio donde cursa sus estudios. Aunque le ha costado dar su brazo a torcer, finalmente Aleida ha accedido a la petición del chaval y ha dejado de acompañarle todos los días hasta la misma puerta de la escuela. El psicólogo ha sido quien le ha hecho cambiar su forma de ver las cosas. Su hijo, que hace tiempo ha dejado de ser un niño, necesita disponer de mayor libertad. Necesita vivir su propia vida. No es bueno ser tan sobreprotectora. Tampoco para ella. No puede seguir viviendo con esa angustia constante, con esa preocupación desmedida por todo lo que le pueda pasar a su hijo. Todo eso le ha dicho su psicólogo. Y con razón, piensa ella ahora. Los primeros días han sido los más duros. Pero, aunque cada día le duele un poco menos, no termina de acostumbrarse. Todas las mañanas, apoyada en el alféizar de la ventana, se queda observando a su hijo desde que sale de casa hasta que dobla la esquina y se pierde inevitablemente de vista. Ha pasado de acompañarle físicamente a acompañarle con la mirada.
Ya sola en casa, se le amontonan los recuerdos. Los primeros que le vienen a la mente, como de costumbre, tienen que ver con su hija Omaira. Recuerda la última vez que se vieron, cuando la niña, después de acompañarla a la parada del autobús que la llevaría a Bogotá, se despidió de ella deseándole buen viaje. Era la primera vez que Aleida salía de Armero y la primera vez que se separaba de sus hijos. “Te regalo esta oración a la Santa Cruz, mami. Ella te protegerá”. Estas palabras resuenan todavía en su memoria. Aleida las guarda como un tesoro. Y guarda como un tesoro también la imagen de la niña besándola en la mejilla mientras ella subía al autobús. Sin embargo, durante mucho tiempo se negó a ver las imágenes de televisión en las que aparecía su hija, imágenes que tampoco vio en el momento en que fueron emitidas, en los trágicos días posteriores a su partida a la capital. En ellas, la niña, que vivía sus últimas horas de vida, se preocupaba por no perder el curso, aconsejaba a los hombres que intentaban rescatarla que descansaran un rato, y le decía a su madre que ella, su hermano y su padre la querían mucho. Mientras medio mundo se conmovía con estas escenas, Aleida, ausente por completo a lo que sucedía, se entregaba por entero al cuidado de su hijo, Álvaro Enrique, ingresado en un hospital de Bogotá para curarse de las heridas recibidas por la terrible avalancha. Nadie quiso decirle a Aleida que la niña de la que hablaban todos los noticieros en Colombia era su hija; nadie quiso decirle que era su hija la que se hallaba atrapada en una prisión de barro y escombros de la que no podía escapar; que era ella, su dulce, su querida hija Omaira la que moría después de numerosos intentos de liberarla. Se enteró de todo ello el día en que, al salir del hospital donde se encontraba su hijo, se dio de bruces con la imagen de su hija en la portada de un periódico local.
Aleida sólo quiere recordar los buenos momentos vividos con su hija. Uno de esos buenos momentos, que vuelve también esa mañana a su memoria, sucedió un mes antes de que ocurriera la tragedia. Con motivo de la celebración del “día de la familia”, en el colegio tuvo lugar un espectáculo de baile sanjuanero. Esa tarde su niña estuvo en verdad resplandeciente. Una flor roja estallaba en su hermoso cabello rizado. La falda, color azul celeste, llegaba casi hasta sus pies descalzos. Y su blusa de volantes, blanca como la pureza, le confería un aire de virgen vestal. Omaira bailó con un encanto y una gracia insuperables. Su imagen quedó grabada
para siempre, de forma inmarcesible, en la memoria de todos los asistentes. También en la
memoria de su madre.
De pronto, Aleida se dirige al dormitorio. Una vez allí, abre el primer cajón de la mesilla y, como si de una reliquia se tratara, extrae de un pequeño cofre la estampita que su niña le regaló cuando se despidieron. Mientras reza, se le humedecen los ojos. Son lágrimas bienvenidas, la reconfortan. Terminada la oración, su mirada se queda fija en la Santa Cruz, pero su pensamiento se traslada lejos: hasta el último 28 de agosto, cuando estuvo en Armero (en las ruinas de lo que fue Armero, habría que decir) para conmemorar a Omaira en el día de su cumpleaños. Entonces se sorprendió, una vez más, del santuario levantado en el lugar del
fallecimiento de su hijita: tantas velas, tantas estampitas, tantos escapularios, tanta agua
sagrada… No termina de comprender como ha ido arraigando, año a año, de forma persistente, esa enorme fe de la gente humilde en su chiquilla. Muchos la consideran ya una santa. De los cuatro costados del país llegan a menudo hombres y mujeres menesterosos para rogarle que les cure de sus enfermedades, que les remedie de sus males. Otros muchos vuelven para expresarle su agradecimiento por alguna plegaria atendida, como queda constancia en las innumerables placas de mármol desplegadas en el lugar. El párroco de Armero le dijo que él había sido muy escéptico durante años respecto a la posible santidad de Omaira, pero que habían sido tantos los milagros realizados, según le contaban los agradecidos peregrinos, que finalmente había cambiado de opinión y estaba pensando, incluso, en elevar una petición formal a Roma para le fuera reconocida oficialmente la santidad a la niña.
Aleida es católica y tiene la completa certeza de que cuando muera se reencontrará con su querida hija en el paraíso. Respecto a su santidad, ella piensa, como todas las personas sensatas, que Omaira no hace ningún milagro, que todos los milagros los hace Dios, que niña sólo ejerce de intermediaria entre Dios y los hombres. Y a veces, como esa misma mañana, se le hace tan larga la espera del reencuentro, que se arma de valor y le pide a su niña que le pida a Dios que le deje salir del cielo unos días para poder pasarlos junto a ella en la tierra. Y le dice que le diga que no se preocupe, que se la devolverá tal y como llegue, con su mismo pelo rizado, con sus mismos ojos negros, con su misma sonrisa angelical.
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